martes, 9 de junio de 2009

Jesucristo, vida del alma - III

Jesucristo, vida del alma - III

Por Dom Columba Marmion, O.S.B.


1. Sacramento de adopción divina
El Bautismo es el Sacramento de la adopción divina. Ya os he explicado que por la adopción divina nos hacemos hijos de Dios; el Bautismo es como el nacimiento espiritual por el que se nos confiere la vida de la gracia.
Poseemos dentro de nosotros, primeramente, la vida natural, que recibimos de nuestros padres, según la carne; por ella entramos en la familia humana, esta vida dura algunos años, luego se acaba con la muerte. Si no tuviéramos otra vida que ésta, nunca jamás veríamos la faz de Dios. Ella nos hace hijos de Adán, y, por ende, a partir del momento de nuestra concepción, quedamos tiznados con el sello del pecado original. Oriundos de la raza de Adán, hemos recibido una vida emponzoñada en su origen, y compartimos la desgracia del cabeza de nuestra raza; nacemos, dice San Pablo, Filii irae, «hijos de la ira»; «siempre que nace un hombre, nace Adán, un condenado de otro condenado» [Quisquis nascitur, Adam nascitur, damnatus de damnato. San Agustín, Enarr. in Ps. CXXXII].
Esta vida natural, que tiene sus raíces en el pecado, de por sí sola, es estéril para el Cielo. «La carne de nada sirve» (Jn 6,64).
Pero esta vida natural, Ex voluntate viri, ex voluntafe carnis, no es toda la vida, Dios desea, además, darnos una vida superior, que sin destruir la natural, en lo que tiene de bueno, la sobrepuje, la realce y la deifique; Dios quiere, en otros términos, comunicarnos su propia vida.
Recibimos la vida divina mediante un nuevo nacimiento, un nacimiento espiritual, que nos hace nacer de Dios: «Nacieron de Dios» (ib. 1,13). Esa vida es una participación de la vida de Dios, es de suyo inmortal (1Pe 1,23); y si logramos poseerla en la tierra, tenemos como una prenda adelantada de la bienaventuranza eterna; por el contrario, si no la poseemos, nos hallamos excluidos para siempre de la sociedad divina.
Ahora bien, el medio ordinario instituido por Cristo para nacer a esta vida no es otro que el Bautismo. Ya conocéis por el relato de San Juan (Jn 3,1 y sig.) el episodio de la entrevista de Nicodemus con Cristo Nuestro Señor: el doctor de la ley, miembro del gran Consejo, va a ver a Jesús, sin duda para hacerse su discípulo, pues considera a Cristo como a un profeta. A su pregunta, contéstale Jesús: «En verdad, en verdad te digo que nadie puede gozar del reino de Dios, sin antes nacer de nuevo»; y Nicodemus, que no comprende, se atreve a preguntar: «¿Cómo puede nacer un hombre viejo? ¿Puede acaso volver otra vez al seno de su madre y renacer?» -¿Qué le responde el Señor? -Lo mismo que antes dijo, pero explicado: «En verdad, en verdad te digo que nadie, si no renace por medio del agua y la gracia del Espíritu Santo, puede entrar en el reino de Dios» [«Ser bautizado, es decir, sumergirse en el agua para ser purificado, era cosa muy frecuente entre los judíos; sólo faltaba explicarles que habría un Bautismo en el cual, uniéndose al agua y el Espíritu Santo, renovaría el espíritu del hombre». Bossuet. Méditations sur l’Evangile, la Cène, XXXVIe jours]. Y luego opone entre sí las dos vidas, la natural y la sobrenatural: «Porque lo que ha nacido de la carne, carne es, y lo que del Espíritu, espíritu es»; y concluye como al principio: «No extrañes que te haya dicho que es menester que renazcas otra vez».
La Iglesia, en el Concilio de Trento [Sess. VII, De Bapt., canon 2], ha expuesto y fijado la interpretación de este pasaje, aplicándolo al Bautismo, y declarando que el agua regenera al alma por la virtud del Espíritu Santo. La ablución del agua, elemento sensible, y la efusión del Espíritu Santo, elemento divino se unen para producir el nacimiento sobrenatural como decía San Pablo: «Dios nos ha salvado, no en virtud de las obras de justicia que hayamos hecho personalmente sino por razón de su misericordia, haciéndonos renacer por el Bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros en abundancia, por Jesucristo Nuestro Señor; a fin de que, justificados por su gracia, lleguemos a ser ya desde ahora, por la esperanza, herederos de la vida eterna» (Tit 3, 5-7).
Veis, por tanto, que el Bautismo constituye el Sacramento de la adopción: sumergidos en las aguas bautismales, nacemos a la vida divina; y por eso llama San Pablo al bautizado «hombre nuevo» (Ef 3,15; 4,24), puesto que Dios, al hacernos liberalmente participar de su naturaleza, por un don que infinitamente sobrepuja nuestras exigencias, nos crea, en cierto modo, de nuevo; y somos, según otra expresión del Apóstol, «una nueva criatura» (2Cor 5,17; Gál 6,15); y por cuanto es divina esta vida, viene a ser la Trinidad entera la que nos favorece con este don.
Al principio del mundo, la Trinidad presidió la creación del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26), de igual modo también en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tiene lugar nuestro nuevo nacimiento, no obstante ser, como lo demuestran las palabras de Jesús y de San Pablo, especialmente atribuido al Espíritu Santo, ya que la adopción tiene por fuente el amor de Dios: «Admirad el amor tan grande que nos ha mostrado el Padre, pues ha querido que nos llamemos y que seamos efectivamente hijos de Dios» (1Jn 3,1).
Hállase muy subrayado este pensamiento en las oraciones con que bendice el obispo, el día de Sábado Santo, las aguas bautismales destinadas al Sacramento. Oíd algunas muy significativas: «Envía, Dios Todopoderoso, el Espíritu de adopción para regenerar estos nuevos pueblos que la fuente bautismal te va a engendrar». «Dirige, Señor, tus miradas sobre la Iglesia y multiplica en ella tus nuevas generaciones». Luego invoca el oficiante al Espíritu divino para que santifique esas aguas: «Dígnese el Espíritu Santo fecundar, por la impresión secreta de su divinidad, esta agua preparada para la regeneración de los hombres, a fin de que, habiendo concebido esta divina fuente la santificación, se vea salir de su seno purísimo una raza del todo celestial, una criatura renovada». -Todos los ritos misteriosos que la Iglesia se recrea en prodigar en este momento, no menos que las invocaciones de tan magnífica y simbólica bendición, abundan en este pensamiento: que es el Espíritu Santo quien santifica las aguas a fin de que cuantos sean en ellas sumergidos nazcan a la vida divina luego de purificados de toda mancha: «Descienda sobre todas estas aguas la virtud del Espíritu Santo». A fin de que todo hombre a quien se aplique este misterio de regeneración renazca a la inocencia perfecta de una nueva infancia».
Tal es la grandeza de este Sacramento, señal eficaz de nuestra divina adopción; por él llegamos verdaderamente a ser hijos de Dios e incorporados a Cristo; él nos abre las puertas de todas las gracias celestiales. Retened esta verdad: todas las misericordias de Dios con nosotros, todas sus condescendencias, derivan de la adopción. Cuando dirigimos la mirada del alma a la divinidad, la primera cosa que se nos presenta y nos revela los amorosos y eternos planes de Dios sobre nosotros es el decreto de nuestra adopción en Jesucristo; todos los favores con que puede Dios colmar a un alma en la tierra, hasta que llegue el momento de comunicarse a ella para siempre en la bienaventuranza de su Trinidad, tienen por primer eslabón, al que se enlazan los demás, esta gracia inicial del Bautismo: en este momento predestinado entramos en la familia de Dios, nos hacemos de la raza divina, y recibimos, en germen, la divina herencia.
En el momento del Bautismo, por el que Cristo imprime en nuestra alma un carácter indeleble, recibimos la «prenda del Espíritu» divino (2Cor 1,22; 5,5), que nos hace dignos de las complacencias del Padre, y nos garantiza, si somos fieles en conservar esa prenda, todos los favores prometidos a los que Dios mira como hijos suyos.
Debido a eso, los santos, que tienen una idea tan clara de las realidades sobrenaturales, han tenido siempre en gran estima la gracia bautismal; el día del bautismo significaba para ellos algo así como la aurora de las liberalidades divinas y de la futura gloria.
2. Sacramento de iniciación cristiana; simbolismo y gracia del Bautismo explicados por San Pablo
Todavía aparecerá mayor el Bautismo si le consideramos en su aspecto de Sacramento de la iniciación cristiana.
La divina adopción se hace en Jesucristo. Nos hacemos hijos de Dios para poder llegar a ser semejantes, por la gracia, al Hijo único del Padre: No olvidéis jamás que «Dios no nos predestinó a la adopción, sino en su Hijo muy amado» (Rm 8,29).
Las satisfacciones de Cristo son, por otra parte, las que nos merecieron esta gracia, del mismo modo que Cristo es nuestro modelo cuando queremos vivir como hijos del Padre celestial. Esto lo comprenderemos perfectamente si recordamos el modo con que se llevaba a cabo en la edad primitiva la iniciación cristiana.
En los primeros siglos de la Iglesia, no se confería de ordinario el Bautismo más que a los adultos, después de largo período de preparación, durante el cual se instruía al neófito en las verdades que debía creer. El Sábado Santo, o mejor, la noche misma de Pascua, se administraba el Sacramento en el baptisterio, capilla separada de la iglesia, como todavía se ve en las catedrales italianas. Terminados por el Obispo los ritos de la bendición de la fuente bautismal, el catecúmeno, esto es, el aspirante al Bautismo, descendía a la fuente; allí, como lo indica la palabra griega baptixein, se le sumergía en el agua, mientras el pontífice pronunciaba las palabras sacramentales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». El catecúmeno estaba como sepultado bajo las aguas, de donde salía luego por las gradas del borde opuesto de la fuente; allí le aguardaba el padrino, quien le enjugaba el agua santa y le vestía. Bautizados todos los catecúmenos, el Obispo les entregaba una vestidura blanca, símbolo de la pureza de su corazón después los signaba en la frente con una unción de óleo consagrado, diciendo: «El Dios Todopoderoso, que te ha regenerado por el agua y el Espíritu Santo y te ha perdonado todos los pecados, te consagre asimismo para la vida eterna». Terminados todos estos ritos, volvía la procesión a emprender el camino de la basílica, precediendo los nuevos bautizados, vestidos de blanco, y llevando en la mano un cirio encendido símbolo de Cristo, luz del mundo. Comenzaba entonces la Misa de resurrección, que celebraba el triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, victorioso y animado de nueva vida, que comunicaba a todos sus elegidos. Se consideraba tan dichosa la Iglesia con este nuevo aumento del rebaño de Cristo, que durante ocho días les reservaba sitio aparte en el templo, y su recuerdo llenaba la liturgia durante toda la octava pascual.
[Los catecúmenos que, por no hallarse presentes o no poseer la suficiente preparación para el Bautismo, no lo podían recibir la noche de Pascua, recibíanlo en la vigilia de Pentecostés, en la fiesta que conmemora la venida visible del Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico y cierra el tiempo pascual, repitiéndose entonces los ritos solemnes de la bendición de la fuente y administración del Sacramento. En esta ocasión aumentaba el simbolismo, pues al que llevaba consigo la Pascua -que perdura íntegro todo el periodo pascual- venía a añadirse la memoria del Espíritu Santo, que por su divina virtud y eficacia regenera las almas en la pila bautismal. Del mismo modo que la liturgia de la Octava de Pascua, las Misas de la Octava de Pentecostés contienen más de una alusión a los recién bautizados].
Como veis, estas ceremonias están henchidas de simbolismo, y como afirma el mismo San Pablo, significan la muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo, de las que participa el cristiano.
Pero hay más que simbolismo; hay la gracia producida, y si bien los ritos antiguos, cargados de simbolismo se han simplificado algo desde que se introdujo el uso de bautizar a los niños, permanece, con todo, íntegra la virtud del sacramento, el simbolismo es como la corteza exterior los ritos sustanciales han quedado, y, juntamente con ellos, la gracia íntima del sacramento.
San Pablo explica de una manera profunda el primitivo simbolismo y la gracia bautismal. Abarquemos primero con una mirada la síntesis de su pensamiento, para que nos haga comprender mejor sus propias palabras. La inmersión en las aguas de la fuente representa la muerte y sepultura de Cristo; participamos de ella sepultando en las aguas sagradas el pecado, junto con todas las afecciones al mismo, a las que también renunciamos con él; «el hombre viejo» [El hombre viejo en San Pablo indica el hombre natural que nace y vive moralmente, hijo de Adán, antes de ser regenerado en el Bautismo por la gracia de Jesucristo] manchado con la culpa de Adán, desaparece bajo las aguas y es como sepultado, a manera de un muerto (sólo a ellos se sepulta) en un sepulcro.- La salida de la fuente bautismal es el nacimiento del hombre nuevo, purificado del pecado, regenerado por el agua que fecunda el Espíritu Santo; el alma es hermoseada con la gracia, principio de vida divina, con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. El que se sumergió en la fuente, para dejar en ella sus pecados, era un pecador; mas se ha trocado en justo, cuando, a imitación de Cristo, que salió radiante del sepulcro, sale de ella para vivir vida divina [Ut unius eiusdemque elementi mysterio et finis esset vitiis et origo virtutibus. Bendición solemne de las fuentes bautismales, el Sábado Santo].
Tal es la gracia del Bautismo expresada por el simbolismo; simbolismo que mejor que ahora adquiría todo su relieve y su completa significación cuando era administrado el Bautismo en la noche pascual.
Oigamos ahora a San Pablo (Rm 6): «¿Por ventura ignoráis que todos los que hemos sido bautizados para llegar a ser miembros del cuerpo [místico] de Cristo, lo hemos sido en virtud de su muerte?» -Es decir, que la muerte de Jesús es para nosotros el ejemplar y causa meritoria de nuestra muerte para el pecado por el Bautismo. ¿Por qué morir? -Porque Cristo, nuestro modelo, ha muerto. Pero, ¿qué es lo que muere? -La naturaleza viciada, corrompida, el «hombre viejo». ¿Para qué? -Para que nos veamos libres del pecado. «Hemos sido, por tanto, continúa diciendo San Pablo al explicar el simbolismo, sepultados con Cristo en el bautismo en conformidad con su muerte, a fin de que a ejemplo de Jesucristo resucitado de entre los muertos, en virtud del poder glorioso de su Padre, caminemos también nosotros hacia una nueva vida». [Complantati facti sumus similitudini mortis eius... Vetus homo noster simul crucifixus est, ut destruatur corpus peccati, et ultra non serviamus peccato. Rm 6,3-13. Sicut ille qui sepelitur sub terra, ita qui baptizatur immergitur sub aqua. Unde et in baptismo fit trina immersio non solum propter fidem Trinitatis sed etiam ad repræsentandum triduum sepulturæ Christi, et inde est quod in sabbato sancto solemnis baptismus in Ecclesia celebratur. Santo Tomás, In Epist. ad Rm., c. VI, 1,1].
Ved formulada aquí la obligación que nos impone la gracia bautismal: «vivir nueva vida», vida a la cual nos incita, por medio de su resurrección, Cristo, nuestro modelo y ejemplo. ¿Y esto por qué? Porque «si hemos reproducido, mediante nuestra unión con El, la imagen de su muerte, menester es también que reproduzcamos, con una vida del todo espiritual, la imagen de su vida de resucitado, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, es decir, ha sido destruido por la muerte de Cristo, para que no seamos ya esclavos del pecado, puesto que el que ha muerto, se halla libre del pecado» [«El hombre pecador, asegura Santo Tomás, está sepultado por el Bautismo en la pasión y muerte de Cristo; viene a ser algo así como si padeciera y muriera él mismo los padecimientos y la muerte del Salvador. Y así como la pasión y muerte de Cristo tienen poder de satisfacer por el pecado y por todas las deudas del pecado, del mismo modo el alma, asociada por el Bautismo a esta satisfacción, está libre de toda deuda ante la justicia de Dios». III, q.69, a.2]. Así, pues, en el Bautismo hemos renunciado para siempre al pecado.
Pero esto solo no basta: hemos recibido además el germen de la vida divina, y debemos también desarrollar en nosotros ese germen, como nos lo recuerda a renglón seguido San Pablo. «Porque si, dice, hemos muerto con Cristo, creemos que hemos de vivir igualmente con El», sin que cese nunca ese vivir, «pues Cristo -que no sólo es modelo, sino que infunde además en nosotros su gracia-, una vez resucitado no vuelve a morir: la muerte no tiene ya dominio sobre El; porque en cuanto al haber muerto como fue por destruir el pecado, murió una sola vez; mas en cuanto al vivir, vive para Dios y es inmortal».
Concluye San Pablo su exposición con esta aplicación dirigida a aquellos que, por el Bautismo, participan de la muerte y vida de Cristo, su modelo: «Así, ni más ni menos, vosotros considerad también que realmente estáis muertos al pecado por el Bautismo y que vivís ya para Dios en Jesucristo», a quien estáis incorporados por la gracia Bautismal (Rm 6, 3-13).
Tales son las palabras del Apóstol; según él, el Bautismo representa la muerte y resurrección de Jesucristo, y produce aquello que significa y representa: hácenos morir para el pecado y vivir en Jesucristo.
3. Cómo la existencia de Cristo encierra el doble aspecto de «muerte» y de «vida», que reproduce en nosotros el Bautismo
Para que comprendáis mejor aún esta profunda doctrina, vamos a aclarar este doble aspecto de la vida de Cristo que se reproduce en nosotros por el Bautismo, y que deberá imprimir un sello en nuestra vida entera.
Como hemos repetido, el plan divino de la adopción sobrenatural a que fue elevado Adán, ha sido frustrado por el pecado; el pecado de la cabeza del género humano transmítese a toda su descendencia, excluyéndola del reino eterno. Para que las puertas del cielo se abrieran de nuevo, era menester una reparación a la ofensa divina, una satisfacción adecuada y total, que borrase la malicia infinita del pecado; el hombre, simple criatura, era de todo punto incapaz de poder ofrecerla ¡el Verbo encarnado Dios hecho hombre, se encargó de esta misión; y por este motivo, toda su vida, hasta el instante de la consumación de su sacrificio, fue marcada con un carácter de muerte.- Cierto que nuestro Señor no incurrió en la falta original ni cometió pecado alguno personal, ni padeció las consecuencias del pecado, incompatibles con su divinidad, tales como el error, la ignorancia, la enfermedad; «aseméjase en todo a sus hermanos, si se exceptúa que no ha cometido pecado», más bien es Cordero que quita los pecados del mundo, y viene a salvar a los pecadores.- Pero Dios puso sobre sus hombros las iniquidades de los pecadores; y al aceptar Cristo, desde su venida al mundo, el sacrificio que reclamaba de El su Padre, su existencia toda, desde el pesebre al Calvario, va sellada con el carácter de víctima. [Cristo, sin embargo, no puede llamarse penitente en el sentido riguroso de la palabra; el penitente tiene que saldar ante la justicia una deuda personal, y Cristo es un «Pontífice santo y sin mancilla»; la deuda que paga es la deuda del género humano, y sólo la paga porque amorosísimamente se ha puesto en nuestro lugar]. Vedle en las humillaciones de Belén vedle huir ante la cólera de Herodes, vedle vivir como humilde carpintero; vedle durante su vida pública soportar el odio de sus enemigos, vedle durante su pasión dolorosa, desde la agonía que inunda su alma de tedio y de angustia, hasta el abandono por parte de su Padre en la Cruz, «como un cordero llevado al matadero» (Jer 11,19), «cual gusano de tierra maldito y pisoteado» (Sal 21,7), pues «había venido en la semejanza de la carne pecadora» (Rm 8,3) y hecho propiciación por los crímenes del mundo entero, no llega a saldar la deuda universal si no es con su muerte en el madero.
Esta muerte nos ha valido la vida eterna.- Jesucristo hace que muera y sea destruido el pecado en el momento mismo en que la muerte le hiere a El, víctima inocente de todos los pecados de los hombres. «La muerte y la vida libraron singular combate; el autor de la vida, muere; pero, vuelto a ella, reina y vence» [Mors et vita duello conflixere mirando; Dux vitæ mortuus regnat vivus. Sec. del día de Pascua]. En otro tiempo, ya el profeta había cantado este triunfo de Cristo: «¡Oh muerte yo he de ser tu muerte!; ¿dónde está, oh muerte, tu victoria?» Y San Pablo, repitiendo estas palabras, dice: «La muerte ha sido absorbida por la victoria de Cristo saliendo del sepulcro» (1Cor 15, 54-55; +Os 13-14). «Con su muerte ha destruido nuestra muerte. y resucitando nos restituyó la vida» [Mortem nostram moriendo destruxit et vitam resurgendo reparavit. Prefacio del tiempo Pascual]. En efecto, una vez resucitado Jesucristo, ha vuelto a tomar nueva vida. Cristo ya no muere más, «la muerte pierde su imperio sobre El»; ha destruido para siempre el pecado y su vida en adelante será una vida para Dios, vida gloriosa, que se verá coronada el día de la Ascensión.
Me diréis: la vida de Cristo, ¿no fue siempre por ventura una vida para Dios? -Cierto que sí; Jesucristo no ha vivido sino para el Padre; viniendo al mundo, se ofreció todo entero para hacer la voluntad de su Padre (Heb 10,9); en esto consiste su comida: «Mi alimento consiste en hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). Hasta su Pasión misma la acepta llevado del amor a su Padre (ib. 14,31); pese a la repugnancia de su naturaleza sensible, acepta en la agonía el cáliz que le ofrecen; no expira hasta que todo se ha consumado. Muy bien puede resumir toda su vida diciendo: «Cumplí siempre lo que era del agrado del Padre» (ib. 8,29), pues lo que siempre procuró en todo fue la gloria de su Padre. «No apetezco mi gloria sino que honro a mi Padre» (ib. 8, 49-50).
Es cierto por lo mismo que aun antes de su resurrección no vivió Nuestro Señor más que por Dios y para Dios, no consagró a otra cosa su vida sino a los intereses de su Padre, pero hasta entonces esa vida ha estado como subordinada a su carácter de víctima; y, en cambio, una vez resucitado, libre ya de toda deuda con la divina justicia, Cristo no vive más que para Dios, y en adelante tiene una vida perfecta, una vida en toda su plenitud y en todo su esplendor, sin enfermedad alguna, sin perspectivas de expiación, de muerte, ni del más ligero padecimiento. Todo en Cristo resucitado tiene carácter de vida; vida gloriosa, cuyas prerrogativas admirables de libertad y de incorruptibilidad se manifiestan, ya desde este mundo, a la mirada atónita de los discípulos en su cuerpo, libre ya de toda servidumbre; vida que es un cántico ininterrumpido de alabanzas y de acción de gracias, vida que será para siempre ensalzada en el día de la Ascensión, cuando Cristo tome definitivamente posesión de la gloria debida a su humanidad.
Este doble aspecto de muerte y de vida que caracteriza la existencia del Verbo encarnado entre nosotros, y que alcanza su máximo de intensidad y esplendor en la Pasión y en la Resurrección, debe ser reproducido por todos los cristianos, por todos aquellos que han sido incorporados a Cristo por el Bautismo.
Convertidos en discípulos de Jesús en la sagrada pila, merced a un acto que simboliza tanto su muerte como su resurrección, debemos reproducir esta muerte y esta resurrección durante los días que nos corresponda pasar en la tierra.- Lo dice muy bien San Agustín: «Nuestro camino es Cristo; miremos, pues, a Cristo; y veamos cómo vino a padecer para merecer la gloria; en busca de desprecios. para ser glorificado; a morir, para luego también resucitar» (Sermo., LXII, c. 11). Esto no es sino el eco de lo que nos dijo antes San Pablo: «Debéis consideraros cual muertos para el pecado, al que habéis renunciado, para no vivir sino para Dios». [Ita et vos existimate. «Vivir para el pecado, morir para el pecado» son expresiones corrientes de San Pablo; significan: «permanecer en el pecado, renunciar al pecado»].
Al contemplar a Cristo, ¿qué vemos en El? -Un misterio de muerte y de vida: «Fue entregado a la muerte a causa de nuestros pecados y ha resucitado para nuestra santificación» (Rm 4,25).- El cristiano revive durante su existencia este doble misterio que le hace semejante a Cristo. Oigamos a San Pablo tan explícito sobre este particular: «Sepultados, nos dice, con Cristo, en el Bautismo, habéis sido por el mismo Bautismo devueltos a la vida eterna, luego de haberos perdonado todas vuestras ofensas; vosotros que, por vuestros pecados, estabais muertos a esa vida» (Col 2, 12-13). Del mismo modo que Cristo dejó en el sepulcro los sudarios que envolvían su santo cuerpo, y que constituían como un símbolo de su muerte y de su vida pasible, así también nosotros dejamos en las aguas bautismales todos nuestros pecados, y como Cristo salió vivo y libre del sepulcro, salimos igualmente nosotros de la pila sagrada, no solamente purificados de toda falta, sino con el alma adornada con la gracia santificante, gracia que debemos a la operación del Espíritu Santo, y que, con su cortejo de virtudes y dones, viene a ser para nosotros germen y principio de vida divina. El alma se ha transformado en templo donde habita la Santísima Trinidad y en objeto de las divinas complacencias.
4. Toda la vida cristiana no es más que el desarrollo práctico de la doble gracia inicial conferida en el Bautismo; «muerte al pecado» y «vida para Dios». Sentimientos que debe despertar en nosotros el recuerdo del Bautismo: gratitud, alegría y confianza
Hay una verdad ya insinuada por San Pablo, verdad que no debemos perder de vista, y es que esta vida divina otorgada por Dios, solamente la recibimos en germen tiene que crecer y desarrollarse, del mismo modo que nuestra renuncia al pecado y nuestra «muerte para el pecado» tienen que renovarse y mantenerse incesantemente.
Lo perdimos todo de una vez con el pecado de Adán, pero Dios no nos devuelve de una vez en el Bautismo toda la integridad del don divino, sino que deja en nosotros, para que se convierta en fuente de méritos, mediante las luchas que provoca, la concupiscencia, foco del pecado, que propende a disminuir y a destruir la vida divina; de tal modo que nuestra existencia entera debe perfeccionar lo que el Bautismo inaugura; mediante el Bautismo, participamos del misterio y de la virtud de la muerte y de la vida resucitada de Cristo. La «muerte para el pecado» se ha realizado; pero, a causa de la concupiscencia que permanece, tenemos que mantener esa muerte con nuestro continuo renunciar a Satanás, a sus inspiraciones y a sus obras y a las solicitaciones del mundo y de la carne. En nosotros, la gracia es principio de vida, pero es un germen que debe desarrollarse; el reino de Dios en nosotros es comparado por Nuestro Señor mismo a una semilla, a un grano de mostaza que llega a ser árbol frondoso. Así acontece con la vida divina en nosotros.
Ved cómo San Pablo nos expone esta verdad: «Por el Bautismo habéis dejado el hombre viejo que desciende de Adán, junto con sus obras de muerte, y os habéis revestido del hombre nuevo creado en la justicia y la verdad -el alma regenerada en Jesucristo por el Espíritu Santo-, que se renueva sin cesar a imagen de aquel que la creó» (Col 3, 9-10). Lo mismo repite a sus amados fieles de Efeso: «Se os ha enseñado en la escuela de Cristo a despojaros, teniendo en cuenta vuestra vida pasada, del hombre viejo corrompido por las concupiscencias engañosas; a renovaros en lo más íntimo del alma, y a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en justicia y santidad verdadera» (Ef 4, 20-24). En este mundo, pues, mientras realizamos nuestra peregrinación terrena tenemos que proseguir esta doble operación de muerte para el pecado y de vida por Dios: Ita et vos existimate.
En los planes amorosísimos de Dios, esta muerte para el pecado es definitiva, y esta vida es, por su naturaleza, inmortal; pero podemos, no obstante esto, perderla y recaer en la muerte por el pecado. Nuestra obra, nuestro trabajo, deberá consistir, por tanto, en preservar, conservar y desarrollar ese germen hasta tanto que lleguemos a la plenitud de la edad de Cristo, en el último día. Toda la ascética cristiana deriva de la gracia bautismal; se reduce a hacer brotar, libre de todo obstáculo, el divino germen arrojado en el alma por la Iglesia en el día de la iniciación de sus hijos.
La vida cristiana no es otra cosa sino el desarrollo y desenvolvimiento progresivo y continuo, la aplicación práctica, en el curso de toda nuestra existencia humana, del doble acto inicial verificado en el Bautismo, del doble resultado sobrenatural de «muerte» y de «vida» producido por este sacramento; en eso consiste todo el programa del Cristianismo.
Del mismo modo también, no es otra cosa nuestra bienaventuranza final que la liberación total y definitiva del pecado, de la muerte y del padecimiento, y el florecimiento glorioso de la vida divina depositada en nosotros al imprimirnos el carácter de bautizado. Como veis, son la muerte y la vida misma de Cristo las que se reproducen en nuestras almas desde el instante del Bautismo; pero la muerte es para la vida. ¡Oh, quién comprendiera las palabras de San Pablo!: «vosotros los que estáis bautizados os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27). No sólo revestido como una prenda exterior, sino revestidos interiormente. [Esta verdad está significada por el vestido blanco que revestían los neófitos al salir de la fuente bautismal; ahora en el bautismo de los niños, el sacerdote, después de la ablución regeneradora, coloca un velo blanco sobre el bautizado]. Estamos «injertados» en El, sobre El, dice San Pablo, pues «El es la vid y nosotros los sarmientos», circulando en nosotros su savia divina (+Rm 11,61 ss.), para «transformarnos en El» (2Cor 3,18).
[Véase una hermosa oración de la Iglesia que contiene toda esa doctrina; nótese que se dice el sábado de Pentecostés, un poco antes de la bendición solemne de la fuente bautismal y de la administración del bautismo a los catecúmenos: «Dios todopoderoso y eterno, que has dado a conocer a tu Iglesia por tu único Hijo, que eres el viñador celeste, que cuidas con amor, con el fin de que produzcan más abundantes frutos, los sarmientos que su unión a este mismo Cristo, verdadera vid, vuelve fecundos; no permitan que invadan las espinas del pecado los corazones de tus fieles, a quienes has hecho pasar por la fuente bautismal, cual viña trasplantada de Egipto; protégelos por tu Espíritu de santificación a fin de que en ellos abunden las riquezas de una incesante cosecha de buenas obras»].
Mediante la fe en Cristo, le recibimos en el bautismo; su muerte es nuestra muerte para Satanás, para sus obras, para el pecado; su vida se convierte en nuestra vida; ese acto inicial, que nos hace hijos de Dios, nos ha hecho igualmente hermanos de Cristo, incorporados a El, miembros de su Iglesia, animados de su Espíritu. Bautizados en Cristo, hemos nacido, mediante la gracia, a la vida divina en Cristo. Por esta razón, dice San Pablo, tenemos que caminar in novitate vitae. «Debemos emprender un nuevo tenor de vida» (Rm 6,4). Caminemos, pues, no por la vía del pecado, al que renunciamos, sino por el camino de la luz y de la fe, bajo la acción del Espíritu divino, que nos permitirá producir con nuestras buenas obras frutos copiosos de santidad.
Renovemos a menudo la virtud de este sacramento de adopción y de iniciación, renovando las promesas, a fin de que Cristo, engendrado en nuestras almas por la fe, crezca más y mas en nosotros ad gloriam Patris. Es una práctica muy útil de piedad. Mirad a San Pablo: en la Epístola a su discípulo Timoteo le suplica que «resucite en su alma la gracia de su ordenación sacerdotal». Lo mismo quiero deciros a vosotros respecto de la gracia que recibisteis en el Bautismo: hacedla revivir, renovando los votos entonces formulados por el padrino que nos representaba.
Cuando por la mañana, verbigracia, al hallarse presente Nuestro Señor en nuestro corazón después de la comunión, renovamos, con fe y amor, las disposiciones de arrepentimiento, de renuncia a Satanás, al pecado, al mundo, para no adherirnos sino a Cristo y a su Iglesia, entonces la gracia del Bautismo brota, por decirlo así, del fondo del alma, en la que queda grabado indeleble el carácter de bautizado; y esta gracia produce, por la virtud de Cristo, que habita en nosotros, con su Espíritu, como una nueva muerte para el pecado; nuevos bríos para resistir al demonio; como un nuevo influjo de vida divina y un mayor estrechamiento de los lazos que nos ligan a Jesucristo.
Así, «cada día, dice San Pablo, el hombre terrestre, el hombre natural, se acerca más y más a la muerte; en cambio, el hombre interior, que ha recibido la vida mediante el nacimiento sobrenatural del Bautismo, y que ha sido recreado por segunda vez en la justicia de Cristo, el hombre nuevo, se renueva de día en día» (2Cor 4,16).
Esta renovación, inaugurada en el Bautismo, continúa durante toda nuestra existencia cristiana y permanece hasta que hayamos alcanzado la perfección gloriosa de la eterna inmortalidad: «Las cosas que se ven ahora son temporales, mas las que no se ven son eternas» (ib. 18). «En este mundo, continúa diciendo, está oculta esta vida en el fondo del alma; se traduce ciertamente al exterior, por las obras, pero su principio permanece oculto dentro de nosotros; solamente en el día final, al presentarse Cristo, nuestra vida, apareceremos nosotros también en la gloria» (Col 3, 3-4).
En espera de este bendito día, en el que brillará en todo su esplendor nuestra renovación interior, debemos dar gracias a Dios a menudo por la adopción divina que nos concedió en el Bautismo, gracia inicial de la que se derivan todas las demás.- Nuestra grandeza tiene su origen en el Bautismo, que nos comunicó la vida divina; sin ella, la vida humana, por muy brillante que sea al exterior, por muy fecunda que parezca, carece de valor para la eternidad; el Bautismo es, en fin de cuentas, el que comunica a nuestra vida el principio de su verdadera fecundidad.- Este reconocimiento debe manifestarse por una fidelidad generosa y constante a las promesas bautismales, tan penetrados hemos de estar del sentimiento de nuestra dignidad sobrenatural de cristianos, que debemos esforzarnos por arrojar y rechazar firmemente cuanto pudiera empañarla, y buscar, en cambio, con diligencia suma, lo que la favorezca [Deus... da cunctis qui christiana professione censentur et illa repuere quæ huic inimica sunt nomini, et ea auæ sunt apta sectari. Oración del III domingo después de Pascua].
El primer sentimiento que ha de despertar en nosotros la gracia bautismal es el de gratitud, el segundo el de alegría.- Nunca deberíamos pensar en el Bautismo sin un sentimiento profundo de alegría interior. El día del Bautismo nacimos, en principio, a la vida eterna; más aún, poseemos una prenda de esa vida: la gracia santificante que nos fue comunicada en el sacramento, y ya alistados en la familia de Dios, tenemos derecho a participar de la herencia de su Unigénito Hijo. ¡Qué motivo de alegría tan grande para un alma es pensar que, en el día venturoso del Bautismo, la cariñosa mirada del Padre Eterno se posó con amor en ella, y la llamó -susurrando dulcemente a su oído el nombre de hijo- a participar de las bendiciones de que está Cristo henchido!
Por fin, y sobre todo, debemos fomentar en nuestra alma una gran confianza, y en nuestra relación con el Padre celestial debemos acordarnos que somos hijos suyos, por la participación en la filiación de Jesucristo, nuestro hermano mayor. Dudar de nuestra adopción, de los derechos a ella inherentes, es dudar del mismo Cristo. No olvidemos nunca que en el día de nuestro Bautismo «nos revestimos de Cristo» (Gál 3,27), o mejor dicho, nos incorporamos a El, y, por tanto, tenemos derecho a presentarnos ante el Padre Eterno y decirle: «Yo soy tu primogénito»; a hablarle en nombre de su Hijo, a solicitar de El con entera confianza cuanto podamos necesitar.
La Santísima Trinidad, al crearnos, lo hizo «a imagen y semejanza suya», al conferirnos la adopción en el Bautismo, imprime en nuestras almas los rasgos mismos de Cristo, y, debido a esto, al vernos adornados de la gracia santificante, por la que nos asemejamos a su divino Hijo, el Padre Eterno no puede menos de otorgarnos cuanto le pidamos, fiando, no en nosotros mismos, sino apoyados en aquel en quien El puso todas sus complacencias.
Tal es la gracia y el poder que nos confiere el Bautismo: hacernos, mediante la adopción sobrenatural, hermanos de Cristo, capaces con toda verdad de participar de su vida divina y herencia eterna: «Os revestisteis de Cristo» (Gál 3,27).
¿Cuándo te darás cuenta, oh cristiano, de tu grandeza y dignidad?... ¿Cuándo proclamarás con tus obras que eres de estirpe divina?... ¿Cuándo vivirás como digno discípulo de Cristo?...


PARTE II-A
La muerte para el pecado

3
Delicta quis intelligit?
La muerte para el pecado fruto primero de la gracia bautismal, primer aspecto de la vida cristiana
Por su simbolismo y por la gracia que produce, el Bautismo, como lo indica San Pablo, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter de «muerte para el pecado» y de «vida para Dios»: Es el cristianismo, propiamente hablando, una vida, no cabe duda: «Vine para que tengan vida», nos dice Nuestro Señor; es la vida divida, que de la humanidad de Cristo, donde reside en toda su plenitud, rebosa a cada una de las almas. Ahora bien, esta vida no se desenvuelve en nosotros sin esfuerzo; su desarrollo presupone la destrucción previa de lo que a ella se opone, esto es, el pecado; el pecado es el obstáculo que impide la vida divina; pone trabas a su desarrollo y aun a su permanencia en nuestras almas.
Pero, me diréis, ¿acaso no destruyó el Bautismo al pecado en nosotros? -Cierto que sí; borra el pecado original, y tratándose de adultos, también los pecados personales; y aun remite las deudas del pecado, y produce en nosotros «la muerte para el pecado». Según los designios de Dios, de una manera definitiva, de suerte que no debemos recaer más «en la servidumbre del pecado».
El Bautismo, sin embargo, no desarraiga la concupiscencia; ese foco de pecado perdura en nosotros, porque Dios así lo quiso, para que nuestra libertad pudiera ejercitarse en la lucha y el combate, y de ese modo lográsemos, según frase del Concilio Tridentino, «una amplia cosecha de méritos» (Catecismo, c. XVI). La muerte para el pecado, comenzada en el Bautismo, es para nosotros condición de vida; debemos seguir cohibiendo todo lo posible la acción de la concupiscencia, pues sólo con esta condición, y en el grado mismo en que renunciemos al pecado, a sus hábitos y sus ligaduras, se desenvolverá en nuestra alma la vida divina.
Uno de los medios para llegar a esta destrucción necesaria del pecado consiste en tenerle odio y en no pactar con él, como no se pacta con un enemigo a quien se odia.
Para llegar a este odio del pecado, sería menester que conociéramos su profunda malicia e infernal fealdad. Mas, ¿quién podrá conocer debidamente la malicia del pecado? -Para ello sería preciso conocer al mismo Dios, a quien el pecado ofende; por eso exclama el Salmista: «¿Quién comprende lo que es el pecado?» (Sal 18,13).
Tratemos, con todo, de formarnos alguna idea de él aunque sea borrosa, a la luz de la razón, y sobre todo de la Revelación. Supongamos a un cristiano que comete a sabiendas un pecado grave: que viola deliberadamente, en materia grave, uno de los Mandamientos de la Ley de Dios. ¿Qué hace esa alma? ¿Qué le sucede? -Pues, sencillamente, desprecia a Dios; se alista en las filas de los enemigos de Cristo para darle muerte, y, por otra parte, destruye en sí misma la vida divina: éste es el fruto del pecado.
1. El pecado mortal, desprecio en la práctica de los derechos y perfecciones de Dios; causa de los padecimientos de Cristo
El pecado, se ha dicho, es el mal de Dios.
Este término, como sabéis, no es estrictamente exacto, y sólo se ajusta a nuestro modo de hablar, pues el padecimiento es incompatible con la divinidad. El pecado es el mal de Dios, en el sentido de que es la negación, por parte de la criatura, de la existencia de Dios, de su verdad, de su soberanía, de su santidad, de su bondad. ¿Qué hace, en efecto, el alma de que os hablé, al cometer libremente una acción contraria a la Ley de Dios? -Prácticamente niega que Dios sea la soberana sabiduría y tenga autoridad para poder legislar; niega de hecho la santidad de Dios y rehúsa tributarle la adoración que le es debida; en la práctica, niega su Omnipotencia, y su derecho a reclamar obediencia de seres que todo lo recibieron de El; no reconoce, además, su bondad suprema, digna de ser preferida a todo lo que no sea ella; rebaja a Dios y le coloca en grado inferior a la criatura. Non serviam! «No os reconozco, ni os he de servir» el alma pecadora repite estas palabras del rebelde en el día de su rebelión. ¿Las profiere acaso verbalmente? -No, siempre, por lo menos, no; no lo quisiera tal vez, pero lo dice a gritos con sus actos. El pecado es la negación práctica de las perfecciones divinas, el desprecio práctico de los derechos de Dios; prácticamente, si no lo hiciera imposible la naturaleza de la divinidad, el alma pecadora heriría la majestad y la bondad infinitas: destruiría a Dios.
¿No es precisamente esto lo que ha sucedido? ¿No llegó el pecado hasta dar muerte a Dios, cuando Dios asumió una naturaleza humana?
Ya dijimos cómo los padecimientos y la Pasión de Cristo constituyen la revelación más sorprendente del amor divino: «Ningún amor supera a este amor» (Jn 15,13). Igualmente no hay revelación más impresionante de la inmensa malicia del pecado.- Contemplemos con fe, durante algunos instantes, los dolores que el Verbo encarnado hubo de soportar cuando llegó la hora de expiar el pecado; difícilmente podremos sospechar hasta qué abismos de padecimientos y humillaciones le hizo descender el pecado. Cristo Jesús es el propio Hijo único de Dios; objeto de las complacencias del Padre; su Padre nada desea tanto como su glorificación: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28); está lleno de gracia, sobrenadando en gracia; es un pontífice inocente; si bien es verdad que se nos asemeja, no conoce, con todo ello, el pecado; ni siquiera la menor imperfección: «¿Quién, preguntaba a los judíos, me podrá redargüir de pecado?» (ib. 8,46). «El príncipe del mundo, esto es, Satanás, nada encontrará en mí que le pertenezca» (ib. 14,30). Tan cierto es esto, que sus más encarnizados enemigos, los fariseos, escudriñaron inútilmente en su vida, examinaron su doctrina, espiaron también, como sólo es capaz de hacerlo el odio, todos sus actos y palabras, y no pudieron encontrar motivo alguno para condenarle; y para inventar un pretexto, fue necesario acudir a falsos testigos. Jesús es la pureza misma, el «reflejo de las perfecciones infinitas de su Padre, el esplendor fulgurante de su gloria» (Heb 1,3).
Mas ved, esto no obstante, cómo trató el Padre a tal Hijo, llegado el momento en que Jesús saldaba por nosotros la deuda debida a la divina justicia por nuestros pecados. Ved cómo ha sido maltratado este «Cordero de Dios» que ha ocupado el lugar de los pecadores.- Quiso el Padre Eterno, con ese querer al que nada resiste, destrozarlo con los padecimientos (Is 53,10). En el alma santa de Jesús se agolpan oleadas de tristeza, de tedio, de temor y de fatiga hasta el punto de cubrirse su cuerpo inmaculado de un sudor de sangre; está tan «turbado y oprimido por el torrente de nuestras iniquidades» (Sal 17,5), que ante la repugnancia experimentada por su naturaleza sensible, pide a su Padre que le exima de tener que beber el cáliz de amargura que se le presenta. «¡Padre mío! ¡Si es posible, aparta de mí este cáliz!» La víspera, en la última Cena, no hablaba de este modo. «Quiero», decía entonces a su Padre, pues es su igual; pero ahora, la vergüenza con que le cubren los pecados de los hombres, que El tomó sobre Sí, embarga toda su alma, y cual si fuera un criminal, dirige esta humilde súplica: «Padre, si es posible...»
Pero el Padre no lo quiere; es la hora de la justicia, la hora en que ha de entregar a su Hijo, a su propio Hijo, cual si fuera un juguete, al poder de las tinieblas. «Esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Traicionado por uno de sus Apóstoles, abandonado de los otros, renegado por el jefe de todos ellos, Jesucristo se convierte, en manos de la chusma, en objeto de burlas y de ultrajes; vedle, a El Dios Todopoderoso, abofeteado; su adorable rostro, alegría de los santos, cubierto de salivazos; se le flagela, atraviesan su frente y su cabeza con punzante corona de espinas; por escarnio se le coloca un manto de púrpura sobre los hombros, se le pone una caña en la mano, y luego, la soldadesca dobla la rodilla ante El con insolente mofa. ¡Qué cúmulo de ignominias soportó Aquel ante quien tiemblan los ángeles! ¡Contempladle! ¡El Dueño del mundo, tratado de malhechor, de impostor, puesto en parangón con un insigne criminal que obtiene las preferencias de las turbas !Vedle puesto fuera de la ley, condenado y clavado en la cruz, entre dos ladrones, soportando los dolores de los clavos que atraviesan sus miembros la sed que le tortura; y ved al pueblo a quien colmó de tantos beneficios menear la cabeza en señal de desprecio y proferir airados sarcasmos contra su víctima: «¡Mirad: ha salvado a los otros, y no puede salvarse a Sí mismo! Baje de la cruz, y entonces, pero entonces solamente, creeremos en El». ¡Qué de humillaciones y de oprobios!
Contemplemos el cuadro aterrador, dibujado y descrito con muchos siglos de antelación por el profeta Isaías, de las torturas de Cristo; ni un solo verso se le puede quitar; es preciso leerlos en su totalidad, pues todos están cargados de sentido:
«Muchos se han quedado estupefactos al verle; tan desfigurado estaba. Su aspecto no era el de un hombre, ni su rostro semejante al de los hijos de los hombres; carecía de figura y de belleza que pudieran atraer nuestras miradas, y de toda apariencia capaz de excitar nuestro amor; veíasele despreciado y abandonado de los hombres; varón de dolores, visitado por el padecimiento, objeto tan repugnante, que ante El todos se tapan la cara; era el blanco del desprecio, sin que para nada hiciéramos caso de El. Verdaderamente iba cargado de nuestros dolores, en tanto que le teníamos por un hombre castigado, dejado de la mano de Dios y sometido a las humillaciones. Ha sido atravesado por nuestros pecados y quebrantado a causa de nuestras iniquidades; sobre El hizo el Señor recaer la iniquidad de todos nosotros; se le maltrata, y El se somete al padecimiento, y ni abre en queja la boca, semejante al cordero que es conducido al matadero, o a la oveja muda ante sus esquiladores. Injustamente ha sido condenado a muerte, y nadie entre los de su generación paró mientes en que desaparecía del número de los vivos, ni en que padecía a causa de los pecados de su pueblo. Porque plugo a Dios quebrantarle con el padecimiento» (Is 53,2 ss.).
¿No basta lo dicho? No, aun hay más: nuestro divino Salvador no ha apurado aún la copa del dolor.- ¡Contempla, alma mía, contempla a tu Dios colgado en la cruz; no tiene ni siquiera aspecto de hombre; háse convertido en «el desecho, en el objeto del desprecio de un populacho enfurecido»: «Soy un gusano y no un hombre; oprobio de los hombres y desecho de la plebe» (Sal 21,7). Su cuerpo es una llaga, y su alma está como fundida y derretida por el continuo padecer y los desprecios. Y en ese momento, nos dice el Evangelio, Jesús lanzó un profundo gemido: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» Jesús se ve abandonado de su Padre... Nunca llegaremos a saber qué abismo tan profundo de atroz tortura supone este abandono de Cristo por su Padre; hay en ello un misterio que ningún alma podrá nunca sondear. ¡Jesús abandonado por su Padre! ¿Acaso hizo otra cosa durante toda su, vida que cumplir la adorable voluntad del Padre? ¿No ha llevado a cabo fielmente la misión que recibiera de manifestar su nombre al mundo? «He dado a conocer tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). Por ventura, ¿no fue el amor -«para que conozca el mundo que amo al Padre» (ib. 14,31)- lo que le decidió a entregarse? Sin duda alguna. Entonces, ¿por qué, Padre Eterno, atormentáis así a vuestro amado Hijo? -«A causa del pecado de mi pueblo» (Is. 53,8). Desde el momento en que Jesucristo se ha entregado por nosotros a fin de dar plena y entera satisfacción por nuestras culpas, el Padre ya no ve en El sino el pecado de que se revistió, hasta tal punto, que «parecía que el verdadero pecador era El». «Al que no había conocido pecado, le transformó en pecado» (2Cor 5,21); entonces llega a convertirse en «un maldito» (Gál 3,13); le abandona su Padre, y aun cuando en las esferas superiores de su ser conserva Cristo la alegría inefable de la visión beatífica, semejante abandono por parte del Padre sume al alma de Jesús en un dolor tan profundo, que le arranca este grito de insondable angustia: «¡Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» La justicia divina, dispuesta a castigar el pecado de los hombres, «se ha lanzado a manera de torrente impetuoso sobre el propio Hijo de Dios»: «No perdonó a su propio Hijo, entregándole por todos nosotros» (Rm 8,32).
Si queremos ahora saber lo que piensa Dios del pecado no tenemos sino contemplar a Jesús en su Pasión. Cuando veo a Dios castigar a su Hijo, a quien ama infinitamente, con la muerte en cruz, comienzo a comprender lo que es el pecado a los ojos de Dios. ¡Oh! Si pudiéramos comprender, con el auxilio de la oración, todo el significado de este hecho: que durante tres horas estuvo Jesús suplicando con gritos al Padre: «Padre, si es posible, aparta de Mí este cáliz», y que la respuesta del Padre fue siempre: «¡No!»; si entendiéramos que Jesús ha tenido que pagar nuestra deuda hasta con la última gota de su sangre; que «a pesar de sus gemidos y gritos de angustia, a pesar de su llanto» (Heb 5,7), Dios «no le perdonó»; si pudiéramos comprender todo esto, ¡ah, entonces sí que tendríamos un santo horror al pecado!
¡Cómo nos revela la malicia y fealdad del pecado todo ese conjunto de oprobios, ultrajes y humillaciones por que hubo de pasar el alma de Jesús! ¡Cuán poderosa tenía que ser la repugnancia y cuán grande el odio de Dios al pecado para castigar a Jesús más allá de toda ponderación, hasta aniquilarle bajo el peso del padecimiento y de la ignominia!
El alma que comete deliberadamente el pecado, aporta su parte a esos dolores y ultrajes que llueven sobre Cristo; contribuye a acibarar el cáliz que se presenta a Jesús durante la agonía; se suma a Judas para traicionarle a la soldadesca, para cubrir el rostro divino de salivazos, vendarle los ojos y darle golpes en la cara; a Pedro, para renegar de El; a Herodes, para convertirle en objeto de mofa y escarnio; a la turba, para reclamar insistentemente su muerte; a Pilatos, para condenarle cobardemente por medio de una sentencia inicua; acompaña asimismo a los fariseos, que escupen sobre Cristo agonizante todo el veneno de su odio insaciable; a los judíos que se mofan de El y le zahieren con sarcasmos; finalmente, ella es la que, para calmarle la sed, ofrece a Jesús, en el instante supremo, hiel y vinagre. Eso hace el alma que rehúsa someterse a la ley divina; causa la muerte del Unigénito de Dios, la muerte de Jesucristo. Si alguna vez tuvimos la desgracia de cometer voluntariamente un solo pecado mortal, nosotros fuimos esa alma... y con razón podemos decir: «La Pasión de Jesús es obra mía. ¡Oh Jesús, clavado en la cruz, tú eres el Pontífice santo, inmaculado, la víctima inocente y sin mancha, y yo... yo soy un pecador!...»
2. El pecado mortal destruye la gracia, principio de la vida sobrenatural
El pecado, además, mata la vida divina en el alma, rompe la unión que deseaba Dios establecer con nosotros.
Ya dijimos que Dios quiere comunicársenos de un modo que sobrepuja las exigencias de nuestra naturaleza: Dios quiere darse a sí mismo, no solamente como objeto de contemplación, sino también como objeto de unión; realiza esta unión en el mundo, presupuesta la fe, por la gracia. Dios es amor; el amor propende a unirse con el objeto amado; mas para ello requiere que el objeto amado se haga una cosa con él, y en eso consiste el divino amor.
Lo propio pasa con el amor que Cristo nos profesa; el Padre le envía «para que se nos dé»: «Tanto amó Dios al mundo que entregó por él a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16). Y Cristo viene al mundo para dársenos y dársenos sobreabundantemente, según conviene a Dios: «Vine para que tengan vida y cada vez más abundante» (ib. 10,10).
Y encarga a sus discípulos que «permanezcan en El» (ib. 15,4). Y para llevar a cabo esta unión, nada le arredra: ni las humillaciones de la cuna, ni las oscuridades y sinsabores de la vida pública, ni los dolores de la cruz, para completar esa unión, instituye los sacramentos, establece la Iglesia, nos da su Espíritu.- Por su parte, cuando contempla todas estas divinas prevenciones, el alma se apresta a corresponder para unirse al soberano bien.
Mas he aquí que el pecado constituye de suyo un obstáculo invencible para la unión. «Vuestras iniquidades se interponen entre vosotros y vuestro Dios» (Is 59,2). ¿Por qué? -Según la definición de Santo Tomás, el pecado consiste en «apartarse de Dios para volverse a la criatura» [aversio a Deo et conversio ad creaturam. I-II, q.87, a.4]. Es un acto conocido, querido, por el cual el hombre se aparta de Dios, su creador, su redentor, su padre, su amigo, su fin último, anteponiéndole a El una criatura cualquiera. Ese acto presupone siempre una elección, la mayor parte de las veces implícita, pero al fin elección, y en cuanto de nosotros depende, entre Dios y la criatura concedemos preferencia a la criatura, momentáneamente al menos, y puede sucedernos que la muerte nos fije para siempre en lo elegido.
He aquí, por tanto, lo que es el pecado mortal deliberado: una elección, llevada a cabo premeditadamente. Es algo así como si se dijera a Dios: «Dios mío, sé que prohibís tal cosa y que al hacerla he de perder vuestra amistad; pero a pesar de eso lo haré». Desde luego comprenderéis cuán opuesto es de suyo el pecado mortal a la unión con Dios; no se puede, por un mismo acto, unirse a alguien y separarse de él. «Nadie, dice Nuestro Señor, puede servir a dos señores (Lc 16,13); amará al uno y odiará al otro». El alma que da entrada al pecado grave, prefiere libremente la criatura y la propia satisfacción a Dios mismo y a la ley de Dios; la unión con Dios queda enteramente rota, y destruida la vida divina, semejante alma se hace esclava del pecado (Jn 18,34). El esclavo del pecado no puede ser servidor de Dios; entre Belial y Jesús, entre Cristo y Lucifer, hay absoluta incompatibilidad (2Cor 6, 14-16). Siendo Jesucristo fuente de santidad, comprenderéis también que el alma que se aparta de El por el pecado mortal, se aparta de la vida: el alma, que no tiene vida sobrenatural sino mediante la gracia de Cristo, llega a ser por el pecado rama muerta, que no recibe la savia divina; por eso el pecado, que rompe totalmente la unión establecida por la gracia, se llama mortal. Veis, pues, que es para nosotros un mal, el mal opuesto a nuestra verdadera felicidad: «Aquel que ama la iniquidad es verdadero enemigo de su alma» (Sal 10.6). El pecado, que destruye en nosotros la vida de la gracia. nos hace incapaces de todo mérito sobrenatural; tal alma no puede merecer cosa alguna de condigno en riguroso y estricto derecho, como aquel que posee la gracia, ni aun siquiera poder tornar a Dios; si Dios le da la contrición, es por misericordia, porque tiene a bien inclinarse hacia la criatura caída. Como sabéis, toda la actividad de un alma en estado de pecado mortal resulta estéril, aunque por otra parte, aparezca brillante a los ojos del mundo, en el orden natural; sarmiento seco, que no recibe por culpa suya la savia divina de la gracia, el mismo Jesucristo compara al alma que permanece en este estado «con el leño seco que sólo vale para echarlo al fuego a fin de que se consuma en él» (Jn 15,6).
3. Expone el alma a la privación eterna de Dios
Os he dicho que Cristo invoca siempre a su Padre en favor de sus discípulos a fin de que abunde en ellos la gracia: «Vive eternamente para rogar por nosotros» (Heb 7,25). Pero el alma que permanece en el pecado, no pertenece ya a Cristo, sino al demonio, pues Satanás ocupa el lugar de Cristo, y el demonio, muy al contrario de Cristo, se constituye ante Dios en acusador de esta alma: «Es mía», dice a Dios; la reclama noche y día porque efectivamente le pertenece: «Acusador de nuestros hermanos, los acusaba sin descanso, día y noche, ante el trono del Señor» (Ap 12,10).
Suponed ahora que la muerte sorprende a dicha alma sin que tenga tiempo de reconciliarse. Tal suposición no es infundada, puesto que Nuestro Señor mismo nos advierte que vendrá «como un ladrón, cuando menos lo pensemos» (ib. 3,3). El estado de aversión de Dios se hace entonces inmutable: la depravada disposición de la voluntad, fija ya en su objeto, no puede cambiarse; el alma no puede ya tornar al bien último del cual se ha separado para siempre [+Santo Tomás, IV Sentent. 50,9, q.2, a.1; q.1], la eternidad no hace más que ratificar y confirmar el estado de muerte sobrenatural, libremente elegido por el alma que se aparta de Dios. No es ya tiempo de prueba y misericordia; es la hora del juicio y de la justicia. Dios entonces «es el Dios de las venganzas» (Sal 93,1). Y esa justicia es terrible, porque Dios, que reivindica entonces sus derechos hasta aquel momento desconocidos y obstinadamente despreciados, a pesar de tantas treguas y divinos llamamientos, tiene la mano poderosa. «Porque Dios es vengador poderoso» (Jer 51,56).
Jesucristo, para bien de nuestras almas, ha querido revelarnos esta verdad: Dios conoce todas las cosas en su intimidad y esencia, y las juzga por lo mismo infaliblemente con infinita exactitud: «Hay peso y medida en los juicios de Dios» (Prov 16,11), porque lo juzga todo desapasionadamente (Sab 12,18). Dios es la sabiduría eterna, que lo regula todo con peso y medida; es la bondad suprema; aceptó las satisfacciones abundantes que ofreció Jesús sobre la cruz por los crímenes del mundo.
Con todo, al llegar la hora de la eternidad, Dios persigue con odio al pecado en los tormentos sin fin, en aquellas tinieblas, donde, según la afirmación de nuestro benditísimo Salvador, no hay más que llanto y crujir de dientes (Mt 22,13); en aquella gehena, donde no se extingue el fuego (Mc 9,43); donde Cristo nos mostraba al rico malvado y de corazón duro suplicando al pobre Lázaro que depositase sobre sus labios consumidos por el ardor de las llamas la extremidad del dedo humedecido en el agua, «porque padecía crudelísimamente» (Lc 16,24). Tal y tan grande es el horror que inspira a Dios, cuya santidad y poder son infinitos, el «¡No!» con que la criatura ha respondido con toda deliberación y obstinadamente a sus mandamientos; esta criatura, ha dicho el mismo Jesús, irá al suplicio eterno (Mt 25,46).
[Esa palabra odio no indica un sentimiento existente en Dios, sino el resultado moral producido por la presencia de Dios en la criatura fijada para siempre en el estado de pecado y de rebelión contra la ley divina; el odio de Dios es el ejercicio de su justicia. Es el ejercicio de las leyes eternas que siguen su libre curso].
Esta pena de fuego, que jamás se extingue, es por cierto terrible; pero, ¿qué comparación tiene con la de verse privado para siempre de Dios y de Cristo? ¿Qué comparación tiene con aquel sentirse arrastrado con toda la energía natural de su ser hacia el goce divino, y verse eternamente rechazado? La esencia del infierno es aquella sed inextinguible de Dios, que atormenta al alma creada por El y para El. Aquí abajo, el pecador puede apartarse de Dios, ocupándose en las criaturas; pero una vez en la eternidad se encuentra solamente frente a Dios, y esto para perderle para siempre. Sólo los que saben lo que es el amor de Dios pueden comprender lo que es perder el bien infinito: ¡tener hambre y sed de la bienaventuranza infinita y no poseerla jamás! «Apartaos de Mí, malditos (ib. 25,41), dice el Señor; no os conozco» (ib. 25,12); «os he llamado a participar de mi gloria y bienaventuranza; quería colmaros de toda bendición espiritual (Ef 1, 1-3), para ello os he dado a mi Hijo, le he ungido con la plenitud de la gracia para que se desbordase hasta vosotros; El era el camino que debía conduciros a la verdad y encaminaros a la vida; aceptó morir por vosotros, os dio sus méritos y satisfacciones os legó la Iglesia, os dejó su Espíritu; y, ¿qué cosa he dejado de daros con El, para que pudieseis un día participar del eterno banquete que he preparado para gloria de este mi Hijo muy amado? Tuvisteis años para disponeros y no habéis querido, habéis despreciado, insolentes, mis misericordiosas ofertas; habéis rechazado la luz y la vida. Pasó ya la hora, retiraos, sed malditos, porque no os asemejáis a mi Hijo; no os conozco, porque no lleváis en vosotros sus rasgos; no hay cabida en su reino sino para los hermanos que se le asemejan por la gracia; apartaos; id al fuego eterno preparado para el demonio y para sus ángeles, puesto que habéis elegido al demonio por el pecado y lleváis en vosotros la imagen de tal padre» (Jn 8,44,y 1Jn 3,8). «No os conozco. ¡Qué sentencia! ¡Qué tormento oír palabras semejantes de boca del Padre Eterno!: «¡No os conozco, malditos!».
Entonces, dice Jesús, los pecadores exclamarán desesperados: «Caed, collados sobre nosotros; montañas, cubridnos» (Lc 23,30); mas todos aquellos condenados, separados para siempre de Dios por el pecado, son entregados para ser presa viva del gusano roedor del remordimiento, que nunca muere, del fuego que no se extingue jamás; presa del poder de los demonios encarnizados con rabia y ahora ya con entera libertad, contra sus víctimas, torturadas por la más trágica y horrible desesperación. Bien a pesar suyo deberán repetir aquellas palabras de la Escritura, cuya evidencia, para ellos aterradora, comprenden a la luz de la eternidad: «Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos» (Sal 118,137); hallan en sí mismos la justificación de tales juicios (+ib. 18,10). La condenación que pesa sobre nosotros y que no tendrá fin es obra nuestra, es resultado de un acto libre de nuestra voluntad; luego nos hemos equivocado» (Sab 5,6).
¡Oh, cuán gran mal es el pecado que destruye en el alma la vida divina y acumula en ella tantas ruinas y la amenaza con tan grandes castigos! Si una sola vez hemos cometido un pecado mortal deliberado, ya hemos merecido ser estabilizados para toda la eternidad en esa elección del mal, por nosotros preferido; puesto que no ha sido así, motivo tenemos para decir a Dios: «Tu misericordia, Señor, es la que me ha salvado» (Jer 3,22).
El pecado es el mal de Dios, quien, porque es santo, lo condena de esta suerte por toda la eternidad. Si de veras amásemos a Dios, compartiríamos la aversión que El siente contra el pecado: «Los que amáis a Dios, odiad al mal» (Sal 96,10). Escrito está de Nuestro Señor: «Has amado la justicia y aborrecido la iniquidad» (ib. 44,8). Pidámosle, sobre todo en la oración al pie del crucifijo, que nos comunique ese aborrecimiento del único verdadero mal de nuestras almas.
No es mi ánimo querer cimentar nuestra vida espiritual sobre el temor de los castigos eternos, pues, como dice San Pablo, no hemos recibido el espíritu de temor servil, el espíritu del esclavo que tiene miedo al castigo, sino el espíritu de adopción divina. Con todo, no olvidéis que Nuestro Señor, cuyas palabras, como El mismo dice, son todas principio de vida (Jn 6,64) para nuestras almas, nos recomienda el temor, no de los castigos, sino del Todopoderoso, que puede perder para siempre «en el infierno» nuestro cuerpo y nuestra alma. Y notad bien que cuando Nuestro Señor inculca a sus discípulos este temor de Dios, lo hace porque son «sus amigos» (Lc 12,4), les da una prueba de amor, haciendo nacer en ellos este saludable temor. La Sagrada Escritura llama «bienaventurados a aquellos que temen al Señor» (Sal 111,1), y hay muchas páginas sagradas llenas de semejantes elogios. Dios nos pide este homenaje de santo temor filial lleno de reverencia, y no faltan, a pesar de ello, malvados cuyo odio a Dios raya en locura y querrían desafiar al Todopoderoso. Hubo un ateo que decía: «Si hay Dios, me atrevo a soportar su infierno por toda la eternidad, antes que doblegarme ante El». ¡Insensato, no sería capaz de aproximar un dedo a la llama de una bujía sin tener al instante que retirarlo! Ved también cómo insistía San Pablo con los cristianos para que se guardasen de todo pecado. Conocía las incomparables riquezas de misericordia que Dios atesora para nosotros en Jesucristo. «Rico en misericordias» (Ef 2,4); nadie las ha cantado mejor que él; nadie como él ha sabido alentar nuestra flaqueza recordándonos el poder triunfante de la gracia de Jesús; nadie como él ha sabido, además, hacer nacer en las almas tanta confianza en la sobreabundancia de los méritos y satisfacciones de Cristo, y, con todo, habla del pavor que el alma experimenta después de haber resistido con obstinación a la ley divina, cuando el último día cae en manos del Dios vivo (Heb 10,31). ¡Oh Padre celestial, líbranos del mal!...
4. Peligro de las faltas veniales
¿Por qué hablaros, me diréis, de esta manera? ¿No tenemos por ventura horror al pecado? ¿No tenemos acaso la dulce confianza de no hallarnos en ese estado de apartamiento de Dios? Verdad es; y puesto que vuestra conciencia os da ese íntimo testimonio, dirigid abundantes acciones de gracias al Padre, que os ha trasladado del reino de las tinieblas al de su Hijo (Col 1,13); que os ha dado parte, por medio de su Hijo, en la herencia de los santos, en la luz eterna (ib. 12-13). Regocijaos también de que os haya librado Jesús de la ira venidera El, pues por la gracia, dice San Pablo estáis salvados en esperanza (1Tes 1,10) es más, tenéis prenda segura de la vida bienaventurada (Rm 8,24). Sin embargo de ello, hasta que no resuene la palabra de Jesús: «Venid, benditos de mi Padre», sentencia dichosa, que fijará nuestra permanencia en Dios para siempre, tened presente que lleváis en vasos frágiles este tesoro de la gracia. Nuestro Señor mismo nos invita a velar y orar, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41). No sólo hay caídas mortales, existe también -y aquí tocamos un punto muy importante- el peligro de las faltas veniales.
Verdad es que las faltas veniales, aun repetidas, no impiden por sí mismas la unión fundamental y esencial con Dios, pero, con todo, entibian el fervor de esta unión, porque constituyen un principio de apartamiento de Dios, que nace de cierta complacencia en la criatura, de cierta debilidad en la voluntad, de una disminución de nuestro amor para con Dios. En esta materia es menester hacer una distinción; hay faltas veniales en las que nos deslizamos como por sorpresa, que son resultado las más de las veces de nuestro temperamento, que sentimos y procuramos evitar; son faltas o miserias que no impiden en modo alguno que el alma se halle en un grado elevado de unión divina; estas faltas se nos remiten por un acto de caridad, con una buena comunión; y, además, nos mantienen en la humildad. [«No se puede dudar que la Eucaristía remite y perdona los pecados leves que ordinariamente llamamos veniales. Todo cuanto ha perdido al alma, arrastrada por el ardor de la concupiscencia, en orden a la vida de la gracia, cometiendo faltas leves, devuélvelo el Sacramento borrando esas manchas... Así y todo, esto sólo se aplica a los pecados cuyo sentimiento y atractivo no conmueven al alma». Catecismo del Concilio de Trento, c. XX, 1].
Mas lo que verdaderamente hemos de temer son las faltas veniales habituales o plenamente deliberadas, ya que son un verdadero peligro para el alma, un paso por desgracia muchas veces bien efectivo, hacia la ruptura completa con Dios. Cuando un alma se habitúa a responder prácticamente, aunque no sea de boca, un no deliberado a la voluntad de Dios (en materia leve, puesto que se trata de pecados veniales), no puede pretender salvaguardar en ella por mucho tiempo su unión con Dios. ¿Que por qué? -Porque de esas faltas fríamente admitidas, tranquilamente cometidas y que, sin sentir el alma remordimiento alguno, pasan al estado de hábito no combatido, resulta necesariamente una disminución de la docilidad sobrenatural, un relajamiento de la vigilancia, un debilitamiento de nuestra capacidad de resistencia a la tentación. [No decimos una disminución de la gracia misma, pues en tal caso acabaría la gracia por desaparecer con el número siempre creciente de pecados veniales, sino una disminución del fervor de nuestra caridad; semejante disminución puede, ello no obstante, producir en el alma tal languidez sobrenatural, que el alma se encuentre desarmada ante una tentación grave y sucumba al mal]. La experiencia enseña que de una serie de negligencias voluntarias en cosas pequeñas nos deslizamos insensible pero casi fatalmente en las faltas graves. [+Santo Tomás, I-II, q.87, a. 3].
Supongamos un alma que en todas las cosas busca sinceramente a Dios, que le ama de verdad, y a la cual le ocurre consentir voluntariamente, por pura debilidad, en la falta grave: el caso puede darse, pues en el mundo de las almas existen debilidades abismales, como existen cimas de santidad. Para aquella alma el pecado mortal constituye una inmensa desgracia, puesto que queda interrumpida su unión con Dios; pero esta falta grave, pasajera, es mucho menos peligrosa, y sobre todo mucho menos funesta para ella que para otras almas una serie de faltas veniales habituales o plenamente deliberadas. ¿De dónde proviene esto?- De que la primera se humilla, se levanta y procura encontrar, en el recuerdo de la falta misma que ha podido cometer, excelente motivo para conservarse y anclarse en la humildad, poderoso estímulo para un amor más generoso y una fidelidad más vigilante que nunca al paso que a la otra, las faltas veniales cometidas con frecuencia y sin remordimiento la sitúan en un estado de constante contradicción a la acción sobrenatural de Dios. Semejante alma no puede en manera alguna pretender un elevado grado de unión con Dios; antes, por el contrario, la acción divina va debilitándose en ella, el Espíritu Santo enmudece, y ella casi irremediablemente y sin mucho tardar caerá en faltas más graves. Procurará, sin duda, como la primera, recuperar cuanto antes la gracia, mas esto no tanto por amor de Dios, cuanto por el temor del castigo; además, el recuerdo de su falta no constituirá para ella, como para la primera, el punto de partida de un nuevo vuelo impetuoso hacia Dios; careciendo de todo fervor, continuará viviendo una vida sobrenatural mediocre, expuesta siempre a los más débiles asaltos del enemigo y a nuevas recaídas.
[Los Santos del Señor, escribe San Ambrosio, citando el ejemplo de David, ansían por llegar al término de una lucha piadosa y concluir la carrera de salvación. Si, arrastrados por la fragilidad de la naturaleza más que por el gusto del pecado, les acontece, como a todo hombre, que dan algún tropiezo, se levantan más ardientes para la lucha, y aguijoneados por la vergüenza, emprenden más rudos combates. Por tanto, en vez de ser para ellos un obstáculo la caída, puede considerársela como un estímulo que acrecienta su actividad. De apologia David, L. I, c.2].
Nada se puede garantizar respecto a la salvación, ni mucho menos a la perfección de un alma que anda poniendo constantemente obstáculos a la acción divina y que no hace esfuerzos serios para salir de su estado de tibieza. Puede acontecer que por debilidad, por arrebato, por sorpresa, caigamos en una falta grave, pero a lo menos no respondamos nunca con un no deliberado a la voluntad divina. No digamos jamás ni de palabra ni implícitamente por medio de un acto deliberado: «Señor, sé que tal cosa, aunque mínima en sí, te desagrada, pero quiero ponerla por obra». Desde que Dios nos pide una cosa, sea cual fuere, aun la sangre de nuestro corazón, es menester decir: «Sí, Señor, heme aquí»; de lo contrario, nos detenemos en el camino de la unión ¡y detenerse es muchas veces retroceder y casi siempre exponerse a graves caídas.
5. Vencer la tentación con la vigilancia, la oración y la confianza en Jesucristo
Estos hábitos del pecado deliberado, aun simplemente venial, no se crean de un solo golpe; se van adquiriendo, como ya lo sabéis, poco a poco: Velad, pues, y orad, como dice Nuestro Señor, para no dejaros sorprender por la tentación (Mt 26,41). La tentación es inevitable. Nos hallamos rodeados de enemigos; el demonio anda rondando en torno nuestro (1Pe 5,8); el mundo nos envuelve con sus corruptoras seducciones, o con su espíritu tan opuesto a la vida sobrenatural. Por eso no está en nuestra mano evitar toda tentación, que más de una vez es independiente de nuestra voluntad. Es, sin duda, una prueba, a veces muy penosa, sobre todo cuando va acompañada de tinieblas espirituales. Entonces nos inclinamos a calificar de felices únicamente aquellas almas que jamás se vieron tentadas. Dios, sin embargo, nos declara, por boca del escritor sagrado, que son bienaventurados aquellos que, sin haberse expuesto imprudentemente a ella, soportan la tentación (Sant 1,12). ¿Por qué? -Porque añade el Señor, después de haber sido probados, recibirán la corona de vida. No nos desanimemos por la frecuencia, duración e intensidad de la tentación, vigilemos con el mayor cuidado para preservar el tesoro de la gracia, evitando las ocasiones peligrosas; pero conservemos a la vez plena confianza. La tentación, por violenta y prolongada que sea, no es un pecado; sus aguas pueden precipitarse sobre el alma como apestoso cenagal: «Las aguas han penetrado hasta mi alma» (Sal 68,2); pero podemos tranquilizarnos siempre que quede libre esa punta finísima del alma, que es la voluntad; el solo ápice -Apex mentis- que Dios considera. Por otra parte, el apóstol San Pablo nos dice: «Dios no permite que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes hará que saquéis provecho de la misma tentación dándoos por mediación de su gracia fuerzas para que podáis perseverar» (1Cor 10,13). El gran Apóstol es un ejemplo en su misma persona, pues nos dice que, a fin de que no fueran para él motivo de orgullo sus revelaciones, Dios puso lo que él llama una «espina» en su carne, figura de tentación; le «dio un ángel de Satanás que le azotase» (2Cor 12,17). «Tres veces, dice, rogué al Señor que me librase, y el Señor me respondió: Bástate mi gracia, porque en la debilidad del hombre, esto es, haciéndole triunfar, a pesar de su debilidad, con el auxilio de mi gracia, es donde se muestra mi poder». La gracia divina es, en efecto, el auxilio con que Dios nos ayuda a vencer la tentación; pero tenemos que pedirla: Et orate.- En la oración que nos enseñó el mismo Jesucristo, nos hace pedir al Padre celestial que «no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal». Repitamos con frecuencia esta oración, que Jesús, ha puesto en nuestros labios; repitámosla apoyándonos en los méritos de la Pasión del Salvador. Nada hay tan eficaz contra la tentación como el recuerdo de la cruz de Jesús.- ¿Qué vino a hacer Cristo en la tierra sino destruir la obra del demonio? (Jn 3,8). Y, ¿cómo la destruyó? ¿Cómo expulsó al demonio sino por su muerte sobre la cruz (ib. 12,31), según El mismo dijo? Durante su vida mortal arrojó nuestro Señor los demonios de los cuerpos de los posesos, los arrojó también de las almas cuando perdonó los pecados de la Magdalena, del paralítico y de tantos otros; pero fue sobre todo con su benditísima Pasión con lo que derrocó el imperio del demonio; precisamente en el momento mismo en que, haciendo morir a Cristo a manos de los judíos, contaba el demonio triunfar para siempre, es cuando recibía él mismo el golpe mortal. Porque la muerte de Cristo ha destruido el pecado y conquistado para todos los bautizados el derecho a recibir la gracia de morir al pecado.
Apoyémonos, pues, mediante la fe, en la cruz de Jesucristo: su virtud es inagotable y nuestra condición de hijos de Dios y nuestra calidad de cristianos nos dan derecho a ello. Por el Bautismo fuimos marcados con el sello de la cruz, hechos miembros de Cristo iluminados con su luz participantes de su vida y de la salud que con ella nos consiguió. Por tanto, unidos como estamos con El, «¿qué podemos temer?» (Sal 26,1). Digamos, pues: «Dios ha ordenado a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos para impedirte caer; mil enemigos caen a tu mano siniestra y diez mil a tu diestra, sin que puedan llegarse a ti. Por haberse adherido a Mí, dice el Señor, le libraré, le protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y será atendida su demanda; estaré a su lado en el momento de la tribulación para librarle y glorificarle; le colmaré de días felices y le mostraré mi salvación» (Sal 90, 11-12; 14-16). Roguemos, pues, a Cristo que nos sostenga en la lucha contra el demonio, contra el mundo su cómplice y contra la concupiscencia que reside en nosotros. Prorrumpamos como los Apóstoles zarandeados por la tempestad: «Sálvanos, Señor, que perecemos», y extendiendo Cristo su mano, nos salvará (Mt 8,25). Como Cristo, que para darnos ejemplo y para merecernos la gracia de resistir quiso ser tentado, aunque, debido a su divinidad, la tentación fuese puramente exterior, obliguemos a Satanás a que se retire, diciéndole en el momento en que se presente: «No hay más que un solo Señor a quien yo quiero adorar y servir; elegí a Cristo en el día del Bautismo, y a El solo quiero escuchar». [He aquí en qué términos, llenos de sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú, precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí». San Gregorio Nacianceno, Orat. 40 in sanct. baptism., c. 10].
Con Cristo Jesús, que es nuestro Jefe, saldremos vencedores del poder de las tinieblas. Cristo reside en nosotros desde que recibimos el Bautismo, y, como dice San Juan, «es, sin comparación, muchísimo mayor que el que domina en el Mundo, esto es, Satanás» (1Jn 4,4). El demonio no ha vencido a Cristo; pues, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo no tiene en Mí nada que le pertenezca» (ib. 14,30), por lo mismo, no podrá vencernos, ni hacernos caer jamás en el pecado, si, vigilantes sobre nosotros mismos, permanecemos unidos a Jesús, si nos apoyamos en sus palabras y en sus méritos. «Confiad: yo he vencido al mundo» (ib. 14,33).
Un alma que procura permanecer unida con Cristo por la fe, está muy por encima de sus pasiones, por encima del mundo y de los demonios; aunque todo se soliviante dentro de ella y alrededor de ella, Cristo la sostendrá con su fuerza divina contra todas esas acometidas. Llámase a Cristo en el Apocalipsis «León vencedor, nuevamente victorioso» (Ap 5,5) porque con su victoria adquirió para los suyos la fuerza necesaria para salir ellos también a su vez vencedores. Por eso San Pablo, después de haber recordado que la muerte, fruto del pecado, quedó destruida por Jesucristo, que nos comunica su inmortalidad, exclama: «Gracias, Dios mío, te sean dadas por habernos concedido la victoria sobre el demonio, padre del pecado; victoria sobre el pecado, fuente de muerte; victoria, en fin, sobre la misma muerte por Jesucristo Nuestro Señor» (1Cor 15, 56-57).

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El sacramento y la virtud de la penitencia
Explicando San Pablo a los primeros cristianos el simbolismo del Bautismo, les escribe que no deben ya aniquilar en ellos por el pecado la vida divina recibida de Cristo: «No sirvamos más al pecado» (Rm 6,6). El Concilio de Trento dice que «Si nuestro agradecimiento para con Dios, que nos ha hecho hijos suyos por el Bautismo, estuviese a la altura de ese don inefable, guardaríamos intacta e inmaculada la gracia recibida en este primer sacramento»(Sess. XIV, cap.1). Hay almas privilegiadas, verdaderamente benditas, que conservan la vida divina, sin perderla jamás, pero hay otras que se dejan arrastrar por el pecado. Ahora bien, ¿disponen estas últimas de algún medio para recuperar la gracia, para resucitar de nuevo a la vida de Cristo? Sí, el medio existe; Cristo Jesús, el Hombre-Dios, ha establecido un sacramento, el Sacramento de la Penitencia, monumento admirable de la sabiduría y misericordia divinas en el cual Dios ha sabido armonizar las dos cosas: su glorificación y nuestro perdón.
1. Cómo, por el perdón de los pecados, manifiesta Dios su misericordia
Conocéis aquella hermosa oración que la Iglesia, regida por el Espíritu Santo, pone en nuestros labios el décimo Domingo después de Pentecostés: «Oh Dios, que haces resaltar tu omnipotencia sobre todo perdonándonos y teniendo piedad de nosotros: derrama con abundancia esta misericordia sobre nuestras almas».
He aquí una revelación que Dios nos hace por boca de la Iglesia; perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando, Dios manifiesta principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice la Iglesia que «uno de los atributos más exclusivos de Dios es el tener siempre conmiseración y perdonar». (+Oraciones de las Rogativas y Letanías)].
El perdón supone ofensas, deudas que perdonar. La piedad y misericordia sólo pueden existir allí donde hay miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre su propio corazón, la miseria de los demás [+Santo Tomás, I, q.21,a.3]. Ahora bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, «Dios es caridad» (1Jn 4,8); y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso decimos a Dios: «¡Tú eres, Dios mío, mi misericordia!» (Sal 58,18). La Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia. ¿Por qué así? -Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: «el abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados, llama al abismo de la misericordia divina». Todos, efectivamente, somos miserables, todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o menor grado, dice el apóstol Santiago (Sant 3,2); y San Juan: «Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no somos veraces» (1Jn 1,8).
Y es más terminante aún cuando afirma que, hablando de esta suerte, «hacemos a Dios mentiroso» (ib. 1,10). ¿Por qué esto? -Porque Dios nos obliga a todos a decir: «Perdónanos nuestras deudas». Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita). Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun los veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima Virgen María (Sess. VI, can.22). Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de nosotros, «cual padre que se compadece de sus hijos» (Sal 102,13). Pues sabe no sólo que fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro (ib. 14). «Porque El conoce de qué materia estamos hechos». Conoce este amasijo de carne y sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces (Mt 18,22).
Dios pone toda su gloria en aliviar nuestra miseria y perdonarnos nuestras faltas; Dios quiere verse glorificado al manifestar su misericordia para con nosotros, a causa de las satisfacciones de su Hijo muy amado. En la eternidad cantaremos, dice San Juan, un cántico a Dios y al Cordero. ¿Cuál será ese cántico? ¿Será el Sanctus de los ángeles? Dios no perdonó a una parte de aquellos espíritus puros; desde su primera rebelión les fulminó para siempre, porque no padecían las debilidades ni las miserias que son herencia nuestra. Los ángeles fieles cantan la santidad de Dios, esa santidad que no pudo sufrir ni por un solo instante la deserción de los rebeldes.- ¿Cuál será nuestro cántico? El de la misericordia: «Cantaré para siempre las misericordias del Señor» (Sal 88,2); este versículo del Salmista será como el estribillo del cántico de amor que entonaremos a Dios. ¿Y qué cantaremos al Cordero?: «Nos has rescatado, ¡oh Señor!, con tu sangre preciosa» (Ap 5,9), fue tal la piedad que con nosotros tuviste, que derramaste tu sangre para salvarnos de nuestras miserias, para librarnos de nuestros pecados, como lo repetimos a diario, en nombre tuyo en la santa Misa: «He aquí el cáliz de mi sangre que ha sido derramada para remisión de los pecados». Sí, resulta para Dios una gloria inmensa de esta misericordia que usa con los pecadores que se acogen a las satisfacciones de Su Hijo Jesucristo, y por lo mismo se comprende que una de las mayores afrentas que podemos hacer a Dios es dudar de su misericordia y del perdón que se nos concede en atención a los méritos de Jesucristo. Sin embargo después del Bautismo ese perdón va condicionado a que nosotros hagamos «dignos frutos de penitencia» (Lc 3,8). Existe, dice el Santo Concilio de Trento, una gran diferencia entre el Bautismo y el Sacramento de la Penitencia. Verdad es que, para que un adulto pueda recibir dignamente el Bautismo se requiere que el bautizado sienta aversión al pecado y abrigue un propósito firme de huir a toda costa de él; pero no se le exige ni satisfacción ni reparación especiales. Leed las ceremonias de la administración del Bautismo; no hallaréis mención alguna de obras de penitencia que haya que practicar; es una remisión total y absoluta de la falta y de la pena en que se incurrió por la falta. ¿Por qué esto? Porque este sacramento, que es el primero que recibimos, constituye las primicias de la sangre de Jesús, comunicadas al alma. Pero, continúa el Concilio: si después del Bautismo, una vez unidos con Jesucristo, libres de la esclavitud del pecado y hechos templos del Espíritu Santo, recaemos voluntariamente en el pecado, no podemos recuperar la gracia y la vida sino haciendo penitencia; así lo ha establecido, y no sin Conveniencia, la justicia divina (Sess. XIV, caps. II y III). Ahora bien, la penitencia puede considerarse como sacramento y como virtud que se manifiesta por medio de actos que le son propios. Digamos algunas palabras del uno y de la otra.
2. El sacramento de la penitencia; sus elementos: la contrición, su particular eficacia en el sacramento; la declaración de los pecados constituye un homenaje a la humanidad de Cristo; la satisfacción no tiene valor si no es unida a la expiación de Jesús
Este sacramento, instituido por Jesucristo para la remisión de los pecados y para devolvernos la vida de la gracia, si la hemos perdido después del Bautismo, contiene en sí mismo, en cuantía ilimitada, la gracia que confiere el perdón. Mas para que el sacramento obre en el alma, deberá ésta derribar todo obstáculo que se oponga a su acción. Ahora bien, ¿cuál puede ser aquí el obstáculo? -El pecado y el apego al pecado. El pecador deberá hacer declaración de su pecado, declaración íntegra de las faltas mortales; además deberá destruir el apego al pecado mediante la contrición y aceptación de la satisfacción que le fuere impuesta.
Ya sabéis que de todos estos elementos esenciales que se refieren al penitente, el más importante es la contrición aun cuando la acusación de las faltas fuese materialmente imposible, persiste la necesidad de la contrición. ¿Por qué? Porque, por el pecado, el alma se ha apartado de Dios para complacerse en la criatura, y si quiere que Dios se comunique de nuevo con ella y le devuelva la vida, deberá desprenderse del apego a la criatura para volver a Dios; ahora bien, tal acto comprende la detestación del pecado y el firme propósito de nunca más cometerlo; de lo contrario, la detestación no es sincera; en esto consiste la contrición [Contritio animi dolor ac detestatio est de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cætero. Conc. Trid., Sess. XIV, cap.4]. Esta, como la palabra misma lo indica, es un sentimiento de dolor que quebranta al alma, conocedora de su miserable estado y de la ofensa divina, y la hace volver a Dios.
La contrición es perfecta cuando el alma siente haber ofendido al soberano bien y a la bondad infinita; esta perfección proviene del motivo, que es el más elevado que pueda darse: la majestad infinita. Claro está que dicha contrición, perfecta en su naturaleza, admite, por lo que respecta a su intensidad, toda una serie de escalones, que varían según el grado de fervor de cada alma. Sea cual fuere el grado de intensidad, el acto de contrición perfecta, por razón del sentimiento que lo motiva, borra el pecado mortal en el momento en que el alma lo produce, aunque, en la actual economía, en virtud del precepto positivo establecido por Cristo, la acusación de las faltas mortales continúa siendo obligatoria, mientras sea posible.
La contrición imperfecta es aquella que resulta de la vergüenza experimentada por el pecado, de la consideración del castigo merecido por el pecado, de la pérdida de la bienaventuranza eterna; no produce por sí misma el efecto de borrar el pecado mortal; pero es suficiente si va acompañada de la absolución dada por el sacerdote.
Son verdades que únicamente me limito a recordaros, aunque hay un punto importante sobre el cual deseo que fijéis vuestra atención. Prescindiendo de la confesión, la contrición pone ya al alma en oposición al pecado; el odio al pecado que le hace concebir, constituye un principio de destrucción del pecado, y tal acto es de suyo agradable a Dios.
En el sacramento de la Penitencia, la contrición, como los demás actos del penitente, acusación de las faltas y satisfacción, reviste un carácter sacramental.- ¿Qué quiere decir esto? -Que en todo sacramento los méritos infinitos que nos ha conseguido Cristo se aplican al alma para producir la gracia especial contenida en el sacramento. La gracia del sacramento de la Penitencia consiste en destruir en el alma el pecado, debilitar los restos del mismo, devolver la vida, o, si no hay más que faltas veniales, remitirlas y aumentar la gracia. En este sacramento, comunícase a nuestra alma, para que se opere la destrucción del pecado, aquella aversión hacia él que Cristo experimentó en su agonía sobre la cruz: «Amaste la justicia y odiaste la iniquidad» (Sal 44,8). La ruina del pecado, operada por Cristo en su Pasión, se reproduce en el penitente. La contrición, aun fuera del sacramento, continúa siendo lo que es: un instrumento de muerte para el pecado; pero en el sacramento, los méritos de Cristo multiplican, por decirlo así, el valor de este instrumento y le confieren una eficacia soberana. En aquel momento lava Cristo nuestras almas en su divina sangre. «Cristo con su sangre nos purificó de nuestros pecados» (Ap 1,5).
No lo olvidéis nunca: cada vez que recibís dignamente y con devoción este sacramento, aun cuando no tuviereis más que faltas veniales, corre en abundancia la sangre de Cristo sobre vuestras almas, para vivificarlas, fortalecerlas contra la tentación, y hacerlas generosas en la lucha contra el apego al pecado, para destruir en ellas las raíces y efectos del mismo; el alma encuentra en este sacramento una gracia especial para desarraigar los vicios, purificarse y recuperar o aumentar en ella la vida divina.
Avivemos, pues, sin cesar, antes de la Confesión, nuestra fe en el valor infinito de la expiación de Jesucristo. El ha soportado el peso de todos nuestros pecados (Is 53,2); se ha ofrecido por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20; +Ef 5,2), sus satisfacciones son más que sobreabundantes: ha adquirido el derecho de perdonarnos, y no hay pecado que no pueda ser lavado por su divina sangre. Avivemos nuestra fe y confianza en sus inagotables méritos, frutos de su Pasión. Os he dicho que, cuando recorría Palestina, lo primero que exigía a los que se presentaban a El para que les librara de la posesión del demonio era la fe en su divinidad; y sólo si encontraba en ellos esa fe, accedía a sanarlos o a perdonarles sus pecados: «Id, vuestros pecados os son perdonados, vuestra fe os ha salvado». La fe, ante todo y sobre todo, es la que ha de acompañarnos a este tribunal de misericordia; la fe en el carácter sacramental de todos nuestros actos la fe, principalmente, en la sobreabundancia de las satisfacciones que Jesús ha dado por nosotros a su Padre.
Nuestros actos, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción, no producen, es cierto, la gracia del sacramento; pero además de ser previo requisito para que se nos aplique la gracia de este sacramento, puesto que forman como la materia del mismo [«quasi materia», dice el Concilio de Trento. Sess. XIV, cp.3], hay que tener presente que el grado de esta gracia se mide, de hecho, por las disposiciones de nuestra alma. [El Catecismo del Concilio de Trento, c. XXI, § 3, da la explicación siguiente: «Hay que advertir a los fieles que la gran diferencia entre este sacramento y los demás consiste en que la materia de los otros es siempre una cosa natural o artificial, al paso que los actos del penitente, a saber: contrición, confesión y satisfacción, son como la materia de este sacramento. Y estos actos son necesarios de parte del penitente para la integridad del sacramento y la entera remisión de los pecados. Todo esto es de institución divina. Además, los actos de que venimos hablando se consideran como las partes mismas de la penitencia. Y si el Santo concilio dice solamente que los actos del penitente son como la materia del sacramento, no quiere decir que no sean la verdadera materia, sino que no es de la misma clase que las materias de los otros sacramentos que se toman de cosas exteriores, como el agua en el Bautismo y el crisma en la Confirmación»].
Por todo ello es práctica utilísima el pedir a Dios la gracia de la contrición, al asistir a la santa Misa el día mismo en que ha de tener lugar nuestra confesión. ¿Por qué esto? -Porque, de sobra lo sabéis, sobre el altar se renueva la inmolación del Calvario.
El Santo Concilio de Trento declara que «aplacado el Señor por esta oblación, concede la gracia y el don de la Penitencia, y por ella remite los crímenes y pecados, por enormes que sean» (Sess. XXII, c. 2). ¿Remite, por ventura, el sacrificio de la Misa directamente los pecados? -No; eso es privativo de la contrición perfecta y del sacramento de la Penitencia; pero cuando asistimos devotamente a este sacrificio, que reproduce la oblación de la cruz, cuando nos unimos a la víctima divina, Dios nos concede, si se lo pedimos con fe, las disposiciones de arrepentimiento, de firme propósito, de humildad, de confianza, que nos conducen a la contrición y nos hacen capaces de recibir con fruto la remisión de nuestros pecados, al sernos aplicados los méritos adquiridos por Jesucristo con el precio de su divina sangre.
A la contrición debe seguir la confesión. El sacramento de la Penitencia ha sido instituido en forma de juicio: «Todo cuanto atareis o desatareis sobre la tierra, será ligado o desligado en el cielo; a aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados». Pero al culpable le toca acusarse por sí mismo al juez que le ha de sentenciar. Ahora bien, ¿quién es este juez? Sólo a Dios debo hacer la declaración de mis pecados; nadie, ni ángel, ni hombre, ni demonio, tiene derecho a penetrar en el santuario de mi conciencia, en el tabernáculo de mi alma; Dios sólo merece este homenaje y lo reclama en este sacramento, para gloria de su Hijo Jesucristo.
Mas ya os he dicho, hablando de la Iglesia, que después de la Encarnación, Dios quiere, en la economía ordinaria de su providencia, dirigirnos por medio de hombres, que hacen entre nosotros las veces de su Hijo, es como una extensión de la Encarnación y, al propio tiempo, un homenaje rendido a la humanidad sacratísima de Cristo. ¿Que por qué lo ha dispuesto así? -Para rescatarnos del pecado y volvernos a la vida divina, Cristo, el Verbo encarnado, se sumergió en un abismo de humillaciones. En su humanidad sacratísima padeció, murió, expió y, por haberse así rebajado Cristo para salvar al mundo, su Padre le ha ensalzado (Fil 2, 7-9); el Padre quiere glorificar a su Hijo en cuanto hombre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28). Y, ¿qué gloria es la que le tiene reservada? -Le hace sentar a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; quiere «que toda rodilla se doblegue ante El y que toda lengua proclame que Jesús es el único Salvador» (Fil 2, 10-11), porque el Padre «le ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28,18). Y entre los atributos de este poder, figura el de juzgar a todas las almas. «El Padre, nos dice el mismo Jesús, ha depositado todo poder judicial en manos de su Hijo, a fin de que todos honren a este Hijo; el cual ha adquirido, sirviéndose de su humanidad, el derecho de ser el Redentor del mundo» (Jn 5,22 y 27). El Padre ha constituido a Cristo juez del cielo y de la tierra; en este mundo, juez misericordioso, pero el último día, como Nuestro Señor mismo lo dijo en el momento de su pasión, «el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes en toda la majestad de su gloria» (Mc 13,26) para juzgar a los vivos y a los muertos.
Tal es la gloria que el Padre quiere dar a su Hijo; y la misma gloria quiere que le tributemos nosotros en este sacramento. Figurémonos un hombre que ha cometido un pecado mortal; viene delante de Dios, llora su falta, aflige su cuerpo con maceraciones, se propone aceptar toda clase de expiaciones; Dios le dice: «Está bien, pero quiero que reconozcas el poder de Jesús mi Hijo, sometiéndote a El en la persona de aquel que entre vosotros ocupa su lugar; que le representa, por haber recibido, en el día de su ordenación sacerdotal, comunicación del poder judicial de mi Hijo». Si el pecador no quiere rendir este homenaje a la humanidad sacratísima de Jesús, Dios rehúsa oírle; pero si se somete con fe a esta condición, entonces ya no hay faltas, ni pecados, ni maldades, ni crímenes que Dios no perdone y cuyo perdón no renueve cuantas veces lo desee el pecador arrepentido y contrito. Esa declaración debe hacerse con el corazón lleno de arrepentimiento, pues la confesión no es un relato, sino una acusación, y por lo mismo, es menester presentarse como un criminal delante del juez. Esta confesión sencilla y humilde puede naufragar en dos escollos: la rutina y el escrúpulo.- La rutina, que es consecuencia de frecuentar la Penitencia por mera costumbre, sin pensar seriamente lo que se realiza, y el mejor medio de destruirla es excitar nuestra fe en la grandeza de este sacramento. Ya os lo he dicho: cada vez que nos confesamos, aun cuando no nos acusemos más que de faltas veniales, se ofrece la sangre de Jesús a su Padre para obtenernos el perdón.- El escrúpulo consiste en tomar lo accidental por lo esencial, en detenerse sin motivo en detalles o circunstancias que no añaden nada sustancial a la falta, caso de que la falta exista. En la confesión hay que tener deseo de declarar todo cuanto uno tiene en su corazón, lo cual es fácil cuando se tiene la excelente costumbre de examinar cada noche las acciones del día y si hay duda fundamentada, debemos aceptar, como una parte de la penitencia, la molestia que muy a menudo resulta de esto, y exponer sencillamente lo que sabemos. Dios no quiere que la confesión se convierta en tortura para el alma, sino, al contrario, que le comunique la paz. [Sane vero res et effectus huius sacramenti, quantum ad eius vim et efficaciam pertinet, reconciliatio est cum Deo, quam interdum in viris piis et cum devotione hoc sacramentum percipientibus, conscientiæ pax et serenitas, cum vehementi spiritus consolatione consequi solet. Conc.Trid., Sess. XIV, cap.3].
Mirad al hijo pródigo, cuando vuelve a casa de su padre. ¿Se detiene en distingos y pormenores sin fin? -De ninguna manera. Arrójase a los pies de su padre, y le dice: «Soy un pobre desgraciado indigno de dirigiros la palabra, pero os diré cuanto de malo he hecho»; y al instante el padre le levanta, y le estrecha entre sus brazos; lo perdona y lo olvida todo y prepara un festín para celebrar el regreso de su hijo. Así ocurre con el Padre celestial: Dios encuentra sus delicias en perdonar, porque todo perdón se otorga en virtud de las satisfacciones de su Hijo predilecto, Jesucristo. La sangre preciosa de Jesús fue derramada hasta la última gota en remisión de los pecados, la expiación que ofreció Cristo a la justicia, a la santidad, a la majestad de su Padre, es de un valor infinito. Ahora bien, cada vez que Dios nos perdona, cada vez que el sacerdote nos da la absolución, viene a ser como si se ofreciesen de nuevo al Padre todos los padecimientos, todos los méritos, todo el amor, toda la sangre de Jesús, y se aplicasen a nuestras almas para devolverles la vida (o aumentarla cuando no se encuentran más que faltas veniales). «Instituyó (Jesús) el Sacramento de la Penitencia, por el que, después del Bautismo, se aplican los méritos de la muerte de Cristo a los pecadores» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.1). «Que Jesucristo te absuelva, dice el sacerdote, y yo, en virtud de su autoridad, te absuelvo de tus pecados». ¿Puede uno perdonar la ofensa cometida contra otro? -No; sin embargo de ello, dice el sacerdote: yo te absuelvo. ¿Cómo puede decirlo? -Porque es Cristo quien lo dice por su boca.
Parécenos oír en cada confesión a Jesús que dice a su Padre: «Padre, te ofrezco por esta alma las satisfacciones y méritos de mi Pasión; te ofrezco el cáliz de mi sangre derramada para remisión de los pecados». Entonces, así como Cristo ratifica el juicio y el perdón dados por el sacerdote, el Padre, a su vez, confirma el juicio emitido y el perdón otorgado por su Hijo. El nos dice: «Yo también os perdono», palabras que fijan al alma en la paz. Pensad un poco lo que es recibir de Dios la seguridad del perdón. Si he ofendido a un hombre leal, y éste, alargándome la mano, me dice: «Todo está olvidado», no dudo de su perdón.
En el Sacramento de la Penitencia es Cristo, el Hombre Dios, la Verdad en persona, quien nos dice: «Yo os perdono», y, ¿dudaremos de su perdón? -No, no se puede dudar; este perdón es absoluto y para siempre. Dios nos dice: «Aun cuando vuestros pecados sean llamativos como la púrpura, lavaré vuestras almas de tal suerte que aparecerán resplandecientes como la nieve» (Is 1,18). «He reducido a la nada vuestras iniquidades y vuestras faltas, como hago desvanecer las nubes» (ib. 44,22). El perdón de Dios es digno de El; lo que hace un rey es magnífico; lo que obra un Dios es divino: creamos en su amor, en su palabra, en su perdón.- Este acto de fe y de confianza es sumamente agradable a Dios y a Jesús; es un homenaje tributado al valor infinito de los méritos de Cristo, es proclamar que la plenitud y universalidad del perdón que Dios otorga a los hombres aquí en la tierra es uno de los triunfos de la sangre de Jesús.
A la contrición de corazón, a la confesión de boca debe también ir unida la aceptación humilde de la satisfacción.- Dicha aceptación es un elemento esencial del sacramento. Antiguamente, era considerable la obra de satisfacción que había que cumplir; ahora, la satisfacción que impone el confesor por la pena debida al pecado se reduce a algunas oraciones, a una limosna, a una práctica de mortificación.
Nuestro Señor, ciertamente, satisfizo y con sobreabundancia, por nosotros; pero, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.8), la equidad y la justicia exigen que, habiendo pecado después del Bautismo, aportemos nuestra parte de expiación, en saldo de la deuda merecida por nuestras faltas.- Siendo sacramental esta satisfacción, Jesucristo, por boca del sacerdote que le representa, la une a sus propias satisfacciones; por eso es de gran eficacia para producir en el alma la «muerte al pecado». Cumpliendo esta satisfacción, por nuestros pecados, dice el Santo Concilio de Trento, nos conformamos con Jesucristo, que ofreció a su Padre una expiación infinita por nuestras faltas. Hace notar el Concilio que «estas obras de satisfacción, aun cuando las ejecutemos con toda fidelidad, carecerán, con todo, de valor si nosotros no estamos unidos a Jesucristo; sin El, en efecto, por nosotros mismos, nada podemos hacer, pero fortalecidos por su gracia, somos capaces de cualquier sacrificio. Y así toda nuestra gloria consiste en pertenecer a Cristo, en quien vivimos, en quien satisfacemos, cuando hacemos, en expiación de nuestros pecados, dignos frutos de penitencia; Es quien valoriza dichos actos de satisfacción, y por El son ofrecidos al Padre, y debido a El, el Padre los acepta» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.8).
Ya veis qué admirable sacramento han ideado, para nuestra salvación, la sabiduría, poder y bondad de Dios. En él encuentra Dios su gloria y la de su Hijo, pues en virtud de los méritos infinitos de Jesús, por medio de ese sacramento, se nos concede el perdón, se nos restituye o aumenta la vida divina. Unámonos desde ahora al cántico que entonan al Cordero los escogidos: «¡Oh, Cristo Jesús, inmolado por nosotros, tú nos has rescatado con tu sangre preciosa; te sean dados a Ti toda alabanza, todo poder, toda gloria y todo honor por los siglos de los siglos!»
3. La virtud de la penitencia es necesaria para mantener en nosotros los frutos del sacramento; naturaleza de esta virtud
Aun después que Dios nos ha perdonado, quedan en nosotros reliquias del pecado, raíces malas, dispuestas a crecer y producir malos frutos. La concupiscencia no desaparece del todo ni con el Bautismo, ni con el sacramento de la Penitencia, y, por consiguiente, si queremos llegar a un grado elevado de unión con Dios, si queremos que la vida divina adquiera poderoso desarrollo en nuestras almas, es preciso que trabajemos sin descanso por contrarrestar esos resabios y por desarraigar esas raíces del pecado, que desfiguran nuestra alma a los ojos de Dios.
Existe también, fuera de la acción del sacramento de la Penitencia, un medio eficaz para brotar esas cicatrices del pecado, que no dejan a Dios comunicarnos su vida con abundancia; este medio es la virtud de la penitencia. ¿Qué es esta virtud? -Un hábito que, cuando está bien arraigado, nos inclina de continuo a expiar el pecado y destruir sus consecuencias. Esta virtud debe, sin duda, manifestarse, como vamos a verlo, por actos que le son propios; pero es, ante todas las cosas, una disposición habitual del alma, que despierta y excita en nosotros el pesar de haber ofendido a Dios y el deseo de reparar nuestras faltas. Tal es el sentimiento habitual que debe animar nuestros actos de penitencia. Por dichos actos se revuelve el hombre contra sí mismo para vengar los derechos de Dios que pisoteó, cuando por su pecado se levantó contra Dios poniendo en oposición su voluntad con la voluntad santísima divina, y ahora, por estos actos de penitencia, coincide con Dios en el odio al pecado y con su soberana justicia que reclama la expiación.
El alma considera entonces el pecado a través de la fe y desde el punto de vista de Dios: «He pecado, dice, he realizado un acto cuya malicia no puedo calcular, pero que es tan terrible y viola en tal grado los derechos de Dios, de su justicia, de su santidad, de su amor, que sólo la muerte de un Hombre-Dios pudo expiarlo». El alma está entonces conmovida y exclama: «Oh, Dios mío, detesto mi pecado, quiero restablecer vuestros derechos por medio de la penitencia, preferiría morir antes que ofenderos de nuevo». Ved ahí el espíritu de penitencia que excita al alma y la inclina a realizar actos de expiación. Ya comprendéis que esta disposición de alma es necesaria a todos aquellos que no han vivido en perfecta inocencia. Cuando nace del temor al infierno, es buena, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.4), y agradable a Dios; mas si tiene por motivo el amor, entonces es excelente y perfecta, y cuanto más aumente el amor de Dios, más necesidad experimentaremos también de ofrecer a Dios el sacrificio de un corazón contrito y humillado» (Sal 50,19) y de repetir con el publicano del Evangelio: «Tened piedad de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18,13). Cuando este sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios encuentre de reparar el pecado. (Ver Jesucristo, ideal del monje, cap.VIII). Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor, sino el amor nacido del perdón» (Progreso del alma, cap.XIX). Ciertas almas, aun piadosas, al oír la palabra penitencia o mortificación, que expresan la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico. Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales, aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable, pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio la renuncia de uno mismo.
El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero la muerte no tiene otro objeto que el de salvaguardar la vida divina en nosotros: «No es Dios de muertos, sino de vivos». «Cristo, al morir, destruyó la muerte, y al resucitar nos restituyó la vida» (Prefacio de la Misa de Pascua). La obra esencial del Cristianismo, el fin último que persigue de por sí, es una obra de vida, el Cristianismo es la reproducción de la vida de Cristo en el alma. Ahora bien, como ya os tengo dicho la existencia de Cristo ofrece este doble aspecto: «entregóse a la muerte por nuestros pecados, resucitó a fin de comunicarnos la vida de la gracia» (Rm 4,25). El cristiano muere a todo cuanto es pecado, pero para vivir más intensamente de la vida de Dios; la penitencia, de consiguiente, no es, en principio, sino un medio para conseguir la vida. Ya lo notó muy bien San Pablo cuando dijo: «Llevemos siempre en nuestros cuerpos la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nosotros» (2Cor 4,10). Que la vida de Cristo, que tiene su principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros: ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación; por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones, viviréis vida divina» (Rm 8,13).
4. Su objeto: restablecer el orden y hacernos semejantes a Jesús crucificado. Principio general y diversas aplicaciones de su ejercicio
Veamos cómo se realiza esto; veamos con más detalle por qué y cómo debemos morir para vivir, por qué y cómo, según dice Nuestro Señor mismo, debemos «perdernos para salvarnos» (Jn 12,25). Dios creó el primer hombre en entera rectitud (Ecli 6,30). En Adán las facultades inferiores de los sentidos estaban enteramente sometidas a la razón, y la razón perfectamente sometida a Dios. Con el pecado desapareció este orden armonioso, rebelóse el apetito inferior y entablóse la lucha de la carne contra el espíritu. «Desgraciado de mí, exclama San Pablo, que no puedo realizar el bien que me propongo cumplir, y en cambio, pongo por obra el mal que no quisiera ejecutar» (Rm 7, 19-20). Es la Concupiscencia, movimiento del apetito inferior, la que nos inclina al desorden y nos incita al pecado. Ahora bien, esta concupiscencia de los ojos, de la carne y del orgullo (1Jn 2,16) propende a crecer y a dar frutos de pecado y de muerte sobrenatural; luego, para que la vida de la gracia se mantenga en nosotros y se desarrolle, hay que mortificar, es decir, reducir a la impotencia, «dar la muerte», no a nuestra misma naturaleza, sino a aquello que en nuestra naturaleza es origen de desorden y de pecado: instintos desordenados de los sentidos, desvaríos de la imaginación, perversas inclinaciones. Este es el fundamento de la necesidad de la penitencia: restablecer en nosotros el orden, devolver a la razón, sumisa ya a Dios, el imperio sobre las potencias inferiores, que permitan a la voluntad su entrega total a Dios: en esto consiste la vida. No olvidéis que el Cristianismo en principio sólo exige la mortificación para destruir en nosotros todo cuanto se opone a la vida: el cristiano, por el renunciamiento, procura eliminar de su alma todo elemento de muerte espiritual, a fin de permitir a la vida divina desarrollarse dentro de él con toda libertad, con toda facilidad, en toda su plenitud.
Desde este punto de vista, la mortificación es una consecuencia rigurosa del bautismo e iniciación cristiana. San Pablo nos dice que el neófito, sumergido en la sagrada pila, muere para el pecado y comienza a vivir para Dios; esta doble fórmula condensa, como ya hemos visto, toda la conducta cristiana, pues no podemos ser cristianos si primero no reproducimos en nosotros la muerte de Cristo, renunciando al pecado.
¿En qué consiste, me diréis, esta muerte para el pecado?, ¿hasta dónde se extiende, qué aplicación práctica deberemos hacer de la ley del renunciamiento? Esta aplicación, como es natural, puede variar de mil maneras, pues las almas no están todas en el mismo estado, y son muy diversas las situaciones por que atraviesa cada una. San Gregorio Magno (Hom. XX, in Evang., c. 8. Regula pastoralis p. III, c. 29) sienta como principio que cuanto más perturbado haya sido el orden sobrenatural por el predominio del apetito inferior, durante más tiempo hemos de practicar la mortificación. Hay almas que han sido más profundamente afectadas por el pecado; las raíces del mismo son en ellas más profundas, las fuentes del desorden espiritual más activas; esta en ellas más expuesta la vida de la gracia. Para tales almas, la mortificación deberá ser más vigilante, mas vigorosa, más continua. En algunas almas más adelantadas ya en la vida espiritual, las raíces del pecado son más tenues, más débiles, menos vigorosas; la gracia se encuentra con un terreno más generoso, más fecundo; la necesidad de penitencia para tales almas, en cuanto que la penitencia tiene por objeto hacer morir el pecado, será menos imperiosa, y menos perentoria la obligación del renunciamiento. Mas para estas almas fieles, en las cuales abunda la gracia, existe otra razón de la cual trataremos más tarde, que es la de imitar más perfectamente a Cristo, nuestro Jefe, y Cabeza de un cuerpo místico, cuyos miembros son todos solidarios. Es muy grande el acicate que ese motivo ofrece a esas almas generosas.
Este es un principio general, pero sea cual fuere la medida de su aplicación, hay obras que todo cristiano está obligado a cumplir, como son: la observancia exacta de los mandamientos de Dios, los preceptos de la Iglesia, las prácticas de Cuaresma, las vigilias, las Témporas; la fidelidad continua a los deberes de estado, a la ley del trabajo; la vigilancia para huir constantemente de las múltiples ocasiones de pecar; observancias todas que exigen las más de las veces actos de renuncia y sacrificios costosos a la naturaleza.
Hay que luchar además contra determinados defectos que asfixian o debilitan la vida divina: en un alma, es el amor propio; en otra, la ligereza; en ésta, la envidia o la cólera, en aquélla, la sensualidad o la pereza. Tales defectos, dejados sin combatir, son fuente de mil faltas e infidelidades voluntarias que ponen trabas a la acción de Dios en nosotros. Por insignificantes que nos parezcan tales vicios, nuestro Señor espera de nosotros que nos ocupemos de ellos, que trabajemos generosamente, mediante una vigilancia constante sobre nosotros mismos merced a un cuidadoso examen de las acciones de cada día, mediante la mortificación corporal y la renuncia interior, hasta lograr extirparles, que no descansemos hasta que las raíces queden tan debilitadas, que no puedan ya producir más frutos, pues cuanto más debilitadas queden dichas raíces, más poderosa resultará en nosotros la vida divina, siendo más fácil su desarrollo.
Existen por último ocasiones de renunciamiento que nos salen al paso en el curso ordinario de la vida, dirigido por la providencia, y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo; tales son: el padecimiento, la enfermedad, la desaparición de seres queridos, los reveses de fortuna, las adversidades, las contrariedades, los obstáculos que dificultan la realización de nuestros planes, la falta de éxito en nuestras empresas, las decepciones, los momentos de disgusto, las horas de tristeza, el peso del día que tanto abrumaba en algún tiempo a San Pablo (Rm 9,2) hasta el punto de que la misma «existencia constituía para él una pesada carga» (2Cor 1,8); todas esas miserias que, mortificando nuestra naturaleza y poniéndonos en trance de morir un poco todos los días -«todos los días muero» (1Cor 15,31)- nos ayudan a desasirnos de nosotros mismos y de las criaturas.
5. Cómo en Cristo hallamos consuelo y cómo unidos a los suyos, adquieren valor nuestros actos de renunciación
Este es el sentido de esa frase del Apóstol: «todos los días muero»: morir todos los días para vivir un poco más cada día de la vida de Cristo. Y al hablar de sus padecimientos, escribe estas palabras profundísimas aunque a primera vista desconcertantes: «Completo, por medio de los padecimientos en mi carne, lo que falta a los padecimientos de Cristo, y lo completo en favor de la Iglesia, su cuerpo místico» (Col 1,24). ¿Falta algo por ventura a los padecimientos y satisfacciones de Cristo? Ciertamente que no. Como ya os tengo dicho, su valor es infinito; siendo los padecimientos de Cristo, padecimientos de un Hombre-Dios que vino a reemplazarnos, nada falta para la perfección y plenitud de sus padecimientos; éstos han sido más que suficientes para el rescate de todos «El es propiciación por todos los pecados de todo el mundo» (1Jn 2,2). ¿Por qué habla, pues, San Pablo del «complemento» que él mismo aporta a tales padecimientos? San Agustín nos da hermosísima respuesta: El Cristo total se compone de la Iglesia unida a su jefe; de los miembros, que somos nosotros, unidos a la cabeza, que es Cristo. La cabeza de este cuerpo místico, que es Cristo, apuró hasta las heces la copa del sufrimiento; sólo falta que sufra también en su cuerpo y en sus miembros, y vosotros sois ese cuerpo y esos miembros. [Impletæ erant omnes passiones, sed in capite; restabant adhuc Christi passiones in corpore; vos autem corpus et membra. Enarrat. in Sal. LXXXVII, c. 5].
Contemplad a Jesucristo camino del Calvario, cargado con la cruz y cayendo por tierra abrumado por su peso. Su divinidad, si El quisiera, sostendría a su humanidad, pero no lo quiere. ¿Por qué? -Porque quiere, para expiar el pecado, experimentar en su carne inocente los estragos causados por el pecado. Pero los judíos temen que Jesús no llegue con vida al sitio de la crucifixión, y obligan a Simón Cirineo a ayudar a Cristo a llevar su cruz, ayuda que acepta Jesús. Simón, en esta ocasión, representa a todos; cuantos somos miembros del cuerpo místico de Cristo, debemos ayudar a Jesús a llevar su cruz. Podemos estar seguros de que en verdad pertenecemos a Cristo, si, imitando su ejemplo, nos renunciamos a nosotros mismos y cargamos con nuestra cruz. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9,23). Aquí está el secreto de esas mortificaciones voluntarias que afligen y desgarran el cuerpo, y de aquellas otras que reprimen los deseos, aun legítimos, del espíritu, y que realizan las almas fuertes, las almas privilegiadas y santas. Estas almas expiaron sin duda sus faltas, pero el amor las impele a expiar por aquellos miembros del cuerpo de Cristo que ofenden a su Cabeza, a fin de que no disminuyan en el cuerpo místico ni la belleza ni el esplendor de la vida divina. Si amamos de veras a Cristo, tomaremos generosamente nuestra parte, conforme al consejo de un prudente director, en aquellas mortificaciones voluntarias, que harán de nosotros discípulos menos indignos de un Dios crucificado. ¿No era, por ventura, esto mismo lo que anhelaba San Pablo, cuando escribía que quería renunciar a todo, «a fin de ser admitido a la comunión de los padecimientos de Cristo y asemejarse a El hasta la muerte?» (Fil 3, 8-10).
Si nuestra naturaleza experimenta alguna repulsión, pidamos al Señor que nos dé fuerza para imitarle y seguirle hasta el Calvario. Según aquel hermoso pensamiento de San Agustín, la hez del cáliz del padecimiento y renuncia, del cual tenemos que gustar algunas gotas, la ha reservado para sí el inocente Jesús, como médico compasivo: «No podrás ser curado a menos que bebas del cáliz amargo; el médico sano bebió primero, para que no dudase en beber el enfermo» (De verbis Domini. Serm XVIII, c. 7 y 8). Cristo sabe lo que es el sacrificio por haberlo experimentado El mismo. «El pontífice que vino a salvarnos, no es de aquellos que son incapaces de tomar parte en nuestros padecimientos; antes bien, para asemejarse a nosotros, hizo experiencia de todos ellos» (Heb 4,15); ya os he dicho hasta qué extremo llevó su compasión Nuestro Señor. Ahora bien, no olvidemos que al tomar parte así en nuestros dolores y en aquellas miserias que eran compatibles con su divinidad, santificó Cristo nuestros padecimientos, nuestras enfermedades, nuestras expiaciones, y mereció a fin de que nosotros pudiéramos sobrellevarlos, y para que fuesen a la vez agradables a su Padre. Mas para eso, es menester unirnos íntimamente a Nuestro Señor por la fe y el amor, y aceptar el llevar la cruz en pos de El.
De esta unión arranca todo el valor de nuestros padecimientos y sacrificios, pues de suyo nada valdrían para el cielo, pero unidos a los de Cristo, llegan a ser sumamente agradables a Dios y saludabilísimos para nuestras almas. [Véase el texto del Concilio de Trento antes citado]. Esta unión de nuestra voluntad a Nuestro Señor en el padecimiento, se convierte para nosotros en un manantial de consuelos. Cuando padecemos, cuando nos hallamos apenados, tristes, abatidos, quebrantados por la adversidad, envueltos en mil dificultades, y nos llegamos a Jesucristo, no nos vemos exonerados de nuestra cruz, toda vez que el servidor no ha de ser de mejor condición que su amo (Lc 6,40), pero sí reconfortados. El mismo Jesucristo nos lo dice: quiere que llevemos su cruz, como condición indispensable para ser sus verdaderos discípulos, pero promete a la vez su ayuda a aquellos que acudan a El en busca de alivio en sus padecimientos. El mismo nos dirige esta invitación: «Venid a Mí todos cuantos padecéis y soportáis el peso de la aflicción, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).
Su palabra es infalible; si os dirigís a El con confianza, estad seguros de que se inclinará hacia vosotros, lleno de misericordia, conforme a las palabras del Evangelio: «Movido por la misericordia» (Lc 8,13). ¿Acaso no se hallaba abrumado de pena cuando dijo: «Alejad de mí, Padre mío, este cáliz tan amargo?» Pues bien, dice San Pablo que una de las razones por las cuales quiso Cristo sentir el dolor, fue para adquirir experiencia y poder aliviar a cuantos acudiesen a él (Heb 4,15, y 2, 16-18). El es el buen samaritano que, inclinándose hacia la humanidad enferma, le otorga, juntamente con la salud, el consuelo del Espíritu de amor, pues de El procede todo cuanto puede constituir un verdadero consuelo para nuestras almas. Ya lo dijo San Pablo: «Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así también por Cristo abunda nuestro consuelo» (2Cor 1,5). Fijaos cómo identifica sus tribulaciones con las de Jesús, ya que es miembro del cuerpo místico de Cristo y es del mismo Cristo de quien recibe el consuelo.
¡Qué bien se realizaron en él estas palabras! ¡Qué parte tan importante tomó en los dolores de Cristo! ¡Leed aquel cuadro, tan vivo y conmovedor, de las dificultades continuas que asedian al Apóstol durante sus viajes apostólicos: «Más de una vez vi de cerca la muerte; cinco veces fui flagelado, tres veces azotado con varas; una vez fui lapidado, tres veces padecí naufragio, una noche y un día enteros los pasé flotando a merced de las olas. En mis numerosos viajes me he visto muchas veces rodeado de peligros: peligros en los ríos, peligros de ladrones, peligros de parte de los de mi nación, peligros de parte de los infieles; peligros en las ciudades, peligros en los desiertos, en el mar; peligros por parte de los falsos hermanos, en trabajos y fatigas, en muchas vigilias; padecimientos de hambre y sed; multiplicados ayunos, frío, desnudez, y sin hacer mención de tantas otras cosas, ¿recordaré mis preocupaciones de cada día, y la solicitud y cuidado de las Iglesias que he fundado?» (ib. 11, 24-29).
¡Oh, qué cuadro!, ¡qué angustiada debía estar el alma del gran Apóstol agitada por tantas miserias, que se renovaban sin cesar! Con todo, en todas esas tribulaciones estoy «rebosando de gozo» (ib. 7,4). ¿Cuál es el secreto de este gozo? -El amor hacia Cristo que murió por nosotros (ib. 5,14); de Cristo le viene esta abundancia de consuelo (ib. 1,5). Estando unido a Cristo por amor, permanece impertérrito en medio de todas las miserias y privaciones a que se ve reducido. ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? ¿Será la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, el peligro, la espada? Según lo que está escrito: Por causa tuya, Señor, estamos día y noche expuestos a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas al cuchillo; pero de todas estas pruebas, añade, «hemos salido vencedores gracias a Aquel que nos amó» (ib. 5,15). Tal es el grito del alma que ha comprendido el amor inmenso de Cristo en la Cruz y que desea como verdadero discípulo seguir sus huellas hasta el Calvario, tomando, por amor, su parte en los padecimientos del divino Maestro, pues, como ya os tengo dicho, nuestros sacrificios, nuestros actos de renuncia y de mortificación, reciben de la Pasión de Cristo y de sus padecimientos, todo su valor sobrenatural para destruir el pecado y acrecentar en nosotros la vida divina. Debemos procurar unirlos, por la intención, al Sacramento de la Penitencia, que nos aplica los méritos de los padecimientos de Cristo con el fin de hacernos morir para el pecado. Si así lo hacemos, la eficacia del Sacramento de la Penitencia se extenderá, por decirlo así, a todos los actos de la virtud de penitencia, para aumentar su fecundidad.
6. Conforme al espíritu de la Iglesia es preciso conectar los actos de la virtud de la penitencia con el sacramento
Ese es, por otra parte, el pensamiento de la Iglesia: Ved sino cómo después que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto la satisfacción necesaria, y por la absolución ha lavado nuestra alma en la sangre divina, recita sobre nosotros las palabras siguientes: «Todos cuantos esfuerzos hicieres para practicar la virtud, todas cuantas molestias padecieres, te sirvan para la remisión de los pecados, aumento de la gracia y premio de vida eterna». Esta oración, aunque no es esencial al sacramento, como es la Iglesia quien la ha fijado, además de la doctrina que en sí contiene, doctrina que, naturalmente, la Iglesia desea ver traducida en obras, tiene valor de sacramental. Por medio de esta oración, el sacerdote comunica a nuestros padecimientos, a nuestros actos de satisfacción, expiación, mortificación, reparación y paciencia, que une y relaciona con el sacramento, tal eficacia, que nuestra fe nos obliga a detenernos en algunas consideraciones sobre este punto, tratando de que os forméis sobre él una idea perfectamente clara.
En remisión de tus pecados.- El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios usa de tal liberalidad y largueza en su misericordia, que no sólo nos sirven de satisfacción ante el Padre Eterno, mediante los méritos de Jesucristo, las obras de expiación que el sacerdote nos imponga o que nosotros mismos libremente elijamos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición de pobres mortales, todas las adversidades temporales que Dios nos envía o permite, siempre que las sobrellevemos con paciencia. Por eso, nunca os recomendaré bastante una práctica excelente y fecunda, que consiste en aceptar cuando comparecemos ante el sacerdote, o más bien, ante Jesucristo, para acusarnos de nuestras faltas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las cosas desagradables que en lo sucesivo puedan sobrevenirnos, a fin de que nos sirvan de reparación por nuestros pecados; más aún, conviene que en aquel momento formemos el propósito de ejecutar, hasta la confesión siguiente, algún acto especial de mortificación, aunque este acto no sea muy penoso. La fidelidad a esta práctica, tan conforme al espíritu de la Iglesia, resulta sumamente fecunda. En primer lugar, descarta el peligro de la rutina. Un alma que por medio de la fe se reconcentra así en la consideración de la grandeza de este sacramento, en el cual se nos aplica la sangre de Jesucristo; un alma que, estimulada por el amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente, en el transcurso de su existencia, por duro, difícil, penoso y mortificante que ello sea, puede considerarse inmunizada contra esa especie de embotamiento de la sensibilidad que la práctica de la confesión frecuente engendra en algunas conciencias. Esta práctica constituye, además, un acto de amor sumamente agradable a Nuestro Señor, porque es una señal de que estamos dispuestos a tomar parte en los padecimientos de su Pasión, que es el más santo de sus misterios. En fin, renovada con frecuencia, nos ayuda a adquirir poco a poco ese verdadero espíritu de penitencia, que es tan necesario para hacernos semejantes a Jesús, Nuestro Señor y Maestro.
Añade luego el sacerdote: «Todo cuanto hagas o padezcas, redunde en acrecentamiento de la vida divina en ti». La muerte, ya os lo he dicho, es aquí preludio de vida. «El grano de trigo, dice Nuestro Señor, debe primero morir en tierra antes de germinar y producir la rica mies que el padre de familia cosechará en sus graneros». Y esta vida será tanto más vigorosa y tanto más abundará la gracia en nosotros, cuanto más hayamos reducido, debilitado, disminuido, por medio de ese espíritu de renuncia, todos los obstáculos que se oponen a su libre desarrollo. Retened, pues, para siempre, esta verdad capital: que nuestra santidad es de un orden esencialmente sobrenatural y que dimana de Dios. Cuanto más se purifique el alma del pecado por la mortificación y el desasimiento, cuanto más se vacíe de sí misma y de la criatura, tanto más poderosa resultará en ella la acción divina. Cristo mismo nos lo dice y también nos asegura que su Padre se sirve del padecimiento para hacer más fecunda la vida en el alma. «Yo soy la vid, mi Padre el viñador y vosotros los sarmientos. Todo ramo que trae fruto, lo poda mi Padre para que produzca en mayor abundancia, pues es gloria de mi Padre que vosotros deis copiosísimos frutos» (Jn 15, 1-8). Cuando el Padre Eterno ve que un alma, unida ya a su Hijo por la gracia, desea resueltamente darse del todo a Cristo, quiere que abunde en ella la vida y aumente su capacidad. Para ello, pone El mismo manos a la obra en este trabajo de renuncia y desasimiento, condición previa de nuestra fecundidad; poda todo cuanto impide que la vida de Cristo produzca todos sus efectos y todo cuanto pueda ser obstáculo a la acción de la savia divina. Nuestra corrompida naturaleza contiene raíces que propenden a producir malos frutos, y Dios, por medio de los múltiples v profundos padecimientos que permite o envía, y por medio de las humillaciones y contradicciones, purifica el alma, la taladra, la castiga, la separa, por decirlo así, de la criatura, la vacía de sí misma, a fin de hacerle producir numerosos frutos de vida y de santidad.
Por fin, termina el sacerdote: «Todo se te convierta en recompensa para la vida eterna». Después de haber restablecido en este mundo el orden que permite el aumento y crecimiento de la vida de Cristo en nosotros, nuestros padecimientos, nuestros actos de expiación, nuestros esfuerzos para obrar el bien, aseguran al alma una participación en la gloria celestial. Recordad la conversación que sostienen los dos discípulos camino de Emaús al día siguiente de la Pasión. Desconcertados con la muerte del divino Maestro, que parecía poner término a sus esperanzas en un reino mesiánico, ignorantes todavía de la resurrección de Jesús, se comunican mutuamente el profundo desengaño que han experimentado. Júntase a ellos Cristo en figura de peregrino, les pregunta cuál es el tema de su conversación, y después de oír la expresión de su desaliento, Sperabamus. «Esperábamos»: «¡Ah, hombres necios y de corazón lento para creer!, les reprende al instante; ¿acaso no era preciso que Cristo padeciese todas estas cosas antes de entrar en su gloria?» (Lc 24,26) [San Pablo se refería a estas palabras del divino Maestro cuando escribía a los Hebreos (2,9): Videmus Iesum propter passionem mortis gloria et honore coronatum. +Fil 2, 7-9]. Lo mismo ocurre con nosotros; es preciso que participemos de los padecimientos de Cristo si hemos de gozar de su gloria.
Esta gloria y bienaventuranza serán inmensas: «No os desaniméis en medio de vuestras tribulaciones, escribe San Pablo, antes al contrario, porque aunque el hombre exterior, sujeto a decadencia, se va debilitando sin cesar, el hombre interior se renueva de día en día hasta alcanzar el término feliz, y así nuestra ligera y momentánea aflicción prodúcenos un peso eterno de gloria del cual no podemos concebir ni una idea aproximada» (2Cor 4,17). «Así como -escribe en otro lugar- si somos hijos de Dios, somos sus herederos y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con El para ser también glorificados con El»; y añade: «Pues estimo que los padecimientos de este tiempo presente no guardan proporción con la gloria futura que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8, 17-18). Por eso, en la medida misma en que participemos de los padecimientos de Cristo, podemos alegrarnos, pues cuando se manifieste la gloria de Cristo en el último día, estaremos rebosando de contento (1Pe 4,13).
Animo, pues, os repetiré con San Pablo: «Mirad, decía, aludiendo a los juegos públicos de su tiempo, mirad a qué régimen tan severo se someten aquellos que quieren tomar parte en las carreras del circo, para ganar el premio. Y ¡qué premio! Corona de un día; al paso que nosotros, si nos imponemos el renunciamiento (1Cor 9, 24-25) es para obtener una corona inmarcesible; la corona de participar para siempre de la gloria y bienaventuranza de nuestro Rey». «En este mundo pasáis, dice el Señor, por la aflicción; el mundo que no me conoce vive en medio del placer, al paso que vosotros, ejercitándoos con viva fe, lleváis conmigo el peso de la cruz pero volveré a veros el último día, y entonces vuestro corazón rebosará de gozo y nadie os lo podrá arrebatar» (Jn 16, 20-22).


PARTE II-B
La vida para Dios

5
La verdad en la caridad
El Cristianismo, religión de vida
El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero, ante todas las cosas, misterio de vida.
La muerte, como ya sabéis, no se hallaba comprendida en el plan divino; fue el pecado del hombre quien la introdujo en la tierra; y la negación de Dios, que es el pecado, ha producido la negación de la vida, que es la muerte (Rom 5,12). Si el Cristianismo nos impone el renunciamiento es con el objeto de destruir en nosotros aquello que contraría a la vida, debemos eliminar los estorbos, porque se oponen al libre desarrollo en nosotros de la vida divina que nos comunica Cristo, agente principalísimo de nuestra santificación, y sin el cual nada podemos. No se trata pues, de buscar o practicar la mortificación por sí misma sino, ante todas las cosas, para facilitar el desarrollo del germen divino depositado en nosotros en el Bautismo. Al decir San Pablo al neófito «que debe morir para el pecado», no limita a esa sola fórmula toda la práctica del Cristianismo, sino que añade, además, «que debe vivir para Dios en Cristo Jesús». Esta expresión, que encierra un sentido profundo, como lo iremos viendo en el curso de las instrucciones siguientes, resume la segunda operación del alma.
La vida sobrenatural, como cualquiera otra vida, está regida por leyes específicas, a las cuales ha de someterse para poder subsistir. En las dos instrucciones anteriores, os he mostrado los elementos que integran la «muerte para el pecado»; consideremos ahora cuáles son los elementos que informan la «vida para Dios en Cristo Jesús».
Conviene, en primer lugar, establecer el principio fundamental que regula toda la actividad cristiana y determina su valor a los ojos de Dios. Veamos cuál es ese orden esencial y general, que en el dominio de lo sobrenatural debe dirigir la infinita variedad de acciones de que está tejida la trama ordinaria de nuestra existencia.
1. Carácter fundamental de nuestras obras: la verdad; obras conformes a nuestra naturaleza de seres racionales: armonía de la gracia y de la naturaleza en conformidad con nuestra individualidad y especialización
Ya conocéis aquel texto de San Pablo en su Epístola a los de Efeso: «Realizad la verdad en la caridad» (Ef 4,15). Quisiera detenerme unos instantes con vosotros para ver cómo el Apóstol condensa en estas palabras la ley fundamental que en el orden de la gracia regula nuestra actividad sobrenatural.
«Realizar la verdad en la caridad» quiere decir que la vida sobrenatural debe mantenerse en nosotros por medio de actos humanos, animados por la gracia santificante y dirigidos a Dios por la caridad.
El término facientes (realizad) indica la necesidad de las obras. No necesito insistir mucho en este punto. Toda la vida debe traducirse en actos; «sin las obras, la fe, que es fundamento de la vida sobrenatural, es una fe muerta» (Sant 2,17); escribe el apóstol Santiago. Y San Pablo, que no cesa de mostrarnos las riquezas de que podemos disponer en Nuestro Señor, no vacila en decirnos que Cristo no es «causa de salvación y de vida eterna sino para aquellos que le obedecen» (Heb 5,9). Si es sincero nuestro deseo de agradar a Dios, oigamos lo que dice Jesucristo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos (Jn 14,15) porque no son aquellos que dicen sólo con los labios: "Señor, Señor", quienes entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que cumplan la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). Eso es lo que desea Cristo de nosotros; nos rescata, nos purifica, para que viviendo de su vida, y animados de su espíritu, hagamos obras que sean dignas de El y de su Padre (Tit 2,14); eso es lo que de nosotros espera. Y, ¿qué obras hemos de realizar? ¿De qué índole y carácter han de ser? «Obras verdaderas». ¿Qué entiende San Pablo por obras verdaderas? Decir la verdad es expresar algo en conformidad con lo que realmente pensamos. Un objeto es verdadero cuando existe conformidad entre lo que debe ser según su naturaleza y lo que es en realidad; se dice que el oro es verdadero, cuando posee todas las propiedades que sabemos son propias de dicho metal; y es oropel, cuando tiene las apariencias, pero no las propiedades del oro; no hay conformidad entre lo que parece ser y lo que debería ser según los elementos que sabemos son distintivos de su naturaleza.- Una acción humana será verdadera si corresponde realmente a nuestra naturaleza humana de criaturas dotadas de razón, de voluntad y de libertad. Debemos ejecutar. dice San Pablo, obras verdaderas, es decir, obras que sean conformes a nuestra naturaleza humana; todo acto contrario, que no corresponda a nuestra naturaleza de hombres racionales, es un acto falso. No somos estatuas, ni tampoco autómatas, ni tampoco ángeles: somos hombres, y el carácter que, ante todas las cosas, debe manifestarse en nuestras acciones, y que Dios quiere ver reflejado en ellas, es el carácter de obras humanas, realizadas por una criatura libre dotada de una voluntad ilustrada por la razón.
Mirad el universo en torno vuestro: Dios encuentra su gloria en todas las criaturas, pero únicamente cuando se conforman con las leyes que regulan su naturaleza. Los astros de los cielos alaban a Dios en silencio por medio de su curso armonioso a través de los espacios inconmensurables: «Los cielos pregonan tu gloria» (Sal 18,2); las aguas de los mares, conteniéndose «en unos limites que Dios les ha asignado»: «Les fijaste unos límites que no traspasarán» (ib. 103,9) [todo este Salmo, que es un himno grandioso al Creador, señala las diferentes operaciones propias de los tres reinos, racional, vegetal y animal]; la tierra, guardando las leyes de estabilidad: «Creaste la tierra y subsistirá» (Sal 118,90); los arbustos, dando sus flores y frutos, según su especie, y en armonía con las distintas estaciones; los animales, siguiendo el instinto que en ellos ha depositado el Creador. Cada orden de seres tiene sus leyes especiales que regulan su existencia y que manifiestan el poder y sabiduría de Dios y constituyen un cántico de alabanza a su gloria: «Señor, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra» (ib. 8,1,10). El hombre, en fin, a quien hizo el Señor rey de la creación, tiene leyes que determinan su naturaleza y actividad como criatura racional.
El hombre, como todas las criaturas, ha sido creado para glorificar a Dios; pero no puede glorificarle sino ejecutando, en primer lugar, actos conformes a su naturaleza, y respondiendo así al ideal que Dios se formó al crearle, con lo cual le glorifica y le es agradable. Ahora bien, el hombre, de suyo, es un ser racional; no puede, como el animal, desprovisto de razón, obrar por su solo instinto. Lo que le distingue de los demás seres de la creación terrestre es el estar dotado, de razón y de libertad; la razón ha de ser, pues, en el hombre, soberana, pero en calidad de criatura, sometida ella misma a la voluntad divina de quien depende. Exponente de esta voluntad divina son para nosotros la ley natural y las leyes positivas.
Para que un acto humano sea verdadero -y ésta es la primera cualidad que debe ostentar si ha de ser agradable a Dios- debe conformarse con nuestra condición de criatura libre y racional, sumisa a la voluntad divina; de lo contrario, no corresponde a nuestra naturaleza, ni a las propiedades que la caracterizan, ni a las leyes que la rigen; resulta falso.
No olvidéis que la ley natural es algo esencial en orden a la Religión. Dios hubiera podido no crearme, mas una vez creado, soy y continúo siendo criatura, y las relaciones que para mí se derivan de esta cualidad son inmutables; no puede, por ejemplo, concebirse que a un hombre después de ser creado le sea lícito blasfemar contra su Creador.
Este carácter de acto humano plenamente libre, pero en armonía con nuestra naturaleza y ultimo fin para el que fuimos creados y, de consiguiente, moralmente bueno, es el que sobre todo debe distinguir nuestras obras a los ojos de Dios: «Quien afirma que conoce a Dios y no guarda sus mandatos, es mentiroso y en él no está la verdad» (1Jn 2,4).
Para obrar como cristianos, debemos antes obrar como hombres, lo cual es de gran importancia, pues no cabe duda que un cristiano, si es perfecto, cumplirá necesariamente con sus deberes de hombre, porque la ley evangélica contiene y perfecciona la ley natural; pero encuéntranse almas cristianas, o mejor, que se dicen cristianas, y no sólo entre los simples fieles, sino entre religiosas, religiosos y sacerdotes, que, exactas hasta el escrúpulo en la observancia de las prácticas de piedad que ellas mismas han escogido, hacen caso omiso de ciertos preceptos de la ley natural. Tales almas pondrán empeño en no faltar a sus ejercicios de devoción, lo cual es digno de loa; pero no renunciarán a desacreditar al prójimo en su reputación, ni a propalar falsedades, ni a dejar de cumplir la palabra dada, ni a tergiversar el pensamiento de otro; no se preocuparán de respetar las leyes de la propiedad literaria o artística, importándoles poco diferir, a veces con detrimento de la justicia, el pago de deudas o la observancia exacta de las cláusulas de un contrato. En esas almas, según las palabras célebres del estadista inglés Gladstone, «la religión debilita la moralidad»; no han comprendido el precepto de San Pablo: «Obras verdaderas». Hay falta de lógica, hay falsedad en su vida espiritual, falsedad que tal vez en muchas almas sea inconsciente, pero no por eso menos perjudicial, porque Dios no encuentra en ellos ese orden que quiere ver reinar en todas sus obras.
[Este mismo pensamiento vienen a expresar aquellas palabras de Bossuet: «Hay quien se inquieta si no ha rezado el rosario y demás oraciones, o si se le ha pasado alguna avemaría en alguna decena. Me guardaré de reprender a tal persona, alabo esa religiosa exactitud en los ejercicios de piedad; pero ¿quién podrá tolerar que cada día pase por alto, sin la menor dificultad, la observancia de cuatro o cinco preceptos, que sin el menor escrúpulo eche por tierra los deberes más santos del cristianismo? Extraña ilusión con la cual nos fascina el enemigo del género humano. Como no puede extirpar del corazón del hombre el principio de la religión, que tan profundamente va grabado en él, hace que haga de dicho principio, no su legítimo empleo, sino un peligroso entretenimiento, a fin de que, engañados con esta apariencia, creamos que con esos insignificantes cuidados, ya hemos satisfecho las imperiosas obligaciones que la religión nos impone; no os engañéis, cristianos. Al realizar esas obras de supererogación, no olvidéis las que son de necesidad». Sermón de la Concepción de la Sma. Virgen].
Así, pues, debemos ser «veraces»; éste es el primer requisito para que la gracia pueda comenzar a operar en nosotros. Como sabéis, la gracia no destruye la naturaleza. Aunque por la adopción divina hayamos recibido como un nuevo ser, nova creatura, la gracia, que en nosotros debe convertirse en fuente y principio de nuevas operaciones sobrenaturales, supone la naturaleza y operaciones propias que de ella se derivan. En vez de oponerse la gracia y la naturaleza en lo que esta última tiene de bueno y de puro, se armonizan, conservando cada una su carácter y belleza propias.
Considerad lo que ocurría en Jesucristo, que es a quien en todo debemos contemplar. ¿No es por ventura modelo de toda santidad? Es Dios y hombre. Su condición de Hijo de Dios es fuente de donde emana el valor divino de todos sus actos. Pero también es hombre, perfectus homo. Su naturaleza humana, bien que unida de una manera inefable a la persona divina del Verbo, en modo alguno perdió su actividad propia ni su manera específica de obrar; fue siempre principio de operaciones humanas perfectamente auténticas.
Jesucristo oraba, trabajaba, se alimentaba, padecía y se daba al descanso, demostrando con estas acciones humanas que era verdaderamente hombre; y aun me atrevería a decir que nadie ha sido tan hombre como El, porque su naturaleza humana fue de una incomparable perfección. Solamente que en El la naturaleza humana subsistía en la divinidad.
Cosa análoga ocurre en nosotros. La gracia no suprime, no destruye la naturaleza, ni en su esencia ni en sus buenas cualidades; constituye, sin duda un nuevo estado, añadido, superior infinitamente a nuestro estado natural, y si bien es verdad que por razón de este nuestro destino, con todo, nuestra naturaleza no queda por eso ni perturbada ni debilitada. [El estado sobrenatural propende a excluir lo que hay de viciado en la naturaleza como consecuencia del pecado original, lo cual los autores ascéticos llaman vida natural por oposición a la sobrenatural. Antes hemos visto que la mortificación consiste precisamente en destruir esa vida natural]. Precisamente ejercitando nuestras propias facultades -inteligencia, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación- es como la naturaleza humana, aun adornada de la gracia, debe realizar sus operaciones; ahora bien, los actos que así emanan de la naturaleza se convierten por la gracia en dignos de Dios. Debemos, desde luego, seguir siendo lo que somos y vivir de acuerdo con nuestra naturaleza de criaturas libres y racionales, pues esto es lo primero que se requiere para que nuestras acciones sean verdaderas; y aun añadiría que hemos de vivir de un modo que corresponda a nuestra individualidad.
En la vida sobrenatural debemos guardar nuestra personalidad en lo que tiene de bueno. Esto forma parte de esa verdad que para vivir la vida de la gracia se reclama de nosotros. La santidad no es un molde único en el que deban vaciarse y fundirse las cualidades naturales que caracterizan la personalidad propia de cada uno, para no representar después más que un tipo uniforme. Por el contrario, al crearnos Dios, nos dotó a cada uno individualmente de dones, talentos y privilegios especiales; cada alma tiene su belleza natural particular, una brilla por la profundidad de su inteligencia, otra se distingue por la firmeza de la voluntad, otra en fin atrae por su mucha caridad. La gracia respetará esa belleza, como respeta la naturaleza en que se basa; solamente que al esplendor nativo añadirá un brillo divino que le eleva y transfigura. En su acción santificadora respeta Dios la obra de la creación, pues El es quien dispuso esa diversidad, y cada alma, al reproducir uno de los pensamientos divinos, ocupa su lugar especial en el corazón de Dios.
Finalmente, debemos ser verdaderos, conformándonos con la vocación a que Dios nos ha llamado. No somos individuos aislados, sino que formamos parte de una sociedad que comprende diferentes modos de vivir la vida. Es claro que, para estar en la verdad, debemos guardar también los deberes propios que impone a cada uno el estado especial en que la Providencia nos ha colocado, y la gracia no puede oponerse a ello. Sería falsear la verdad que una madre de familia pasase largas horas en la iglesia, cuando su presencia fuera necesaria en el hogar para el arreglo de la casa (+1Tim 5,4 y 8), o que un religioso, por devoción mal entendida, prefiriese hacer una hora de oración a realizar el trabajo prescrito por la obediencia, por humilde que éste sea. Tales actos no son verdaderos, en el sentido que venimos dando a esta palabra.
Padre, decía Jesús, en la última Cena, rogando por sus discípulos, santifícales en la verdad.
2. Realizar nuestras obras en la caridad, en estado de gracia; necesidad y fecundidad de la gracia para la vida sobrenatural
¿Bastará que nuestras acciones sean verdaderas, conformes a nuestra condición de criaturas racionales sumisas a Dios, libremente ejecutadas y conformes a nuestro estado, para que sean actos de vida sobrenatural? -No, ciertamente; eso solo no basta; es menester, además, y éste es el punto capital, que procedan de la gracia, que sean realizadas por un alma adornada de la gracia santificante. En lo que San Pablo indica con esa palabra: In caritate.
En la caridad, es decir, en esa caridad fundamental y esencial por la cual, al darnos nosotros enteramente a Dios, encontramos en El el supremo bien, preferido por nosotros a otro cualquiera; ése es el fruto de la gracia que nos hace agradables a Dios hasta el punto de convertirnos en hijos suyos. Es verdad que la caridad sobrenatural no es la gracia, pero ambas son inseparables: «La caridad ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido comunicado» (Rom 5,5). [«La gracia santificante y la divina caridad nos son dadas por el Espíritu Santo... pues la gracia habitual y el don sobrenatural de la caridad no se distinguen entre sí sino como el sol se distingue de sus rayos. La gracia santificante es la vida del alma; la caridad es esta misma energía de vida, dispuesta a producir todas las operaciones de la vida sobrenatural y especialmente el amor actual de Dios, fuente de toda vida y de toda belleza». Hedley, Retraite].
La gracia eleva nuestro ser, la caridad transforma nuestro ser; la caridad transforma nuestra actividad, y ambas están siempre unidas; el grado de la una señala el de la otra, y toda falta grave, de cualquier naturaleza que sea, mata en nosotros, a la vez, la gracia y la caridad.
La gracia santificante debe ser el manantial de donde se alimente nuestra actividad humana; sin ella, no podemos realizar acto alguno sobrenatural que resulte meritorio con vistas a la bienaventuranza de la vida eterna. Dios, en primer lugar, nos constituyó en un estado, el estado de la gracia, y es lo que importa principalmente. Un ser no obra sino en virtud de su naturaleza, y así como nosotros no realizaríamos actos humanos si no poseyéramos la naturaleza humana, del mismo modo no podemos practicar actos de vida sobrenatural si no poseemos, por la gracia, algo así como una nueva naturaleza: Nova creatura.
Representaos un hombre tendido en tierra; puede ser que esté dormido, o también que sea un cadáver. Si está dormido, pronto despertará; todo su cuerpo se pondrá en movimiento y sus energías naturales comenzarán a manifestarse. ¿Por qué? Porque conserva todavía en sí el principio de donde emanan las energías que le animan, es decir, el alma. Pero si el alma está ausente, el cuerpo no se moverá; podréis, si queréis, sacudirle, pero permanecerá en su inercia de cadáver; y en adelante ninguna actividad brotará de ese cuerpo muerto, pues le ha abandonado el principio vital de donde emanaban sus energías.
Lo propio sucede con la vida sobrenatural. La gracia santificante es su principio interior, de donde procede toda actividad sobrenatural. Si el alma posee esta gracia, puede producir actos de vida sobrenaturalmente meritorios; de lo contrario, el alma está muerta a los ojos de Dios. [Naturalmente, esto no es más que una comparación que sirve para mostrarnos la necesidad de la gracia como principio de vida sobrenatural; pues el alma en estado de pecado mortal puede por el Sacramento de la Penitencia revivir, recuperando la gracia; además, el alma debe prepararse y recurrir a ese sacramento, por medio de actos libres sobrenaturales (es decir, ejecutados bajo el impulso de auxilios actuales sobrenaturales otorgados por Dios) de temor, esperanza, caridad, contrición].
Jesucristo nos propuso una comparación que hace comprender bien la función de la gracia en nosotros. Le gustaba servirse de imágenes para hacer más asequible la verdad. Después de la Cena, Nuestro Señor con sus discípulos deja el cenáculo para ir al Monte de los Olivos. En el camino, saliendo de la ciudad, atraviesa una colina poblada de viñedo. Esta vista inspira a Jesucristo su último discurso. «¿Veis estas viñas?, dice a los apóstoles; pues bien, la verdadera viña soy yo, vosotros los sarmientos; el que mora en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada. Y así como el sarmiento no puede dar fruto si no está adherido al tronco de la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos a Mí por la gracia».
La gracia es la savia que sube de las raíces a las ramas. Lo que da fruto no es la raíz ni el tronco, sino la rama, pero unida por el tronco a la raíz y recibiendo de ella la savia nutritiva. Cortad la rama, separadla del tronco, y al no recibir la savia, se seca y se convierte en leña muerta, incapaz de producir fruto de ningún género.
Eso es lo que sucede al alma desposeída de la gracia; no está unida a Cristo, pues no saca de El esa savia de la gracia que le permitiría vivir una vida sobrenatural y fecunda. No lo olvidéis; solamente Cristo es fuente de la vida sobrenatural; toda nuestra actividad, nuestra existencia misma, no tienen ningún valor con relación a la vida eterna sino en cuanto estamos unidos a Cristo por la gracia; de otra suerte ya puede uno agitarse, gastarse, deshacerse en actos los más extraordinarios a los ojos de los hombres; ante Dios esa actividad carece de fecundidad sobrenatural y de mérito para la vida eterna.
Me diréis: ¿Son acaso malas estas acciones? -No, no son necesariamente malas. Si son honestas de suyo, no dejan de ser agradables a Dios, que a veces las recompensa con favores temporales, y confieren al que las hace cierto mérito en el más amplio sentido de la palabra; o mejor, hay cierta conveniencia en que Dios las recompense. Mas como falta la gracia santificante, no existe la proporción necesaria entre esos actos y la herencia eterna que Dios sólo prometió a los que son sus hijos por la gracia (Rom 8,17). Y Dios no puede reconocer en esas acciones el carácter sobrenatural requerido para que las estime merecedoras de un galardón eterno.
Considerad a dos hombres que dan limosna a un pobre: el uno está en amistad con Dios por la gracia y hace la limosna por un movimiento de caridad divina, el otro, en cambio, está desprovisto de la gracia santificante, ambos exteriormente realizan la misma acción, es verdad, pero, ¡qué diferencia a los ojos de Dios! La limosna del primero le reportará el aumento de una dicha infinita y eterna, y de él dijo Nuestro Señor que «un vaso de agua dado en su nombre no quedará sin recompensa» (Mt 10,42); por el contrario, el acto del segundo con relación a esta bienaventuranza eterna carecerá por completo de valor, aun cuando repartiera puñados de oro: lo que procede de la naturaleza sola, no se computará para la vida eterna.
Sin duda Dios, que es la bondad misma, no ha de mirar sin benevolencia las acciones honestas hechas por el pecador, sobre todo tratándose de actos de caridad para con el prójimo ejecutados, no por ostentación humana, sino por un movimiento de compasión hacia los desgraciados. A menudo (y hay en ello un motivo grande de confianza) la misericordia inclina a Dios a otorgar, a los que se dan a esos actos de caridad, gracias de conversión que finalmente les devolverán el bien supremo de la amistad de Dios; pero, en puro rigor, únicamente la gracia santificante es la que da a nuestra vida su verdadera significación y su valor fundamental. Tanto es así que cuando el pecador vuelve a la gracia, por muy numerosas y sublimes en el orden natural que hayan sido las acciones ejecutadas sin la gracia, permanecen sin valor respecto del mérito sobrenatural y de la bienaventuranza que lo recompensa: están perdidas sin remedio. San Pablo puso bien en claro esta verdad, escuchad lo que dice: «Si yo gozara del don de hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles y no tuviese caridad, sería como metal que suena o címbalo que retiñe, si poseyera el don de profecía, si conociera los misterios, si atesorara toda la ciencia y si tuviera una fe tan eficaz que trasladase los montes y no tuviese caridad, nada sería, si distribuyera todos mis bienes en dar de comer a los pobres, entregara mi cuerpo a las llamas y no tuviese caridad, de nada me serviría» (1Cor 13, 1-3). En otros términos, los dones más extraordinarios, los talentos más sobresalientes, las empresas más generosas, las acciones más brillantes, los esfuerzos más considerables, los dolores más taladrantes no son de ningún provecho para la vida eterna sin la caridad, es decir, sin ese amor soberano del alma a Dios, considerado en sí mismo, amor sobrenatural que nace de la gracia santificante, como la flor brota de su tallo.
Dirijamos, pues, a Dios, fin último y bienaventuranza eterna, toda nuestra vida; la caridad de Dios que poseemos con la gracia santificante debe ser el motor de toda nuestra actividad. Cuando poseemos la gracia divina en nosotros realizamos el anhelo de Nuestro Señor: «Permanecemos en El» y El «en nosotros». El no viene solo, sino que mora en nosotros con el Padre y el Espíritu Santo: «Vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). La Santísima Trinidad, que habita verdaderamente en nosotros como en un templo, no está inactiva, sino que continuamente nos sostiene para que nuestra alma pueda ejercer su actividad sobrenatural: «Mi Padre, hoy como siempre, está obrando y Yo lo mismo» (ib. 5,17).
Sabéis que en el orden natural Dios, por su acción nos sostiene incesantemente en la existencia y en el ejercicio de nuestros actos, es el «concurso divino». Pues este concurso divino existe también en el orden sobrenatural; no podemos hacer nada sobrenaturalmente más que cuando Dios nos da la gracia de obrar. Esta gracia, a causa de su efecto transitorio, se llama actual (con oposición, en nuestro lenguaje, a la gracia santificante, que siendo de suyo permanente, se llama gracia habitual); forma parte de ese conjunto admirable que, con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, constituye el orden sobrenatural.
En el ejercicio ordinario de la vida sobrenatural, esa gracia no es sino el concurso divino aplicado al orden sobrenatural; pero en ocasiones especiales en las que influye el estado en que quedó nuestra alma después del pecado original -tinieblas de la inteligencia, flaqueza de la voluntad distraída del cuidado de buscar el verdadero infinito bien por la concupiscencia, el demonio y el mundo-, ese concurso divino se traduce y se manifiesta de un modo también particular: iluminación especial de la inteligencia, robustecimiento de la voluntad para resistir una grave tentación o realizar una obra difícil. Sin este concurso particular que Dios otorga a los que se lo piden no podríamos alcanzar el fin supremo, no podríamos, como dice el Concilio de Trento, «perseverar en la justicia». (Sess. VI, cap.18; +can.13) [No obstante, es evidente que el alma en estado de pecado mortal puede recibir gracias actuales sobrenaturales que iluminen su inteligencia y afirmen su voluntad en la obra de su conversión; pero esas gracias no se unen en el alma que está en pecado como en la que posee la gracia santificante a «el concurso divino» de que hablamos y que conserva la gracia santificante en el alma de los justos. El Espíritu Santo excita al pecador a la conversión, no habita en su alma].
Tal es, expuesta esquemáticamente, la ley fundamental del ejercicio de nuestra vida sobrenatural. Sin cambiar nada de lo que es esencial a nuestra naturaleza, de lo que requiere nuestro estado de vida particular, debemos vivir de la gracia de Cristo, orientando por la caridad, toda nuestra actividad a procurar la gloria de su Padre. La gracia se injerta en la naturaleza, en sus energías nativas, y desarrolla sus operaciones propias, ésta es la primera razón de la diversidad que encontramos en los Santos.
3. Maravillosa variedad de los frutos de la gracia en las almas; la raíz de que procede es sin embargo para todos la misma
Amás de esto, el grado mismo de gracia varía en las almas. Verdad es, como ya lo he dicho, que no existe más que un modelo único de santidad, como no hay más que una fuente de gracia y de vida: Cristo Jesús; la justificación y la bienaventuranza eterna son, específicamente, en su raíz y en su sustancia, las mismas para todos: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo», dice San Pablo (Ef 4,5).
Pero del mismo modo que todos los que poseen la naturaleza humana, se diversifican en sus cualidades, así Dios distribuye libremente sus dones sobrenaturales, según los amorosos planes de su sabiduría. «A cada uno de nosotros, dice San Pablo, es otorgada la gracia en la medida del don de Cristo» (ib. 7). En el rebaño de Cristo, cada oveja lleva su nombre de gracia: «El buen pastor, decía Jesús, conoce a sus ovejas y las llama por su nombre» (Jn 10,3), como «el Creador conoce la multitud de estrellas y las llama a todas por su nombre» (Sal 146,4), pues cada una tiene su forma y su perfección [+Bar 3, 34-35: «Las estrellas brillan en su puesto y están contentas; el Señor las llama y ellas dicen: "¡Henos aquí!" Y continúan brillando alegremente en honra de quien las creó»].
«Cada alma recibe dones diversos del mismo Espíritu, dice San Pablo; las operaciones de Dios en las almas son múltiples v diversas, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos. A uno se le concede el don de sabiduría, a otro un don elevado de fe; a éste el de las curaciones, a aquél el poder de obrar milagros; el uno es evangelista, el otro profeta, el otro doctor, pero el que produce todos esos dones es uno y el mismo Espíritu Santo, distribuyéndolos a cada uno en particular como le place» (1Cor 12, 4-11).
Y cada alma responde a la idea divina de una manera que le es propia; cada uno de nosotros cultiva los talentos confiados a su libertad, reproduce en sí mismo, por medio de una cooperación que lleva su impronta individual, los rasgos de Cristo.
Así, bajo la acción infinitamente delicada y rica en matices del Espíritu Santo, cada una de nuestras almas debe esforzarse por reproducir a través de su actividad individual, ensalzada y transformada por la gracia, el modelo divino, de este modo se consigue esa variedad armoniosa que hace a Dios «admirable en sus santos» (Sal 67,36). Todos le glorifican, pero puede decirse de cada uno de ellos, con la Iglesia: «No se ha encontrado otro que como él haya puesto en práctica la ley del Señor» (Ecli 44,20; +Oficio de los santos confesores). El brillo de la santidad de un San Francisco de Sales no es el mismo que el de un San Francisco de Asís, y el esplendor de que está adornada en el cielo el alma de una Santa Gertrudis o de una Santa Teresa es muy diferente del que rodea a una Santa Magdalena.
En cada uno de los santos ha respetado el Espíritu Consolador la naturaleza con los rasgos particulares que la creación les asignó, la gracia los ha transfigurado y les ha añadido los dones propios del orden sobrenatural; y el alma, guiada por el que la Iglesia llama «Dedo de la diestra del Padre» (Digitus paternæ desteræ. Himno Veni Creator Spiritus), ha correspondido a esos dones y así ha labrado su santidad. Embeleso nos producirá ciertamente el contemplar en el cielo las maravillas que la gracia de Cristo habrá hecho resplandecer en un fondo tan variado como el de nuestra naturaleza humana.
Por grandes que sean los santos y por elevado que sea el grado de su unión sobrenatural, el fundamento de toda su santidad no es otro que la gracia de la adopción divina.- Ya os lo he dicho y lo repito de nuevo: todas las gracias, todos los dones que recibimos van engarzados a ese primer eslabón que es la mirada divina que nos ha predestinado a ser hijos de Dios por la gracia de Jesucristo; ella es la aurora de todas las misericordias de Dios con respecto a nosotros; todas las deferencias y atenciones de Dios sobre cada uno de nosotros, provienen de esa gracia de adopción regalo de Jesús y que hemos recibido en el Bautismo. ¡Oh, si conociésemos el don de Dios! ¡Si supiéramos el valor de esta gracia que, sin cambiar nuestra naturaleza, nos eleva al rango de hijos de Dios y nos hace vivir como tales mientras esperamos la herencia eterna! Sin ella, como hemos visto, la vida natural más rica en dones, la más exuberante en obras, la más brillante y genial, es estéril en orden a la bienaventuranza eterna.
Por eso pudo escribir Santo Tomás que «la perfección que resulta para una sola alma del don de la gracia, supera a todo el bien esparcido en el universo» [bonum gratiæ unius maius est quam totius universi. I-II, q.113, a.9, ad 2]. Y ¿no es esto lo que ha proclamado Nuestro Señor mismo? «De nada sirve al hombre, dice Jesús, ganar el mundo, conquistar su estima, si por no tener la gracia está excluido para siempre de mi reino» (Mt 16,26). La gracia es el principio de nuestra verdadera vida, el germen de la gloria futura y de la felicidad eterna.
Comprendemos, desde luego, cuán inestimable joya es para un alma la gracia santificante; es una piedra preciosa cuya brillantez se debe a la sangre de Cristo. Comprendemos, además, que nuestro divino Salvador lanzase tan terribles anatemas contra los que, por escándalos, arrastran un alma al pecado y la privan de la gracia: «Más les valdría que se les atara al cuello una rueda de molino y se los lanzase al mar» (Lc 17,2). Comprendemos, finalmente, por qué las almas santas que llevan una vida de trabajo, de oración, de penitencia o de expiación por la conversión de los pecadores, para que se les restituyera el bien de la gracia, son tan gratas a Jesucristo.
Nuestro divino Maestro mostró un día a Santa Catalina de Siena un alma cuya salud había conseguido por su oración y su paciencia. «La hermosura de esta alma era tal, refirió la Santa al bienaventurado Ramón, su confesor, que no hay palabra que la pueda expresar». Y, sin embargo, esta alma aun no estaba revestida de la gloria de la visión beatífica, no tenía mas que la claridad de la gracia recibida en el Bautismo. «Mira, decía Nuestro Señor a la Santa, mira que por ti he recuperado yo esta alma perdida». Y después añadió: «¿No te parece muy graciosa y bella? ¿Quién, pues, no aceptaría cualquier pena para ganar una criatura tan admirable?... Si te he mostrado esta alma es para animarte más a procurar la salvación de todas y para que muevas a otros a ocuparse en esta obra, según la gracia que te será dada» (Vida de Santa Catalina de Siena, por el Bto. Raimundo de Capua).
Pongamos, pues, esmero en guardar celosamente en nosotros la gracia divina; apartemos de ella con cuidado todo lo que pueda debilitarla hasta dejarla indefensa contra los golpes mortales del demonio; esas resistencias deliberadas a la acción del Espíritu Santo, que habita en nosotros y que sin cesar quiere orientar nuestra actividad hacia la gloria de Dios. Permanezca nuestra alma arraigada en la caridad, como dice San Pablo (Ef 3,17); pues poseyendo en ella esa raíz divina de la gracia santificante y de la caridad, los frutos que produzca serán frutos de vida. Permanezcamos unidos por la gracia y la caridad a Cristo Jesús, como el sarmiento a la vid: «Que estéis enraizados en Cristo», dice en otro sitio el Apóstol (Col 2,7). El Bautismo nos ha «injertado en Cristo» (Rom 11,16), y desde entonces poseemos la savia divina de su gracia, y merced a ella nuestra actividad llevará un sello divino, porque divino es su principio íntimo.
Y cuando este resorte sea ya tan poderoso que llegue a ser único, de forma que toda nuestra actividad derive de El, entonces realizaremos las palabras de San Pablo (Gál 2.20): «Vivo yo», es decir, ejerzo mi actividad humana y personal; «o, más bien, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí»; es Cristo quien vive, porque el principio de donde dimana toda mi actividad propia, toda mi vida personal, es la gracia de Cristo; todo viene de El por la gracia, todo vuelve a su Padre por la caridad: yo vivo para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,2).
NOTA.- ¿Podemos saber si estamos en estado de gracia, en la amistad divina? -A ciencia cierta, de forma que se excluya hasta la sombra de toda duda, no; pero podemos y aun debemos suponerlo si no tenemos conciencia de pecado mortal y si buscamos sinceramente servir a Dios con firme y buena voluntad; esta última señal la expone Santa Magdalena de Pazzi en alguno de sus escritos. En las almas generosas y dóciles a las inspiraciones de lo alto, el Espíritu Santo añade a veces su testimonio: Ipse Spiritus testimonium reddit spiritui nostro quod sumus filii Dei (Rm 8,16). Hay, pues, una certeza práctica que no excluye el temor, pero que debe bastarnos para que vivamos con confianza de la vida divina a la que Dios nos llama Y para que gustemos la alegría profunda que hace nacer en el alma el pensamiento de ser, en Jesús, el objeto de las complacencias del Padre celestial.

6
Nuestro progreso sobrenatural en Jesucristo
La vida sobrenatural está sujeta a una ley de progreso
Toda vida tiende, no solamente a manifestarse por los actos que le son propios y que emanan de su principio interior, sino también a crecer, a progresar, a desarrollarse y a perfeccionarse. El niño que vio el día, no permanece siempre niño; por ley de su naturaleza ha de llegar a la edad viril.
La vida sobrenatural sigue también esta ley. De haberlo querido así, pudo Nuestro Señor constituirnos, en un instante, después de un acto de adhesión de nuestra voluntad, en el grado de santidad y de gloria a que destinaba nuestras almas, como se realizó en los ángeles.- No lo quiso, y determinó, no obstante ser sus méritos la causa de toda santidad, y su gracia el principio de la vida sobrenatural, que cooperásemos incesantemente por nuestra parte en la obra de nuestra perfección y de nuestro progreso espiritual, pues para eso se nos ha otorgado el tiempo que pasamos en este mundo en la fe.
Debemos, como hemos visto, apartar, en primer lugar, los obstáculos que se oponen a la vida divina en nosotros, y al mismo tiempo ejecutar los actos destinados a desarrollar esta vida hasta que, en el momento de la muerte, adquiera su perfección definitiva. Eso es lo que San Pablo llama «llegar a la edad perfecta de Cristo».
El mismo Apóstol tuvo buen cuidado de señalar la necesidad de este crecimiento y progreso y cómo debe ordenarse. Después de encargarnos que «practiquemos la verdad en la caridad», añade al punto: «crezcamos por todas las cosas en aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15).
Ya hemos visto en la conferencia anterior lo que San Pablo entiende por «vivir en la verdad y en la caridad»; ya hemos demostrado cómo estas palabras contienen el principio fundamental conforme al cual debemos ordenar nuestras acciones para vivir sobrenaturalmente, y que consiste en permanecer unidos a Cristo Jesús por la gracia santificante y en enderezar a la gloria de su Padre por el amor, todas nuestras acciones humanas. Tal es la ley fundamental que regula en nosotros la vida divina.
Veamos ahora cómo esta vida, cuyo germen hemos recibido en el Bautismo, debe, en cuanto depende de nosotros, crecer y desarrollarse. El asunto es importante. Fijad vuestra mirada en Jesucristo: toda su vida está consagrada a la gloria del Padre, cuya voluntad hacía siempre, (Jn 5,30; 6,38); no tiene otra aspiración; en el momento de acabar su existencia dice a su Padre que ha cumplido su misión, la de procurar su gloria» (ib. 17,4). Su corazón divino desea que nosotros también, a ejemplo suyo, busquemos la gloria de su Padre. ¿Y cómo podremos nosotros glorificar al Padre?
Escuchemos lo que nos dice Nuestro Señor: «Que demos fruto abundante», que no nos contentemos con una perfección a medias, sino que sea intensa nuestra vida sobrenatural (ib. 15,8). Por otra parte, ¿para qué si no para eso vino Jesucristo, derramó su sangre. y nos hizo partícipes de sus méritos? «Vino precisamente para que tuviéramos vida, y la tuviéramos sobreabundante» (ib. 10,10). Digámosle, como la Samaritana, a quien reveló la grandeza del «don divino», que nos «dé del agua viva»; pidámosle que nos enseñe, por mediación de su Iglesia, a qué fuentes debemos ir a sacar agua para dar con esos abundantes veneros que nos pondrán en condiciones de producir copiosos frutos de vida y de santidad con los que conseguiremos agradar a su Padre; esas aguas que nos servirán de refrigerio hasta tanto consigamos la vida eterna.
Los sacramentos son las principales fuentes del acrecentamiento de la vida divina en nosotros, obran en nuestras almas ex opere operato, como el sol produce la luz y el calor; basta sólo que en nosotros no se oponga ningún obstáculo a su operación. La Eucaristía es entre todos los sacramentos el que más aumenta la vida divina, porque en ella recibimos a Cristo en persona; bebemos en la fuente misma de aguas vivas. Por eso, a causa de la grandeza de este sacramento os expondré más adelante, en una plática especial, la naturaleza de su acción en nosotros, y condiciones a que esa acción está supeditada.
Lo que ahora trato de mostraros son las leyes generales en virtud de las cuales podemos aumentar en nosotros fuera de la recepción de los sacramentos, la vida de la gracia.
1. Aparte de los sacramentos, la vida sobrenatural se perfecciona con el ejercicio de las virtudes
He aquí cómo el Concilio de Trento expone la doctrina sobre esta cuestión: «Una vez que somos purificados y nos hacemos amigos de Dios y miembros de su linaje (por la gracia santificante), nos renovamos de día en día como dice San Pablo, caminando de virtud en virtud..., crecemos por la observancia de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, en el estado de justicia en que fuimos colocados por la gracia de Jesucristo; la fe coopera a nuestras buenas obras y así avanzamos en la gracia que nos convierte en justos a los ojos de Dios. Pues escrito esta: Que el justo, es decir, el que posee por la gracia santificante la amistad de Dios, se haga cada vez más justo. Y también: Progresad en el estado de justicia, hasta la muerte. Y este aumento de gracia es el que pide la Iglesia cuando dice a Dios (Domingo XIII después de Pentecostés): «Danos un aumento de fe, esperanza y caridad» (Sess. VI, can.10).
Como veis, el santo Concilio nos señala el ejercicio de las virtudes, principalmente el de las teologales, como fuente de nuestro progreso, y de nuestro acrecentamiento en la vida espiritual, cuyo principio es la gracia.
¿Cómo se realiza esto? -Primeramente, por las buenas obras. Os he dicho que toda obra buena hecha en estado de gracia, a impulso de la caridad divina, es meritoria, «toda obra meritoria es un motivo de aumento de la gracia en nosotros» [Quolibet actu meritorio meretur homo augmentum gratiæ. Santo Tomás, I-II, q.114, a.8]. Las buenas acciones del alma en estado de gracia, no sólo son frutos o manifestaciones de nuestra cualidad de hijos de Dios, sino también, dice el Concilio, causa de aumento de la justificación que nos hace agradables a los ojos de Dios [Si quis dixerit iustitiam acceptam non conservari atque etiam augeri coram Deo per bona opera, sed opera ipsa fructus solummodo et signa esse iustificationis acceptæ, non autem ipsius augendæ causam, anathema sit. Sess. VI, can.24]. A medida, pues, que nuestras buenas obras se multiplican, la gracia aumenta, se hace más fuerte y poderosa, y con ella aumenta también la caridad y como consecuencia de esto aumentará asimismo nuestra gloria futura, que no es otra cosa sino la manifestación, el florecimiento en el cielo del grado de gracia que poseamos aquí en la tierra [Si quis diserit... ipsum (hominem) iustificatum bonis operibus quæ ab eo per Dei gratiam et Iesu Christi meritum cuius vivum membrum est, fiunt, non vere mereri augmentum gratiæ, vitam æternam et ipsius vitæ æternæ, si tamen in gratia decesserit, consecutionem atque etiam gloriæ augmentum, anathema sit. Conc. Trid., Sess. VI, can.32].
Por eso el Concilio nos repite las palabras de San Pablo: «Sed firmes y constantes trabajando más y más en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no será inútil delante de Dios» (Sess. VI, cap.16; +1Cor 15,58).
Pero como principalmente se acrecienta la vida de la gracia aquí abajo, es por el ejercicio de las virtudes.
Sabéis que, en el hombre la naturaleza hace surgir de su fondo ciertas facultades -inteligencia, voluntad, sensibilidad, imaginación-, que en nosotros son principios de acción, potencias de operación, que nos permiten obrar plenamente como hombres; sin ellas, el hombre no es perfecto en su concreta realidad de hombre.
Cosa análoga acontece en la vida sobrenatural. La gracia santificante informa nuestra alma, y dándonos como un ser nuevo, nova creatura, nos hace hijos de Dios; pero Dios, que lo hace todo con sabiduría, y reparte sus dones con munificencia, ha dotado a este ser de facultades que, proporcionadas a su nueva condición, le capacitan para obrar según el fin sobrenatural que ha de alcanzar, es decir, como hijo de Dios que espera la herencia de Cristo en la eterna bienaventuranza: éstas son las virtudes sobrenaturales infusas.
Estas facultades se llaman virtudes (de la palabra latina virtus, «fuerza»), porque son aptitudes para la acción, principios de operación, energías que permanecen en nosotros en estado de hábitos estables, y que actualizándose en el momento deseado, nos hacen producir con prontitud comodidad y alegría, obras agradables a Dios.
Como estas potencias de operación no tienen su origen en nosotros y propenden a hacernos obrar con vistas a un fin que sobrepuja las exigencias y excede las fuerzas de nuestra naturaleza, se las llama sobrenaturales. Finalmente, la palabra infusa indica que Dios mismo las deposita directamente en nosotros, el día del bautismo, junto con la gracia santificante.
Por la gracia somos hijos de Dios, por las virtudes sobrenaturales infusas podemos obrar como hijos de Dios, y ejecutar actos dignos de nuestro destino sobrenatural.
Debemos distinguir las virtudes infusas de las virtudes naturales. Estas son cualidades, «hábitos», que el hombre, aun el mas descreído, adquiere y desarrolla en él por sus esfuerzos personales y actos reiterados, tales son por ejemplo, el valor, la fuerza, la prudencia, la justicia, la dulzura, la lealtad, la sinceridad. Son, en otros términos, disposiciones naturales que personalmente hemos cultivado y que llegan, por el ejercicio, al estado de hábitos adquiridos, perfeccionan y embellecen nuestro ser natural en el plano intelectual o simplemente moral (+Santo Tomás, I-II, q.110, a.3).
Una comparación sencilla os hará penetrar la naturaleza de la virtud natural adquirida. Poseéis el conocimiento de varias lenguas extranjeras, conocimiento que no lo habéis recibido al nacer, sino adquirido por ejercicios y esfuerzos repetidos; y una vez adquirido, existe en vosotros en estado de hábito, de potencia, dispuesta a manifestarse al menor mandato de la voluntad: cuando queráis, hablaréis esas lenguas sin dificultad.
Así sucede también al que ha adquirido el arte de la música; no podrá estar ejerciendo este arte en todo momento, pero con todo permanece en él como hábito, y cuando el artista quiera, tomará un instrumento músico o se colocará delante de un teclado, y tocará con la misma facilidad con que otro realiza las acciones naturales de andar o de abrir los ojos... Comprendéis igualmente que la virtud natural adquirida, como todo hábito que se adquiere, para no perderse, debe ser sostenida y cultivada, y precisamente por el mismo procedimiento que la ha hecho nacer, es decir, por el ejercicio.
De muy distinta esencia son las virtudes sobrenaturales infusas. En primer lugar, nos elevan por encima de nuestra naturaleza; las ejercemos, sin duda, por las facultades de que la naturaleza nos ha dotado, inteligencia y voluntad, pero estas facultades son ensalzadas, levantadas, si puedo así expresarme, hasta el nivel divino; de suerte que los actos de estas virtudes alcanzan la adecuación requerida para obtener nuestro fin sobrenatural. Además las adquirimos, no por esfuerzos personales, sino que su germen lo deposita libremente Dios en nosotros junto con la gracia cuyo cortejo forman.
2. Las virtudes teologales. Naturaleza de esas virtudes; son características de la cualidad de hijo de Dios
¿Qué son estas virtudes? Como os lo he dicho, son potencias para obrar sobrenaturalmente, fuerzas que nos hacen capaces de vivir como hijos de Dios y llegar a la eterna bienaventuranza.
El Concilio de Trento, cuando habla del aumento de la vida divina en nosotros, distingue, ante todas las cosas la fe, la esperanza y la caridad. Se llaman teologales porque tienen a Dios por objeto inmediato [Santo Tomás (I-II, q.112, a.1) indica otras dos razones de este término «virtudes teologales»; estas virtudes son otorgadas únicamente por Dios, y, de otra parte, sólo la Revelación divina nos las hace conocer]; por ellas podemos conocer a Dios, esperar en El, amarle de una manera sobrenatural, digna de nuestra vocación a la gloria futura y de nuestra condición de hijos de Dios. Estas son propiamente las virtudes del orden sobrenatural; de ahí su primacía y eminencia. Ved qué bien responden estas virtudes a nuestra divina vocación. ¿Qué se necesita, en efecto, para poseer a Dios?
Es menester, en primer lugar, conocerle; en el cielo le veremos cara a cara, y por eso seremos semejantes a El» (Jn 3,2), pero en la tierra no le vemos; únicamente por la fe en El y en su Hijo, creemos en su palabra y le conocemos con un conocimiento oscuro. Pero lo que nos dice de sí mismo, de su naturaleza, de su vida y de sus planes de Redención por su Hijo, eso lo conocemos con certeza, el Verbo, que está siempre en el seno del Padre, nos dice lo que ve, y nosotros le conocemos porque creemos lo que dice: «Nadie jamás ha visto a Dios; el Hijo Unigénito, que permanece en el seno del Padre, es quien nos le dará a conocer» (Jn 1,18). Este conocimiento de fe es, pues, divino, y por eso dijo Nuestro Señor que es «un conocimiento que procura la vida eterna». «En esto consiste la vida eterna, en conocerte a Ti, oh Dios verdadero, y a Jesucristo a quien nos enviaste» (ib. 17,3).
Por la luz de la fe, sabemos dónde está nuestra bienaventuranza; sabemos lo que «el ojo no ha visto, ni el oído oyó, ni el corazón sospechó, es decir, la hermosura y grandeza de la gloria que Dios reserva a los que le aman» (1Cor 2,9). Mas esta inefable bienaventuranza está por encima de la capacidad de nuestra naturaleza; ¿podremos, pues, llegar a ella? Sí, indudablemente; es más: Dios hace nacer en nuestra alma el sentimiento o la convicción interna de que estamos seguros de alcanzar este objetivo supremo, mediante su gracia, fruto de los méritos de Jesús y a pesar de los obstáculos que se opongan a ello. Podemos decir, con San Pedro: «Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que, según su gran misericordia, nos ha regenerado en el Bautismo, y nos dio esta viva esperanza de una herencia incorruptible que nos es reservada en los cielos» (1Pe 1,3; +2Cor 1,3).
Finalmente, la caridad, el amor, acaba esta obra de acercamiento a Dios mientras permanecemos en el mundo, en espera de poseerle en el otro; la caridad completa y perfecciona la fe y la esperanza, hace que experimentemos en Dios una real complacencia, que le antepongamos a todas las cosas, y deseemos manifestarle esa complacencia y preferencia por el cumplimiento de su voluntad. «La compañera de la fe, dice San Agustín, es la esperanza, es necesaria, porque no vemos lo que creemos y con ella no se nos hace insoportable la espera; luego viene la caridad, que aviva en nuestro corazón la sed y hambre de Dios e imprime en nuestra alma un deseo o impulso hacia El» (Sermo LIII). El Espíritu Santo ha infundido en nuestros corazones la caridad que nos mueve a clamar a Dios: ¡Padre, Padre! Es una facultad sobrenatural que hace que nos adhiramos a Dios, como a la bondad infinita que amamos más que a toda otra cosa. «¿Quién nos separará de la caridad de Cristo?» (Rom 8,35).
Tales son las virtudes teologales: admirables principios, potencias maravillosas para vivir de la vida divina, mientras moramos en la tierra. Lo mejor que podemos hacer para que sea una realidad nuestra cualidad de hijos de Dios y para caminar hacia la posesión de esta presencia eterna de la cual estamos llamados a participar con Cristo, nuestro hermano primogénito, es conocer a Dios tal como se ha revelado por Nuestro Señor Jesucristo, esperar en El y en la bienaventuranza que nos promete, por los méritos de su Hijo Jesús, y amarle sobre todas las cosas.
Dios nos ha dotado liberalmente con estas potencias pero no olvidemos que si bien nos son dadas sin nuestro concurso, no perseveran, no las conservamos ni las desarrollamos si no enderezamos a ello nuestros esfuerzos.
Es propio de la naturaleza y perfección de una potencia realizar el acto que le es correlativo (Santo Tomás, II-III, q.56, a.2; +I-II, q.55, a.2); una potencia que permaneciera inerte, por ejemplo, una inteligencia que jamás produjera un pensamiento, nunca alcanzaría el fin y, por consiguiente, la perfección que le es debida. Las facultades nos son dadas precisamente para que las ejercitemos.
Las virtudes teologales, aunque infusas, están sujetas a esa ley de perfeccionamiento, y si quedan inactivas padecerá un grave detrimento nuestra vida sobrenatural. De todos modos no son hijas del ejercicio, pues en este caso no serían infusas; y por esta misma razón sólo Dios puede acrecentarlas en nosotros. Por eso el Santo Concilio de Trento nos dice que solicitemos de Dios el aumento de estas virtudes (Sess. X, cap.18). Y en el Evangelio veis que los Apóstoles piden a Nuestro Señor les aumente la fe (Lc 17,5); San Pablo escribe a los fieles de Roma que está pidiendo a Dios haga abundar en ellos la esperanza (Rom 15,13); suplica igualmente al Señor que avive la caridad en el corazón de sus caros Filipenses (Fil 1,9).
A la oración, a la recepción de los sacramentos, conviene añadir la práctica de las mismas virtudes.- Si Dios es la causa eficiente del aumento de estas virtudes en nosotros, nuestros actos, hechos en estado de gracia, son la causa meritoria. Por los actos merecemos que Dios aumente en nuestras almas estas virtudes tan vitales; además, el ejercicio facilita en nosotros la repetición de estos actos. Este es un punto muy importante, puesto que esas virtudes son características y específicas de nuestra condición de hijos de Dios.
Pidamos, pues, con frecuencia a nuestro Padre celestial que las aumente en nosotros; digámosle, especialmente cuando nos acercamos a los sacramentos, en la oración, en la tentación: «Señor, creo en Ti, mas aumenta mi fe; eres mi única esperanza, mas afirma mi confianza, te amo sobre todas las cosas, pero acrecienta este amor, a fin de que nada busque fuera de tu santa voluntad...»
3. Por qué debe ser dada la preeminencia a la caridad
La virtud que de un modo especial hemos de practicar es la caridad.- Cuando hayamos llegado al final de la carrera, la fe y la esperanza no tendrán razón de ser, por cuanto veremos y poseeremos lo que en esta vida creímos y esperamos, y de esa visión perfecta y posesión asegurada irradiará el amor que no tendrá fin. Por esta razón, como dice San Pablo, la caridad es la «más eminente de todas las virtudes teologales; sólo ella dura siempre». «La mayor, entre todas éstas, es la caridad» (Cor 13,13). La caridad tiene este puesto de honor ya en este mundo, y es una verdad capital en la que quiero detenerme con vosotros.
Sabéis que cuando acompaña a las otras virtudes en su ejercicio, la caridad les añade un nuevo brillo, les confiere nueva eficacia, es el principio de un mérito nuevo. Si sufrís y aceptáis de buen grado una humillación, es un acto de humildad; si renunciáis libremente a un placer permitido, es acto de la virtud de templanza; si honráis a Dios, cantando sus alabanzas, lo que hacéis es un acto de religión; cada uno de esos actos, hechos por un alma en estado de gracia, tiene su valor peculiar, su mérito específico, su brillo característico, pero si cada uno de esos actos es realizado, además, con la intención explícita de amar a Dios, ese último motivo tornasola, por decirlo así, los actos de las demás virtudes, y sin quitarles nada de su mérito particular, añade uno nuevo (Santo Tomás, II-II, q.23, a.8).
¿Qué se sigue de esto? Esta consecuencia, que acaba de poner de relieve la excelencia de la caridad: que nuestra vida sobrenatural y nuestra santidad aumentan y progresan en razón del grado de amor con que ejecutamos nuestras acciones. Cuanto más perfecto, puro, desinteresado, intenso, sea el amor a Dios que nos mueve a realizar un acto (supuesto, claro está, que ese acto sea, como lo hemos visto, sobrenatural y conforme al orden divino), ejercicio de piedad, de justicia, de religión, de humildad, de obediencia, de paciencia; es decir, cuanto más inspirada esté nuestra actividad en el amor a Dios, a sus intereses y a su gloria, tanto más elevado será el grado de mérito inherente a todas nuestras acciones y, desde luego, más rápido el aumento de la gracia y el desarrollo de la vida divina en nosotros.
Escuchad lo que dice San Francisco de Sales, el Doctor eminente de la vida interior, que tan bien ha tratado de estas materias: «En la medida en que la caridad que anida en un alma sea ardiente, poderosa y pura, en esa misma medida contribuirá a enriquecer y perfeccionar los actos ejecutados a impulso de las otras virtudes. Se puede padecer la muerte y el fuego sin tener la caridad, como lo presupone San Pablo; con mayor razón se podrá padecer con una exigua caridad: Según eso, digo, Teótimo, que muy bien puede suceder que un pequeño acto de virtud ejecutado por un alma en la que reina ardiente la caridad, tenga más valor que el mismo martirio soportado por otra en la que el amor divino es lánguido, flojo y tibio... Así, las pequeñas naderías, abyecciones y humillaciones en que los santos se han complacido tanto para ocultarse y poner su corazón al abrigo de la vanagloria, por haber sido hechas a impulsos de un puro y ardiente amor divino, fueron más agradables a Dios que las grandes y llamativas obras de muchos otros que fueron hechas con poca caridad y devoción» (Tratado del amor de Dios, L. XI, c. 5).
En la misma página, San Francisco nos propone como ejemplo a Nuestro Señor Jesucristo; y con mucha razón. Contemplad un instante al divino Salvador, por ejemplo, en el taller de Nazaret. Hasta la edad de treinta años vivió en la oscuridad y el trabajo, tanto que, cuando comenzó sus predicaciones e hizo sus primeros milagros, sus compatriotas se extrañaban de ello, y aun se escandalizaban: «¿No es ése el hijo del carpintero que hemos conocido? ¿De dónde, pues, le vienen estas cosas?» (Mt 13,55).
En efecto, durante aquellos años, Nuestro Señor no hizo nada de extraordinario que atrajese sobre El las miradas; vivió trabajando, un trabajo humildísimo. Sin embargo, aquel trabajo era infinitamente agradable a Dios su Padre. ¿Por qué? -Por dos razones: primera, porque Aquel que trabajaba era el mismo Hijo de Dios; en cada instante de aquella vida oscura, podía decir el Padre: «He ahí a mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias». Además, Cristo Jesús no sólo ponía en su, trabajo una gran perfección material, sino que lo hacía todo únicamente para la gloria de su Padre: «No busco hacer mi voluntad, sino la del Padre que me ha enviado» (Jn 5,30); he ahí el móvil único de todas sus acciones, de toda su vida: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29). Nuestro Señor obraba siempre con una perfección incomparable de amor interior hacia su Padre.
Estos son los dos motivos por los que las obras de Jesús, aunque al exterior no tuvieran nada de extraordinario, fueran tan gratas a Dios y rescataran al mundo. ¿Podemos nosotros imitar en eso a Jesucristo? -Sí. Lo que en nosotros corresponde a la unión hipostática, que hace de Jesús el propio Hijo de Dios, es el estado de gracia. La gracia nos hace hijos de Dios: el Padre puede decir al contemplar al que posee la gracia santificante: «Ese es mi hijo amado». Nuestro Señor lo ha dicho: «Sois semejantes a Dios». «¿Acaso no está escrito... Yo dije: Dioses sois?» (Jn 10,34, y Sal 81,6). Bien es verdad que Cristo no es como nosotros, adoptivo, sino hijo natural. Lo que en segundo lugar confiere valor sobrenatural a nuestras obras es el ser practicadas como las de Cristo, a impulsos de la caridad; variando aquel valor en función del mayor o menor grado de perfección interior de la caridad con que las ejecutamos; del mayor o menor grado de amor que inspira nuestras acciones; siendo la caridad la que determina nuestro progreso en la vida divina.
Esto es muy importante, si queremos, no contentarnos solamente con lo que es estrictamente requerido para que muestras acciones sean meritorias, sino aumentar el grado de este mérito y avanzar rápidamente hacia la unión con Dios. Observad en torno nuestro: encontraréis, tal vez, dos personas piadosas en estado de gracia, que llevan una vida idéntica; ambas ejecutan exteriormente las mismas acciones materiales, y, sin embargo, puede haber, y hay a veces entre ellas, a los ojos de Dios, una diferencia enorme. La una no progresa lo más mínimo; la otra da pasos de gigante en la vida de la gracia, de la perfección y de la santidad.
¿Qué es lo que origina esta diferencia? ¿El estado de gracia? -No; puesto que suponemos a estas dos personas en posesión de la amistad de Dios. ¿La excelencia particular de las acciones de una de ellas? -Tampoco, pues suponemos también que esas acciones materiales son las mismas en su sustancia. ¿Acaso el cuidado puesto en hacer materialmente las acciones? -De ningún modo, porque, aunque haya algo de eso, se supone que es igual en las dos la perfección exterior.
¿De dónde, pues, proviene la diferencia? -De la perfección interior, de la intensidad de amor, del grado de caridad con que cada una ejecuta sus actos. La una, atenta a Dios, obra con un amor elevado, poderoso; obra únicamente por agradar a Dios; queda interiormente anonadada en espíritu de adoración al Señor; su actividad no procede, en su raíz, más que de Dios, y por eso, cada uno de sus actos la aproxima más a Dios, avanza rápidamente en la unión divina.
La otra realiza la misma obra, pero en ella la fe está adormecida, el alma no piensa en los intereses de Dios, su amor es poco fervoroso, de un grado ordinario, mediocre; sin duda, su acción no deja de ser meritoria, pero la medida de ese mérito es escasa, y aun puede ser disminuida por la disipación, el amor propio, la vanidad, y tantos otros móviles humanos que por negligencia o ligereza se deslizarán en todos los actos de esta alma de fe adormecida.
Ese es el secreto de la diferencia considerable que puede existir, a los ojos de Dios, entre ciertas almas que viven la una junto a la otra y cuyo género de vida exteriormente es idéntico. [He dicho «a los ojos de Dios», porque el ojo humano no puede siempre distinguir esta diferencia. Puede suceder que exteriormente la una sea más «correcta» y dé menos motivos a la crítica de los hombres; mientras que en la otra, en realidad más adelantada en la unión con Dios, la manifestación exterior de la gracia halle obstáculos por defectos de temperamento, independientes de su voluntad].
Tal es la eminencia de la virtud de la caridad; pues ella es la que determina propiamente la medida de vida divina en nosotros.
Procuremos, pues, obrar en todo exclusivamente para imitar a Nuestro Señor, y procurar la gloria de su Padre; pidamos frecuentemente a Jesucristo, en nuestros tratos íntimos con El, que toda nuestra actividad brote, como la suya, del amor; que nos permita compartir el amor que profesaba a su Padre, y que le hacía obrar siempre y en todo con suma perfección. «Porque amo al Padre» (Jn 14,31). Nuestro divino Salvador no puede dejar de escucharnos.
4. Necesidad de las virtudes morales adquiridas e infusas
Pero, me diréis, si así es, ¿no podrá uno contentarse con la caridad? ¿No hace inútiles las demás virtudes? -No; sería un grave error creer eso. ¿Por qué? -Porque la caridad, el amor, es un tesoro más expuesto que los otros.
Sabéis que la fe y la esperanza no se pierden sino por faltas graves, directamente contrarias a su objeto, por ejemplo, la herejía, la desesperación; mientras que la caridad se pierde, como la gracia, que es su raíz, por todo pecado mortal, de cualquier naturaleza que sea. Todo pecado grave es para la caridad un enemigo mortal; por él, el alma se aparta completamente de Dios para volverse a la criatura, lo cual va en contra de la caridad sobrenatural. Esta es una preciosa perla y un tesoro de inestimable valor, pero está expuesta a perderse por cualquier falta grave, así que es menester protegerla contra todos los ataques; y ése es el papel de las virtudes morales, las cuales son como los centinelas del amor, ellas protegen al alma contra las faltas veniales deliberadas y contra las graves que amenazan la caridad.
Debo deciros a este propósito algunas palabras sobre las virtudes morales; el cuadro y carácter de nuestras pláticas no me permiten hacer una exposición muy extensa; espero, a pesar de esto, demostraros suficientemente la necesidad de estas virtudes y el lugar que ocupan en nuestra vida sobrenatural.
Como lo indica el nombre, virtudes morales son las que regulan nuestras costumbres, es decir, los actos libres que debemos ejecutar para que nuestra conducta concuerde con la ley divina (Mandamientos de Dios, preceptos de la Iglesia, deberes de estado), para de este modo conseguir nuestro fin último. Ya veis que el objeto inmediato de estas virtudes no es Dios en sí mismo como en las virtudes teologales.
Las virtudes morales son muy numerosas: la paciencia, la obediencia, la humildad, la abnegación, la mortificación, la piedad, y muchas otras; pero todas se reducen o se encierran en cuatro principales llamadas cardinales [de la palabra latina cardo, «quicio, eje, gozne»; estas cuatro virtudes constituyen como el eje o quicio sobre el que gira y se apoya toda nuestra vida moral] (fundamentales), y que son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.- Estas virtudes cardinales son, a la vez, naturales (adquiridas), y sobrenaturales (infusas), y éstas se corresponden con aquéllas; hay una templanza adquirida y otra infusa, una fortaleza adquirida y otra infusa, y así las demás. ¿Cuál es su relación mutua? -Tienen todas el mismo campo de acción, y el concurso de las virtudes adquiridas es necesario para el pleno desarrollo de las virtudes morales infusas. ¿Por qué así?
Después del pecado original, nuestra naturaleza está viciada; hay en nosotros inclinaciones depravadas que resultan del atavismo, del temperamento y también de los malos hábitos que contraemos y que son otros tantos obstáculos para el perfecto cumplimiento de la voluntad divina. ¿Quién va a suprimir esos obstáculos? ¿Acaso esas virtudes morales infusas que Dios deposita en nosotros con la gracia? No, éstas, de por sí no tienen esa eficacia.
Sin duda que son admirables principios de operación; pero es una ley psicológica que toda destrucción de los hábitos viciosos y la corrección de las malas inclinaciones no pueden realizarse sino por hábitos contrarios, y estos mismos no se adquieren sino con la repetición de actos; de ahí las virtudes morales adquiridas. A éstas corresponde destruir los malos hábitos y crear en nosotros la facilidad para el bien: facilidad que las virtudes morales adquiridas aportan como un auxilio a las virtudes morales infusas, las cuales aceptan este concurso, muy humilde, sí, pero necesario, y en cambio, elevan los actos de la virtud natural al nivel divino y les convierten en meritorios. Retened esta verdad; ninguna virtud natural, por vigorosa que sea, es capaz de remontarse por sí misma al nivel sobrenatural, pues esto es propio de las virtudes infusas y constituye su superioridad y su eminencia.
Un ejemplo aclarará más la exposición de esta doctrina. Como consecuencia del pecado original, llevamos en nosotros mismos una inclinación a los placeres sensuales. Puede un hombre, obedeciendo a su razón natural, hacer esfuerzos para abstenerse de los desarreglos y del abuso de estos placeres; multiplicando los actos de templanza, adquiere una facilidad, cierto hábito, que constituye en él una fuerza (virtus) de resistencia. Esta facilidad adquirida es de orden puramente natural; si ese hombre no posee la gracia santificante, los actos de templanza no son meritorios para la vida eterna.
Viene la gracia con las virtudes infusas, y si ese hombre no poseía ya, a consecuencia de la virtud moral adquirida, cierta facilidad para la templanza, la virtud moral infusa (de templanza) se desarrollará con dificultad, a causa de los obstáculos que resultan de las malas inclinaciones del hombre, aún no contrarrestadas por los buenos hábitos contrarios; pero si, en cambio, se encuentra con cierta facilidad para el bien, la utiliza para ejercitarse ella misma con más comodidad.
Después, no solamente la virtud infusa impulsará al hombre a mayor perfección y le hará subir a más alto grado de virtud, hasta el punto de hacerle despreciar incluso los placeres permitidos, a fin de imitar más de cerca a Jesús crucificado, sino que también la gracia, sin la que no hay virtud infusa, dará a los actos de la virtud moral adquirida un valor sobrenatural y meritorio que jamás alcanzarían por sí mismos.
Donde se encuentren las dos virtudes, adquirida e infusa, se establece entre ellas un intercambio necesario; la virtud natural o adquirida remueve el obstáculo y crea la facilidad para el bien; la virtud infusa o sobrenatural se sirve de esta facilidad para desarrollarse ella misma y además, para elevar el valor de esa buena costumbre, aportarle un aumento de fuerza, extender su campo de operaciones y convertirla sobrenaturalmente en merecedora de la eterna felicidad.
5. Las virtudes morales salvaguardan la caridad, la cual a su vez las preside y las perfecciona
Semejante intercambio de servicios existe entre las virtudes morales, adquiridas e infusas, y la caridad. Os decía que ésta es un tesoro expuesto a perderse por cualquier falta grave; a las virtudes morales, custodios natos del amor, toca el protegerla. Por esas virtudes, el alma se libra de las faltas mortales, que amenazan la existencia de la caridad, y de los estados que conducen al pecado grave.
Esto es verdad, tratándose sobre todo de las almas poco adiestradas aún en la vida interior y en las que el amor todavía no ha alcanzado aquel grado eminente que lo hará fuerte y estable. Esas almas reciben a Nuestro Señor en la Comunión; si la Comunión es fervorosa, las almas rebosan de amor en el comulgatorio; pero si durante el día las solicita una tentación sensual, es menester que la virtud moral de templanza las incline a la resistencia pues de lo contrario, consentirían, y el amor peligraría. Del mismo modo, si el alma es tentada por la ira, es necesario que la virtud moral de paciencia o de mansedumbre se imponga para obligarla a aceptar una humillación si no, se dejará dominar por la cólera, o la venganza, con riesgo de perder la gracia santificante y, con ella, la caridad.
No sólo el pecado mortal amenaza la caridad, toda falta leve habitual no reprimida, como he dicho antes, llega a ser un peligro para ella, porque expone al alma a caídas graves.- Ahora bien, para combatir las faltas veniales deliberadas o de hábito, se necesita el ejercicio de las virtudes morales que nos hacen resistir a las múltiples solicitaciones de la concupiscencia.
Nuestra voluntad quedó debilitada después del pecado original; es de gran versatilidad y propende fácilmente al mal. Para que se incline al bien, es preciso una fuerza esa fuerza es la virtud, es un «hábito» que inclina constantemente al alma hacia el bien. Es un hecho, probado por la experiencia, que obramos casi siempre, por no decir siempre, según la inclinación de nuestros hábitos; de un hábito, sobre todo no combatido, salen sin cesar chispas, como de un ardiente foco.
Un alma inclinada al vicio del orgullo caerá constantemente, si no lo combate, en actos de orgullo y de vanidad.
Lo mismo pasa con las virtudes: son hábitos de donde proceden sin cesar los actos correspondientes. Las virtudes morales, adquiridas e infusas, sirven, pues, principalmente para remover todos los obstáculos que nos detienen en la marcha hacia Dios; nos ayudan a usar de los medios que nos son necesarios para cumplir nuestras diversas obligaciones en la vida moral y de esa manera salvaguardan la existencia en nosotros de la caridad. Tal es el servicio que las virtudes morales deben rendir a la caridad. En correspondencia, la caridad, sobre todo allí donde ella reina poderosa y ardiente, perfecciona los actos de las otras virtudes, confiriéndoles un brillo especial y añadiéndoles un nuevo mérito.
La influencia de la caridad va aún más lejos: puede de tal modo dirigir todas nuestras acciones, que, en caso necesario, ella hará que florezcan en el alma las virtudes morales adquiridas; el alma, empujada por la caridad, ejecuta poco a poco los actos cuya repetición provoca el nacimiento de las virtudes morales adquiridas. El impulso viene en tal caso de la caridad; pero ella no puede ejercer todos los actos de cada virtud, y a cada facultad le incumbe su papel propio y su especial ejercicio.
Esto sucede a las almas adelantadas en la vida divina. En ellas la caridad ha llegado a tan gran perfección, que no anida solamente en los labios ni en lo recóndito del corazón, sino que se traduce en obras. Si amamos verdaderamente a Dios, guardaremos sus Mandamientos. «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15).
El amor afectivo es necesario para la perfección de la caridad; cuando amamos a uno, le alabamos, le ensalzamos, nos felicitamos de sus buenas cualidades; y el alma que ama a Dios, se complace en sus infinitas perfecciones repite constantemente como el Salmista: «¿Quién es semejante a Tí, oh Dios mío? ¡Oh Señor, cuán digno de admiración es tu nombre, escrito en todas tus obras!» (Sal 76,14, y Sal 8,2). Se entrega con ardor a cantar la gloria de Dios de su corazón sube su alabanza a los labios: «Cantar es propio de quien ama» [Cantare amantis est. San Agustín, Sermón CCCXXXVI, c. 1]. Porque amaban, compusieron, San Francisco de Asís, sus admirables Cánticos, y Santa Teresa sus ardientes Exclamaciones.
Pero, ¿son suficientes estos afectos? -No, porque el amor, para ser perfecto, necesita manifestarse en las obras; el amor afectivo debe enlazarse con el efectivo, que se identifica con la voluntad divina y a ella se entrega totalmente; ésa es la verdadera señal de que hay amor. [«Tenemos dos principales ejercicios de amor para con Dios, el uno afectivo, y efectivo el otro; por aquél amamos a Dios y a lo que El ama; por éste le servimos y hacemos lo que ordena; el uno nos hace deleitar en Dios; el otro nos hace agradables a Dios». San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. IV, cap.1]. Y cuando ese amor es ardiente y está bien arraigado en el alma, rige a las demás virtudes y a las buenas obras, pues es el soberano, y como tal, inclina continuamente la voluntad al bien, y a Dios. [+San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, L. XI, cap.8]. El amor efectivo se traduce por una constante fidelidad al querer divino, a las inspiraciones del Espíritu Santo. A esas almas llenas de amor pudo decir San Agustín: «Ama y haz lo que quieras» (Dilige, et quod vis fac. In Epist. Joan. Tract., VII, cap.4), porque esas almas no admiten más que lo que agrada a Dios, y, a ejemplo de Jesucristo, pueden ellas decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre celestial». En eso consiste la perfección.
6. Aspirar a la caridad perfecta por la pureza de intención
Ahora bien, ¿cómo adquirir ese amor perfecto? ¿Cómo aumentarle en nosotros de manera que vivamos de él? Porque, cuando es verdadero, contiene el germen de todas las virtudes; a todas pone en movimiento, a cada una en el momento oportuno, como hace un capitán con sus soldados (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, L. III, cap.1). «La caridad lo cree todo, lo espera todo, lo sufre todo y lo soporta todo» (1Cor 13,7). Cada paso que damos en el amor es un paso que damos en la santidad, en la unión con Dios.
[He aquí lo que escribía Santa Juana de Chantal a propósito de San Francisco de Sales: «La divina bondad había puesto en esta santa alma una caridad perfecta, y como él dice que, entrando la caridad en un alma, se aloja en ella todo el cortejo de virtudes, no hay duda que las había traído y colocado en su corazón con un orden admirable, cada una en el puesto y autoridad que le pertenece, y tan ordenadas, que la una no emprendía nada sin la otra, pues veía el santo claramente lo que convenía a cada una y los grados de su perfección, y todas producían sus acciones según las ocasiones que se presentaban y a medida que la caridad le excitaba a ello dulcemente y sin ruido». Cta. al Rv. P. D. Juan de San Francisco, Feuillant, Abrégé de l’esprit intérieur... de la Visitation, Ruan 1744, 95].
¿Cómo podremos llegar a esa perfección de la santidad? ¿Cómo sostener en nosotros la intensidad del amor? Por el sacramento de la Eucaristía, que es el sacramento de la Unión, es como principalmente se intensifica ese amor, según veremos pronto detalladamente; aquí consideramos la cuestión fuera de la acción de los sacramentos, en el plano de nuestra cooperación.
La caridad se mantiene y su intensidad aumenta en nosotros, sobre todo, por la renovación de la intención que nos mueve a obrar. La intención, como lo dicen muy bien los Padres de la Iglesia, comentando unas palabras de Nuestro Señor, es el ojo del alma que orienta todo el ser hacia Dios. Si ese ojo es puro y no está ofuscado por ningún estorbo humano creado, toda la actividad del alma se dirige a Dios (+Santo Tomás, I-II, q.12, a.1 y 2).
¿Es necesario que la intención que nos mueve a obrar por amor de Dios, es decir, para procurar su gloria haciendo su voluntad, sea siempre actual? No, de ninguna manera; ni se requiere ni tampoco es posible; pero la experiencia y la ciencia de los Santos han demostrado la conveniencia y la sobrenatural oportunidad de la práctica de renovar frecuentemente nuestra intención para avanzar y progresar en el amor de Dios y en la vida divina. [No hablamos aquí de lo que es estrictamente requerido para que un acto sea meritorio, sino del aumento de perfección. «Nuestras intenciones, dice en una parte Bossuet, están sujetas naturalmente a extinguirse, si no se las hace revivir». Prácticamente, la intención se renueva por una señal de la cruz, una oración jaculatoria, un suspiro del corazón hacia Dios]. ¿Por qué así? -Porque la pureza de intención mantiene nuestra alma en la presencia de Dios, la excita a buscarle en todas las cosas, e impide que la curiosidad, la ligereza, la vanidad, el amor propio, el orgullo, la ambición, se insinúen o se infiltren en nuestras acciones para disminuir su mérito.
La intención pura, frecuentemente renovada, hace oblación del alma a Dios en su ser y en su actividad, aviva y mantiene sin cesar en ella la hoguera del amor divino, y de esta suerte, por cada obra buena que promueve y endereza a Dios, acrecienta la vida del alma. «Para hacer excelentes progresos en la devoción, dice San Francisco de Sales, hay que ofrecer todas las acciones a Dios cada día, pues en esta diaria renovación del ofrecimiento comunicamos a nuestras acciones el vigor y la virtud de dilección por una nueva consagración de nuestro corazón a la gloria divina mediante la cual se santifica cada vez más. Además de esto dediquémonos una y otra vez durante el día a fomentar en nosotros el divino amor mediante la práctica de oraciones jaculatorias, elevaciones de corazón y recogimiento espiritual del alma, pues estos santos ejercicios, impulsando y orientando constantemente nuestro espíritu hacia Dios harán que todos nuestros actos se los consagremos a El. ¿Cómo puede concebirse que un alma que se lanza en todo momento hacia la divina bondad y suspira incesantemente palabras de amor, descansando siempre su corazón en el seno de este Padre celestial, no ejecute todas sus buenas obras pensando únicamente en El y con vistas a complacerle?» (Tratado del amor de Dios, L. XIII, c. 9).
Tengamos buen cuidado de no obrar habitualmente, sino por la gloria de Dios, para complacerle y serle agradables y para que, según la oración misma de Cristo, «el nombre de nuestro Padre celestial sea santificado, venga a nos su reino y se haga su voluntad». En el alma así dispuesta y orientada prenderá cada día con más fuerza el amor divino, pues a cada paso se abisma más en ese fuego sagrado, renovando continuamente sus actos amorosos. El amor es entonces un peso que arrastra al alma, gradual y progresivamente, hacia una mayor generosidad y fidelidad en el servicio de Dios. «Mi amor es mi fuerza de gravedad» (Amor meus, pondus meum. San Agustín, Confess., L. XIII, c. 9). De ahí la prontitud con que responde el alma cuando se trata de dedicarse al servicio de Dios y buscar los intereses de su gloria; ésa es, en suma, la verdadera devoción.
¿Qué significa la palabra devoción? -El término latino devovere lo indica: estar dado y consagrado al servicio de Dios, y esto hacerlo con alegría. La devoción no consiste únicamente en haber sido consagrado a Dios en el Bautismo, sino principalmente en dedicar con prontitud y de buen grado a su servicio y a la gloria del Padre todas sus energías, todas sus obras. [Devotio est quidam voluntatis actus ad hoc quod homo prompte se tradat ad divinum obsequium. Santo Tomás, II-II, q.82, a.3]. Es lo que la Iglesia pide a menudo para nosotros: «Haz, Señor, que nuestra voluntad te sea siempre adicta y que nuestro corazón se consagre siempre al servicio de tu Majestad» [Fac nos tibi semper et devotam gerere voluntatem et maiestati tuæ sincero corde servire. Oración del domingo en la octava de la Ascensión]. En otra ocasión nos hace pedir la gracia de ser «consagrados a Dios de modo que procuremos la gloria de su nombre por nuestras buenas obras» [In bonis actibus nomini tuo sit devota. Oración del XXI domingo después de Pentecostés].
No tener en la práctica de nuestra actividad otro principio que la gracia, ni otro fin que el cumplimiento de la voluntad de Dios, que nos ha hecho sus hijos, ni otro móvil supremo que el amor de Dios y los intereses de su gloria, es, como dice San Pablo, «caminar de una manera digna de Dios y complacerle en todas las cosas, produciendo frutos en toda clase de obras buenas y progresando en el conocimiento del que es nuestro Dios» (Col 1,10).
Sea éste, pues, nuestro, ideal, y cumpliremos así el precepto promulgado por Jesús, precepto que es el primero de todos y resume mejor que otro alguno la vida sobrenatural: «Amar a Dios con todo nuestro espíritu, con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas» (Mc 12,30).
7. La caridad puede informar todas las acciones humanas; sublimidad y sencillez de la vida cristiana
San Pablo acaba de decirnos que para cumplir este precepto hay que agradar a Dios en todo; y emplea la misma expresión cuando se trata del acrecentamiento de la vida divina en nosotros. El Apóstol emplea más de una vez esta misma locución «en todo», que está llena de sentido. ¿Qué quiere decir San Pablo con ese: «crecer en todas las cosas»?
Que ninguna acción, desde el momento que es «verdadera» en el sentido que hemos dicho, se sustraiga al dominio de la gracia, de la caridad y del mérito; que no haya ninguna que no pueda servir para aumentar en nosotros la vida de Dios. San Pablo mismo explicó esta frase per omnia en su primera Epístola a los de Corinto: «Ya comáis, dice, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo por la gloria de Dios» (1Cor 10,31); y a los Colosenses: «Todo lo que hagáis en palabras y en obras, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando por El gracias a Dios Padre» (Col 3,17).
Ya lo veis; no sólo los actos que por su naturaleza se refieren directamente a Dios, como los «ejercicios» de piedad, la asistencia a la santa Misa, la comunión y la recepción de los demás sacramentos, las obras de caridad espiritual y corporal, sino también las acciones más ordinarias y comunes, los incidentes más vulgares de nuestra vida cotidiana, como tomar alimento, ocuparse en los propios negocios o trabajos, desempeñar en la sociedad las distintas obligaciones necesarias o simplemente útiles, de hombre y de ciudadano; descansar, dormir; en una palabra, todas las acciones que se repiten cada día y tejen literalmente, en su monótona y rutinaria sucesión, la trama de toda nuestra vida, pueden ser transformadas, por la gracia y el amor, en actos agradabilísimos a Dios y muy ricos en merecimientos. Es como el grano de incienso, un poco de polvo disgregado; pero cuando se arroja al fuego, se convierte en perfume agradable. Cuando la gracia y el amor lo impregnan y colorean todo en nuestra vida, entonces toda ella es como un himno perpetuo a la gloria del Padre celestial; es para El, por nuestra unión con Cristo, como un grano de incienso, que exhala suaves aromas: «Somos para Dios el buen olor de Cristo» (2Cor 2,15). Cada acto de virtud reporta una alegría inmensa al corazón de Dios, pues es una flor y un fruto de la gracia que nos ha sido procurada por los méritos de Jesús: «En alabanza de la gloria de su gracia» [In laudem gloriæ gratiæ suæ (Ef 1,6). «Las menudencias de cada día: un dolorcillo de cabeza, de dientes, de fluxión, la quebradura de un vaso, el menosprecio, la mofa, en suma, cualquier ligero padecimiento, todo esto y mucho más que puede tener lugar todos los días, tomándolo y abrazándolo con amor, contenta en gran manera de la divina bondad, la cual por un solo vaso de agua prometió un mundo de felicidad a todos sus fieles... Las grandes ocasiones de servir a Dios se presentan rara vez, pero las pequeñas son frecuentes... Haced, pues, todas las cosas en nombre de Dios y estarán bien hechas». San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III parte, cap.35].
No está, pues, exceptuado ningún acto bueno; toda clase de esfuerzo, trabajo u obra, toda renuncia, todo padecimiento, toda pena o lágrima, recibe, si queremos, la influencia saludable de la gracia y de la caridad. ¡Oh, cuán sencilla y sublime es la vida cristiana! Sublime porque es la vida misma de Dios, que teniendo en El su principio nos ha sido dispensada por la gracia de Cristo y nos lleva hacia Dios: «Reconoce, oh cristiano, tu dignidad» [Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam. San León, Sermo I de nativitate Domini]. Sencilla, porque esta vida divina se injerta en la humana por baja, humilde, enferma, pobre y ordinaria que ésta sea. Dios no nos exige, para que seamos sus hijos y lleguemos a ser coherederos de su Hijo, la ejecución de muchos actos heroicos; no nos pide que «atravesemos los mares, ni que nos alcemos hasta los cielos» (Dt 30, 12-13). No; en nosotros mismos es donde se halla el reino de Dios, y en nosotros se edifica, se embellece y se perfecciona. «El reino de Dios está en vuestro interior» (Lc 17,21); la vida sobrenatural es una vida interior cuyo principio está oculto con Cristo en Dios y en el alma. «Vuestra vida discurre escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).
No necesitamos cambiar de naturaleza, sino corregir lo que tiene de defectuoso; no es preciso usar fórmulas largas, pues la intensidad del amor puede consistir en una sola mirada del corazón; nos basta estar en gracia, hacerlo todo por Dios, para darle gloria con intención pura, y desde luego, vivir como hombres en el lugar en que nos ha destinado la Providencia, haciendo la voluntad divina y cumpliendo el deber del momento presente; y esto sencilla y tranquilamente, sin agitarse y con la confianza íntima y profunda hecha de libertad y de gozo interior, propia del hijo que se siente amado de su padre y le ama a su vez en la medida de su debilidad.
No siempre se trasluce al exterior esta vida animada de la gracia e inspirada en el amor; sin duda, dice Nuestro Señor (Mt 12,33), todo árbol se conoce por sus frutos; el Espíritu Santo, que habita en el alma, le hace producir esos frutos de caridad, de benignidad, que descubren al exterior el poder de su acción; pero el principio de esa acción es totalmente íntimo; su brillo sustancial queda en el interior. «Toda la gloria de la hija del Rey se halla en su interior» (Sal 4,12); su resplandor sobrenatural está con frecuencia oculto bajo las toscas apariencias de la vida cotidiana.
No seamos, pues, indolentes, dejando de aprovechar con tanta frecuencia todos los bienes que tenemos a nuestro alcance, dándonos a «bagatelas engañadoras» (Sab 4,12). ¿Qué diríamos de aquellas pobres gentes a quienes un príncipe magnánimo abriese sus tesoros, y que en lugar de coger a manos llenas para enriquecerse, los miraran con indiferencia? Pues que eran unos insensatos.
No seamos nosotros esos pobres insensatos. Ya os lo he dicho: por nosotros mismos nada podemos, y Nuestro Señor quiere que no olvidemos esto: Sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5); pero cuando poseemos su gracia, ésta debe llegar a ser, con el amor, el principio de una vida completamente divina.
Es menester que con la gracia de Cristo lo hagamos todo para complacer a su Padre. «Todo lo puedo, dice San Pablo, en aquel que me fortalece» (Fil 4,13); procuremos que todas nuestras acciones, lo mismo las grandes que las pequeñas, las ocultas que las brillantes, nos sirvan para avanzar a grandes pasos en la vida divina, por el amor intenso con que las hagamos.
Si lo hacemos así, Dios nos mirará con agrado, porque podrá contemplar en nosotros la imagen de su Hijo, imagen que va perfeccionándose más y más. Con el aumento de la gracia, de la caridad y de las demás virtudes, los rasgos de Cristo se reproducen en nosotros cada día con mayor perfección para gloria de Dios y alegría de nuestra alma.
8. Fruto de la caridad y de las virtudes que ella rige: hacernos crecer en Cristo, para completar su cuerpo místico
En efecto, para que seamos semejantes a Cristo, debemos vivir en todas las cosas, por la caridad: «Crezcamos por todos los medios en Aquel que es nuestra cabeza, esto es, Cristo». El fin que perseguimos con el desarrollo de la vida sobrenatural en cada uno de nosotros, no es sino el de «llegar a la perfección de la edad de Cristo». Os dije, al tratar de la Iglesia, que Cristo, en su realidad personal y física, es perfecto; pero forma con su Iglesia un cuerpo místico que todavía no ha conseguido su completa perfección. Esta perfección se realiza poco a poco en las, almas en el transcurso de los siglos, «según la medida de la gracia de Cristo, que Dios da a cada uno» (Ef 4,7) pues en un cuerpo hay muchos miembros, y todos no tienen la misma función ni la misma nobleza. Este cuerpo místico forma una sola cosa con Cristo, que es la cabeza; nosotros formamos parte de él por la gracia, pero debemos ser miembros perfectos, dignos de la cabeza divina; esto es lo que buscamos con nuestro perfeccionamiento sobrenatural. Cristo es el fundamento de ese progreso, porque es la cabeza. No lo olvidemos jamás: Jesucristo, después de haberse revestido de nuestra naturaleza, santificó todas nuestras acciones y sentimientos; su vida humana fue semejante a la nuestra, y su corazón divino es el foco de todas las virtudes. Jesucristo ejercitó todas las formas de la actividad humana, pues no hay que imaginarse que estuviera inmovilizado en éxtasis, por lo contrario, en la visión beatifica de las perfecciones de su Padre encontraba el estímulo para su actividad; quiso glorificar a su Padre, santificando en su persona las formas de actividad en que nosotros mismos tenemos que ejercitarnos. Si nosotros rezamos, también El pasó noches en oración; trabajamos, mas El también se fatigó en el trabajo hasta la edad de treinta años; comemos, y El se sentó a la mesa con sus discípulos; tenemos que soportar contrariedades de parte de los hombres, pues El también las conoció, porque, ¿acaso le dejaron tranquilo los fariseos? Padecemos, y El derramó lágrimas, padeció por nosotros, antes que nosotros, en su cuerpo y en su alma, como nadie lo hará jamás; disfrutamos alegrías, y su santa alma las sintió inefables, nos entregamos al descanso, y el sueño también cerró sus párpados. En una palabra, hizo todo lo que nosotros hacemos. Y todo ello, ¿para qué? No solamente para darnos ejemplo, puesto que es nuestro Jefe, sino también para merecernos, por estas acciones, la gracia de poder santificar todos nuestros actos; para darnos la gracia que nos hace agradables a su Padre. Esta gracia nos une a El, nos hace miembros de su cuerpo, y no necesitamos, para crecer en El, y llegar a la perfección que debemos alcanzar como miembros de ese cuerpo, más que dejar que esa gracia vivifique a nuestra alma y a toda nuestra actividad.
Cristo habita en nosotros con todos sus méritos, a fin de vivificar todas nuestras acciones. Cuando por una intención recta y pura, frecuentemente renovada, unimos los actos de nuestra jornada a las acciones del mismo género que Jesús realizó en la tierra, la virtud divina de su gracia influye constantemente en nosotros, y si todo lo hacemos unidos a El por el amor, no cabe duda que avanzaremos rápidamente. Oíd estas consoladoras y magníficas palabras de Nuestro Señor: «Mi padre no me deja solo, porque hago siempre lo que le es agradable» (Jn 8,29). Cada uno de nosotros ha de hacer lo mismo: «¡Oh Padre celestial hago esta acción únicamente para complacerte, por tu gloria y por la de tu Hijo. Cristo Jesús, en unión, contigo quiero realizar este acto para que lo santifiques con tus méritos infinitos».
El amor que llenaba el corazón de Cristo hacia su Padre debe ser el móvil de los actos de sus miembros como lo fue de los suyos, la gloria de su Padre fue el primero y último pensamiento en todas las obras de Cristo por consiguiente, séalo también de las nuestras por la unión continua con la gracia y caridad de Cristo. Por eso, la santa Iglesia nos exhorta a que pidamos a Dios que conformemos nuestros actos con su divino querer, ya que permaneciendo unidos al «Hijo de su predilección», mereceremos abundar en obras buenas. «Caminad en la caridad, a ejemplo de Cristo», dice San Pablo (Ef 5,2); de esa manera estaréis acordes del todo con vuestro Jefe. «Habéis de abundar en los mismos sentimientos en que abundaba Cristo Jesús» (Fil 2,5). Así iremos de virtud en virtud (Sal 83,8); aspiraremos a la perfección de nuestro modelo por un crecimiento constante porque Cristo mora en nosotros con su Padre, que nos ama (Jn 14,23), y con el Espíritu Santo, que nos guía con sus inspiraciones; esto dará origen a un progreso continuo y fecundo con vistas al cielo. De esta suerte, alcanzaremos esa sólida perfección que nace de la constancia y de la plenitud en el obrar enteramente de acuerdo con la voluntad divina: «Para que os conservéis perfectos y cabales en todo querer divino» (Col 4,12).
9. El progreso sobrenatural puede ser continuo hasta la muerte: «donec occurramus omnes... in mensuram ætatis plenitudinis Christi»
Mientras vivimos en este mundo podemos crecer en la gracia. El río de vida divina comenzó en nosotros por una fuente el día del Bautismo, pero puede ensancharse sin cesar para alegría de nuestra alma, a la que riega y fecunda hasta que desemboque en el océano divino. «El ímpetu de las aguas del río alegra la ciudad de Dios» (Sal 45,5).
No me digáis que eso es una idea de mercenario. Verdad que el dilatar en nosotros la vida divina redunda en provecho nuestro, pues cuanto más crecemos en gracia y caridad, más se acrecientan nuestros méritos y mayor será nuestra gloria futura y nuestra bienaventuranza eterna. Pero Dios, en su magnificencia, lo ha querido así, y si de ello depende nuestra felicidad durante toda la eternidad, también va en ello la voluntad de Dios y la gloria que procura al Padre celestial el cumplimiento de esa voluntad. [«Un alma que ama a Dios debe desear sinceramente reunir en sí todas las perfecciones en que Dios se complace, y poseerlas en la medida conforme a su voluntad». Vida de Santa Magdalena de Pazzi, por P. Cepari].
San Pablo es, en esto, un admirable modelo. Después de llegar al término de su carrera, contando ya con poco tiempo de vida, pues espera la muerte en las prisiones de Roma; después de predicar, a Cristo con infatigable perseverancia y de procurar reproducir en sí los rasgos divinos de Jesús, a quien tanto ama, ved lo que escribe a los de Filipo, al cabo de tantos trabajos sobrellevados por Jesús, de tantas luchas reñidas por su gloria, de tantas tribulaciones soportadas con aquel amor ardiente que nada era capaz de enfriar: «Aun no he llegado a la perfección, pero sigo mi carrera interior para tratar de obtenerla, ya que para ello fui llamado por Jesucristo; no creo haberlo alcanzado, mas sólo procuro una cosa: olvidando lo que queda atrás, voy derecho a lo que está delante; prosigo mi carrera, por ver si alcanzo el premio de la soberana vocación a la que fui llamado por Dios, en Jesucristo» (Fil 3, 12-24).
¿Por qué persigue San Pablo este objetivo con toda la energía de su alma grande? Sin duda por «el premio», pero por el premio «al cual ha sido llamado por vocación divina en Jesucristo». Ya os he dicho, al principio, que glorificamos al Padre si damos mucho fruto, como Nuestro Señor mismo nos lo ha asegurado; y si Dios nos dio a su Hijo y Este la Iglesia, su Espíritu y todos sus méritos, fue para que la vida divina abunde en nosotros.
Por esta razón exhortaba tanto San Pablo a los cristianos de su época para que progresaran en la vida cristiana: «Pues así como recibisteis a Jesucristo, Nuestro Señor, les decía, andad con El, arraigados y sobreedificados en El, fortalecidos en la fe, creciendo en El, en hacimiento de gracias» (Col 3, 6-7). También desde la prisión escribía a los Filipenses: «Lo que pido a Dios es que vuestra caridad abunde más y más, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia, por Jesucristo, para gloria y loor de Dios» (Fil 1, 9-11).
Y todavía con más insistencia: «Que el Señor fortalezca vuestros corazones y los haga irreprensibles, en santidad, delante de Dios Padre, el día en que Nuestro Señor venga con todos sus santos. Hermanos, os lo pido y os lo suplico, por el Señor Jesús; habéis aprendido de nosotros cómo hay que conducirse para complacer a Dios; caminad, pues, progresando más y más cada día, pues ya conocéis los preceptos que os hemos dado de parte del Señor, Jesús, puesto que lo que Dios quiere es vuestra santificación» (Tes 3,13; 4, 1-3).
Procuremos, pues, cumplir esta voluntad de nuestro Padre celestial. Nuestro Señor quiere que el esplendor de nuestras obras sea tal, que muevan a los que las contemplen a glorificar a su Padre (Mt 5,16). No temamos ni la tentación pues hasta de ella saca Dios provecho para nosotros cuando la resistimos (1Cor 10,13), porque es buena coyuntura para una victoria que nos afianza en el amor de Dios; ni las pruebas, pues podemos vernos envueltos en grandes dificultades, padecer graves contradicciones, soportar hondos padecimientos, pero desde el momento en que nos ponemos al servicio de Dios por amor, esas dificultades, esas contrariedades, esos padecimientos, sirven de alimento al amor.
Cuando se ama a Dios, se puede sentir la cruz, Dios mismo nos la hará sentir más y más, a medida que avancemos, porque la cruz nos hace más semejantes a Cristo; pero entonces se ama, si no la cruz misma, al menos la mano de Jesús, que la coloca sobre nuestros hombros, pues esta mano nos da también la unción de la gracia para soportar su peso. El amor es un arma poderosa contra las tentaciones y una fuerza invencible en las adversidades.
No nos dejemos tampoco abatir por nuestras miserias, por las imperfecciones que deploramos, pues no impiden el aumento de la gracia, «porque Dios conoce de qué barro estamos formados» (Sal 102,14); son el tributo pagado por nuestra naturaleza humana y son a la vez raíz fecunda de humildad. Tengamos paciencia con nosotros mismos en este anhelo incesante por llegar a la perfección; la vida cristiana no tiene nada de agitada ni de inquieta; su desenvolvimiento en nosotros se concilia perfectamente con nuestras miserias, servidumbres y flaquezas, porque «en medio de éstas es donde sentimos que habita en nosotros la fuerza triunfante de Cristo». «Para que habite en mí la fortaleza de Cristo» (2Cor 12,9).
Dios es, en efecto, el principal autor de nuestra santificación y de nuestra salvación. [«Que el Dios de paz, escribía San Pablo, os haga capaces de toda buena obra, por el cumplimiento de su voluntad, obrando en vosotros lo que es más agradable a sus ojos, por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos». Heb 13,21]. No lo olvidemos jamás. Dice el Concilio de Trento: «No hemos de vanagloriarnos como si lo obrásemos todo por nosotros mismos, sino que Dios, que es tan rico en misericordia, quiere recompensar los dones que El mismo depositó en nosotros» (Sess VI, cap.16) [Lo cual declara muy bien una oración del Sábado Santo (después de la 12ª profecía): Omnipotens sempiterne Deus, spes unica mundi... auge populi tui vota placcatus, quia in nullo fidelium, nisi ex tua inspiratione, proveniunt quarumlibet incrementa virtutum]. «Por la gracia de Dios, dice San Pablo, soy lo que soy», y añade (1Cor 15,10): «y yo no he dejado la gracia inactiva en mí, he trabajado más que todos los otros, pero no sólo, sino la gracia de Dios conmigo». «Para que Dios, dice también, dé el aumento, es preciso plantar y regar» (ib. 3,6).
Procuremos, pues, con toda la energía de nuestra alma, por medio del ejercicio meritorio de las virtudes, en especial de las teologales y por esa disposición fundamental de hacerlo todo por la gloria de nuestro Padre celestial, procuremos, digo, y no impidamos que la acción de Dios y del Espíritu Santo se desenvuelva en nosotros con la más amplia libertad, porque de esa manera «creceremos en Cristo, que es nuestra cabeza». Fijemos en El nuestras miradas, pues para eso fuimos llamados por Cristo Jesús (Fil 3,12). Detenerse en el camino de la santificación es, para el alma, retroceder.
Por otra parte, podemos adelantar siempre, mientras vivamos en este mundo: «Es preciso, decía Nuestro Señor de sí mismo, que mientras dura el día, realice yo las obras del que me ha enviado; pues una vez que se eche encima la noche, nadie puede hacer nada» (Jn 9, 4-5). Sólo la muerte pondrá término a «esas ascensiones del corazón propias de este valle de lágrimas» (Sal 83, 6-7).
¡Ojala lleguemos, en ese momento decisivo, «a la edad de la perfección de Cristo» y a la plenitud de vida y bienaventuranza que Dios determinó para cada uno de nosotros al predestinarnos en su Hijo muy amado (Ef 4,13)!
NOTA.- Creemos útil terminar esta conferencia con una ojeada muy rápida sobre el conjunto del organismo sobrenatural: esta exposición sintética acabará de fijar el orden de los distintos elementos que constituyen la vida de hijo de Dios. A este objeto, lo mejor que podemos hacer es considerar, durante unos instantes, la persona misma de Nuestro Señor, ya que es nuestro modelo. En virtud de la gracia de unión hipostática, Jesucristo es, por naturaleza, el Hijo Unigénito de Dios; nosotros somos hijos de Dios por la adopción.- En Cristo, la gracia santificante existe en su plenitud; nosotros participamos de esa plenitud en una medida más o menos abundante, según el don que nos hace de ella Cristo: Secundum mensuram donationis Christi (Ef 4,7).- La gracia santificante lleva consigo el cortejo de las virtudes infusas, teologales y morales. Nuestro Señor no tenía, propiamente hablando, la fe: la esperanza, hasta cierto punto; pero la caridad la llevó al mas alto grado; mientras vivimos en este mundo, permanecen con nosotros la fe, la esperanza y la caridad, en un grado de mayor o menor desarrollo.
Jesucristo poseía las virtudes cardinales infusas y las otras virtudes morales compatibles con su divinidad; pero en El se desarrollaron libremente, sin trabas y sin esfuerzo, porque Nuestro Señor revestía una naturaleza humana perfecta, exenta de pecado y de sus consecuencias; esas virtudes no encontraban obstáculo alguno en su práctica; pero, en cambio, en nosotros, a consecuencia del pecado original, el desenvolvimiento de las virtudes morales infusas encuentra obstáculos y reclama el concurso de las virtudes morales adquiridas.- Finalmente, el Espíritu Santo difundió la plenitud de sus dones en el alma de Jesús. El nos concede una participación de ellos, la cual, aunque limitada, produce admirables frutos.
Añadamos que las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo nos transportan a un terreno especial que no necesita el auxilio directo de las virtudes naturales, mientras que las virtudes morales infusas reclaman, para su pleno desarrollo, el concurso de las virtudes morales naturales correspondientes, concurso que al utilizarlo lo dignifican y lo elevan; sólo la caridad da a las demás virtudes virtualidad sobrenatural, razón por la cual posee la primacía.
Tal es, a grandes rasgos, el maravilloso organismo sobrenatural que la infinita bondad y la soberana sabiduría de Dios ha establecido para realizar nuestra santificación.

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