martes, 9 de junio de 2009

Jesucristo, vida del alma - IV

Jesucristo, vida del alma - IV

Por Dom Columba Marmion, O.S.B.

7
El sacrificio eucarístico
La Eucaristía, fuente de vida divina
En todas las páginas que preceden he procurado demostraros cómo Dios quiere hacernos partícipes de su vida y cómo la gracia de Cristo, elevándonos a la categoría de hijos de Dios, es el principio de la vida divina en nosotros. El Bautismo nos confiere esa gracia, que es el germen de la vida sobrenatural y como el río divino en su hontanar. Hay obstáculos que se oponen al desarrollo de esa vida y al crecimiento de ese río; ya os he dicho de qué modo debemos eliminarlos. Finalmente, en las dos últimas conferencias os he expuesto cuáles son las leyes generales que determinan la permanencia de esa vida en nuestras almas, y los medios de que disponemos para acrecentarla; cómo es preciso permanecer unidos a Cristo por la gracia santificante, y hacer todas y cada una de nuestras acciones por la gloria de su Padre, con intención recta y movidos de una ardiente caridad. Esta ley se extiende a toda nuestra actividad, y abarca todas nuestras obras, de cualquier naturaleza que sean.
Cuando un alma se percata de la grandeza de esta vida sobrenatural y se convence de que el fundamento de ella no es otro que nuestra unión con Cristo por la fe y por la caridad, aspira a la perfección de esa unión; anhela la plenitud de esa vida, que debe, según el pensamiento eterno de Dios, poseer en sí misma. Esta perfección ¿no será una utopía, una quimera?, se pregunta el alma. No, no es pura entelequia; aunque parezca una cosa sublime e inasequible, puede y debe convertirse en realidad. «Esto es imposible para los hombres; para Dios todas las cosas son posibles» (Mt 19,26).
Es cierto, en efecto, que todos los esfuerzos de la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin Cristo, no pueden hacernos avanzar un paso en la realización de esa unión, ni provocar el nacimiento y desarrollo de la vida que la unión engendra. Dios sólo es el dispensador del germen y crecimiento; es necesario, indispensable, como dice San Pablo (1Cor 3,6), que nosotros plantemos y reguemos; pero los frutos de vida no se producen sino por la savia de la gracia divina que Dios hace correr por nosotros.
Dios Nuestro Señor pone a nuestra disposición medios incomparables para mantener esa savia, pues si en cuanto es Bondad infinita y soberanamente eficaz, quiere hacernos participantes de su naturaleza y felicidad, como Sabiduría eterna, proporciona también los medios para el fin; de una virtualidad y eficacia a las que nada iguala si no es la dulzura con que esa sabiduría eterna obra: «Alcanza poderoso del uno al otro extremo y todo lo gobierna suavemente» (Sab 8,1).
Ahora bien, si después de haber considerado cómo Dios nos infunde en el Bautismo el germen de esta vida y las primicias de esta unión, y la ley general que rige su desarrollo, deseamos conocer, en concreto, los medios que Dios pone a nuestra disposición, veremos que se reducen principalmente a la oración y a la recepción del Sacramento de la Eucaristía.
Dios se ha comprometido con el alma que se dirige a El: «Si pedís alguna cosa a mi Padre en mi nombre, dice Jesús, os la concederá»; y añade: «Pedid y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea perfecta»; y esta alegría es la alegría de Cristo -«para que posean en toda su plenitud mi gozo» (Jn 16, 23-24)-, la alegría de su gracia, la alegría de su vida la cual, como río divino, nace de El y fluye hasta nosotros para regocijarnos (Sal 45,5).
La Eucaristía es el otro medio, mucho más poderoso aún. En la oración, Dios comunica sus dones con ciertas condiciones; en el sacramento de la Eucaristía, es el mismo Cristo quien se da a nosotros, la Eucaristía es propiamente el sacramento de la unión que alimenta y mantiene la vida divina en nosotros. A ella se refiere particularmente lo que dijo Nuestro Señor: «Yo he venido para dar a las almas la abundancia de la vida» (Jn 10,10). Al recibir a Cristo en la comunión, nos unimos a la vida misma.
Pero antes de darse al alma en alimento, Cristo se inmola, puesto que no se hace presente bajo las especies sacramentales sino en el sacrificio de la Misa. Por esta razón, debo, en primer lugar, tratar de la oblación del altar, aplazando para la próxima conferencia el hablaros de la comunión eucarística.
Digamos, pues, lo que es el sacrificio de la Misa y cómo hay en él virtualidad para irnos transformando en Jesús.
Este tema es inefable; el mismo sacerdote, para quien el sacrificio eucarístico es como el centro y el sol de su existencia, es incapaz de dar a comprender con su palabra las maravillas que el amor de Cristo ha acumulado en él. Todo lo que el hombre, simple criatura, puede decir de ese misterio, salido del corazón de un Dios, queda tan por debajo de la realidad, que después de decir todo cuanto se sabe de él, parece que no se ha dicho nada. Este misterio es tan santo y elevado que no hay tema que el sacerdote ame y a la vez tema tanto tratar.
Pidamos a la fe que nos ilumine, pues el sacrificio eucarístico es por excelencia un misterio de fe, mysterium fidei, y así, para comprender algo de él, es preciso recurrir a Cristo, repitiéndole las palabras de San Pedro, cuando Jesús anunció este misterio a los judíos, y varios de sus discípulos le abandonaron escandalizados: «¿A quién iremos, Señor, únicamente tú tienes palabras de vida eterna» (ib. 6,69), y sobre todo, creamos al amor, como dice San Juan (ib. 4,16). Nuestro Señor quiso instituir este sacramento en el instante en que iba a darnos, por su Pasión, el testimonio más grande de su amor para con nosotros, y quiso que se perpetuase entre nosotros, «en memoria de El»; es como su último pensamiento y el testamento de su sagrado corazón: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24).
1. La Eucaristía considerada como sacrificio; trascendencia del sacerdocio de Cristo
El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es «un verdadero sacrificio», que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como «un verdadero sacrificio» (Sess 22, can.1). En «ese divino sacrificio», que se realiza en la Misa, se inmola de una manera incruenta el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz es ofrecido ahora por ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste únicamente en el modo de ofrecerse e inmolarse (ib. cap.2).
El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante de dónde proviene el valor de la inmolación de la Cruz. El valor de un sacrificio depende de la dignidad del pontífice y de la calidad de la víctima por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.
Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos.- En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo es única: consiste en la gracia de unión que, en el momento de la Encarnación, une a la persona del Verbo la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es «Cristo», que significa «ungido» no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino ungido por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el Salmista, «como aceite delicioso»; «Has amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso te ungió el Señor, tu Dios, anteponiéndote a tus compañeros, con aceite de alegría» (Sal 44,8).
Jesucristo es «ungido», consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión. Y de esta suerte quien le constituye pontífice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: «Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontífice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): «Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy», le llamó para constituirle sacerdote del Altísimo» (Heb 5,5; +6, y 7,1).
De ahí, pues, que, por ser el Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre Eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: «El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109,4). ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? -Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble: «Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio eterno porque El permanece siempre» (Heb 7,3).
Y ese sacerdocio es según «el orden», es decir, la semejanza «del de Melquisedec». San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento, que representa, por su nombre y por su ofrenda de pan y vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedec significa «Rey de justicia», y la Sagrada Escritura nos dice que era «Rey de Salem» (Gén 14,18; Heb 7,1), que quiere decir «Rey de paz». Jesucristo es Rey; El afirmó, en el momento de su Pasión, ante Pilato, su realeza: «Tú lo has dicho» (Jn 18,37). Es rey de justicia porque cumplirá toda justicia. Es rey de paz (Is 9,6) y vino para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, pactaron, con un beso, su alianza (Sal 84,11).
Lo veis bien: Jesús, Hijo de Dios desde el momento de su Encarnación, es por esta razón el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia. Así, pues, su sacrificio posee, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito.
2. Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta oblación
Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación. «Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes de El.
El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo como ella.
Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid, adoremos al Señor y postrémonos ante El... Porque El nos ha formado y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).
A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino. Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos, los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.
Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños, para testimoniar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.
Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.
Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus... legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º Domingo después de Pentecostés].
De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote. Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico, había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crímenes delante de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.
Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).
Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo, considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano; siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí... Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.•«Dios cargó sobre El las iniquidades de todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).
De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).
3. Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa
No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; es suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.
¿Cómo ha provisto Jesús a la realización de este su deseo, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Jesús va a renovar su sacrificio por medio de los hombres.
Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el día antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»... Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.
Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].
La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.
En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.
Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que es un verdadero sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.
4. Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración
Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en la Pasión; y los méritos y las satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como El mismo conserva siempre, juntamente con el carácter de pontífice supremo y de mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento, tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud. [Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur. Sess. XXII, cap.2]. Y por eso, todo sacerdote ofrece cada Misa no sólo por sí mismo, sino «por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y difuntos» [Suscipe, sancte Pater omnipotens... hanc immaculatam hostiam... pro omnibus circumstantibus, sed et pro omnibus fidelibus christianis vivis atque defunctis: ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitam æternam]. ¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!
Así, pues, cuando sintamos el deseo de reconocer la infinita grandeza de Dios y de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.
Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria. [Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti... omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina. Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas. A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofrece el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz. El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.
El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón.
Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa. Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1). Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto la mano del sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo para aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés). De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10). ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias. «¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: "mirad al rostro de vuestro Hijo" (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra soberana bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias inflingidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.
Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida. Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué podré daros yo, miserable criatura, a cambio de tantos beneficios? ¿Qué os daré que no sea indigno de Vos?» Aunque Vos «no tengáis necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), sin embargo, es justo que os muestre gratitud por vuestra infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacerla, Señor y Dios mío, de una manera digna a la vez de vuestra grandeza y de vuestros beneficios?» (ib. 115,12). «¿Con qué corresponderé al Señor por todos los beneficios que de El he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»... La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias. Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, Señor santo Dios omnipotente, el tributaros siempre y en todo lugar acciones de gracias... Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino. Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración.
Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37). Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituía la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón. Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25). Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyos, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es el trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).
Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotables, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores. Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor... de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción os son conocidas» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa]. Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; mas esa nota devotio, ¿qué puede ser? -No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Caso de que así sea, formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción os son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que harán abundante acopio en el tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.
Si, pues, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de ]a Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad ciertos de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia. Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!... ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!...
5. Intima participación en la oblación del altar por nuestra unión con Cristo, Pontífice y víctima
Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo sacrificio, las mismas que expresa la Iglesia, Esposa suya, en las ceremonias y palabras que acompañan a la oblación. Valiéndonos de este divino sacrificio, podemos, ya os lo he dicho, ofrecer a Dios un acto de adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas, tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que necesitamos. Pero, con todo, estas disposiciones del alma, por excelentes que sean, es posible que no pasen de actos y disposiciones de un mero espectador que asiste con devoción, mas sin tomar parte activa en la acción santa.
Hay una participación más íntima y debemos esforzarnos por lograrla. ¿Qué participación es ésta? -No otra que la de identificarnos, lo más completamente que sea posible, con Jesucristo en su doble calidad de pontífice y de víctima a fin de transformarnos en El. ¿Es esto hacedero? -Ya os dije que en el instante mismo de la Encarnación, Jesucristo quedó consagrado pontífice, y que sólo en cuanto hombre pudo ofrecerse a Dios en holocausto. Así, pues, en su Encarnación. el Verbo asoció a sus misterios y a su Persona, por mística unión, a la humanidad entera; es ésta una verdad de la que os he hablado largamente y que deseo tengáis siempre presente. Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros. Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos a su acción. La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros, ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso -son palabras del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia, per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].
Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo, con sus cualidades y diferentes estados. El es Rey, reyes somos con El; es Sacerdote, sacerdotes somos con El. Oíd lo que a este propósito dice San Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y sacerdotal, una nación santa, un pueblo que Dios ha adquirido» (1Pe 2,9) [+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a El sea la gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer, en unión con el sacerdote, la hostia sacrosanta.
Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación.- Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere, terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que mi sacrificio, también vuestro, sea aceptado por Dios Padre omnipotente» [Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem]. De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de «aquellos, dice, por quienes te ofrecemos este sacrificio, o que ellos mismos te lo ofrecen por sí y por sus allegados» [Memento, Domine, famulorum tuorum... pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum laudis, pro se suisque omnibus]. Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias]. Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los actos de Jesucristo.
«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial sacrificio. Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo que él hace, con todo lo que él dice... Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).
No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y es deseo de su divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a la santidad.
Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.
En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio, se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto. La primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia, el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo. Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en este sacrificio. Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando un poco de agua con el vino que puso en el cáliz. ¿Cuál es el significado de esta ceremonia? La oración de que va acompañada nos proporciona la clave para comprender su significado: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable, haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem suavitatis: «como suave aroma». Así, pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis cum capite Christo unio repræsentatur. Sess XXII, c. 7].
Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor» [Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta de la Santísima Trinidad].
Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo hizo sucumbir, nos dio mística muerte a nosotros. «Si murió uno por todos, luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que a nosotros toda, sólo moriremos con El si nos asociamos a su sacrificio en el altar. ¿Y cómo nos uniremos a Jesucristo en esta condición suya de víctima? Muy sencillo: imitándolo en ese total rendimiento al beneplácito, divino.
Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las cosas en las manos de Dios, debemos realizar actos de renunciamiento y mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo Jesucristo momentos antes de su Pasión: «Obro de este modo para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Esto será ofrecerse verdaderamente con Jesucristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la «sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro alcance rendirle.
Disponemos con este sacrificio del medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos hace cada día más semejantes a El.
Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero, sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de bendiciones y de gracias».
Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. Si así nos asociamos, por una profunda reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una adoración perfecta y una cumplida satisfacción. Tribútale también dignos hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas. Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2]
Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.
Mas para entrar en posesión de ello es preciso que nuestra alma se encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontífice nos introducirá consigo hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda bienaventuranza.
¡Si conocieseis el don de Dios!...

8
Panis vitæ
La Comunión eucarística es el medio más eficaz para mantener en nosotros la vida sobrenatural
«Haz, Señor de toda majestad, que todos los que participando de este altar, recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos llenos de toda bendición celestial y de toda gracia» [Ut quotquot, ex hac altaris participatione, sacrosanctum Filii tui corpus et sanguinem sumpserimus, omni benedictione cælesti et gratia repleamur. Canon de la Misa].
Con estas palabras finaliza una de las oraciones que en el santo sacrificio de la Misa se dicen después del augusto rito de la consagración. Cristo, bien lo sabéis, está realmente presente en el altar, no ya sólo para tributar al Padre homenaje perfecto con su mística inmolación, que renueva la del sacrificio del Calvario, sino también para darse en alimento a nuestras almas bajo las especies sacramentales.
Claramente manifestó Jesús esta intención de su corazón sagrado al instituir este sacramento: «Tomad y comed pues éste es mi cuerpo»; «tomad y bebed, pues ésta es mi sangre» (1Cor 11,24; Lc 22,17 y 20).
Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo las especies de pan y de vino, fue para ser nuestro alimento.- Así, pues, si queremos conocer por qué Cristo instituyó este sacramento a modo de manjar, veremos que, ante todo, lo hizo para mantener en nosotros la vida divina; y luego para que, recibiendo de El esa vida sobrenatural, siempre le estemos unidos. La Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el alma el medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús.
La verdadera vida del alma, la santidad sobrenatural, consiste, ya lo he dicho también, en esa unión con Cristo. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos; la gracia es la savia que del tronco pasa a las ramas para que den fruto. Pues bien, es sobre todo al entregarse a nosotros en la Eucaristía, cuando Jesucristo nos colma de sus gracias.
Contemplemos con reverencia y fe, con amor y confianza, este misterio de vida, en el cual nos unimos con Aquel que es a un mismo tiempo nuestro divino modelo, nuestra satisfacción y aun la fuente misma de nuestra santidad (Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1).
Luego veremos cuales han de ser las disposiciones para recibirle, si hemos de llegar a la perfecta unión a la que Cristo aspira al darse así a nosotros.
1. La Comunión es el convite en que Cristo se da como pan de vida
Cuando, al orar, pedimos al Señor que nos diga por qué, en su eterna sabiduría, se dignó instituir este inefable sacramento, ¿qué nos responde el Señor?
Nos dice lo que por vez primera dijo a los judíos, al anunciarles la institución de la Eucaristía: «Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí» (Jn 6,58). Como si dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el ser, la vida, todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente para El; así, pues, yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís de mí, no viváis más que para mí. Vuestra vida corporal se sustenta y se desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. [Sumi autem voluit sacramentum hoc tamquam spirituale animarum cibum quo alantur et confortentur viventes vita illius qui dixit: et qui manducat me et ipse vivet propter me. Conc. Trid., Sess. XIII, cap.2]. El que me comiere, vivirá mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de ella hago partícipes a los que me doy en alimento. El Padre tiene en sí mismo la vida, pero ha otorgado al Hijo el tenerla también en sí (Jn 5,26); y como yo poseo esa vida, vine para comunicárosla abundante y plena (ib. 10,10). Os doy la vida al darme a mí mismo como manjar. Yo soy el pan de vida, el pan vivo que bajó del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la vida del cielo, la vida eterna, cuyo preludio es la gracia (Jn 6,35,48,51). Los judíos en el desierto comieron el mana, alimento corruptible; pero yo soy el pan que siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues «si no le comiereis, pereceréis sin remedio» (ib. 6,54).
Tales son las palabras mismas de Jesús. Luego Cristo no se hace realmente presente sobre el altar tan sólo para que le adoremos, y le ofrezcamos a su Eterno Padre como satisfacción infinita; no viene tan sólo a visitarnos, sino para ser nuestro manjar como alimento del alma, y para que, comiéndole, tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida de gloria en el cielo.
«Como el Hijo de Dios es la vida por esencia, a El le corresponde prometer, a El comunicar la vida. La Humanidad santa que le plugo asumir en la plenitud de los tiempos, toca tan de cerca la vida, y tan bien se apropia su virtud, que de ella brota una fuente inagotable de agua viva... ¿No es el pan de vida, o mejor dicho, no es un pan vivo el que comemos para tener vida? Porque ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne unida a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador. Pues si el pan común, que carece de vida, mantiene y conserva la del cuerpo, ¿cuán admirable no será la vida del alma en nosotros, que comemos un pan vivo, que comemos la vida misma en la mesa del Dios vivo? ¿Quién oyó jamás semejante prodigio: que la vida pudiera ser comida? Sólo Jesús pudo darnos tal manjar. Es vida por naturaleza quien la come, come la vida. ¡Oh banquete delicioso de los hijos de Dios!» (Bossuet, Sermon pour le Samedi Saint).- Por eso el sacerdote, al dar la Comunión, dice a cada uno: «¡El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna!».
Ya os dije que los sacramentos producen la gracia que significan.- En el orden natural, el alimento conserva y sustenta, aumenta, restaura y prolonga la vida del cuerpo. [Son, según Santo Tomás, los cuatro efectos del alimento: el santo Doctor los aplica a la Eucaristía, alimento del alma. III, q.79, a.1]. Así, ese pan celeste es manjar del alma que conserva, repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia, puesto que le comunica al Autor mismo de la gracia.
Por otras puertas puede entrar en nosotros la vida divina, pero en la Comunión inunda nuestras almas «cual torrente impetuoso». De tal modo es la Comunión sacramento de vida que, por sí misma, perdona y borra los pecados veniales, a los que no sentimos apego; obra de tal manera, que, recobrando en el alma la vida divina su vigor y su hermosura, crece, se desarrolla y da frutos abundantes. ¡Oh festín sagrado, convite en el que el alma recibe a Cristo y la mente se siente inundada de gracia! [O sacrum convivium in quo Christus sumitur... mens impletur gratia. Antíf. del Magnificat de las II Vísperas del Corpus].- Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado!, «en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), ven a mí para hacerme partícipe de esa plenitud; ahí está mi vida, puesto que recibir es llegar a ser hijo de Dios (Jn 1,12); es tener parte en la vida que del Padre recibiste y mediante la cual vives para el Padre; vida que de tu Humanidad se desborda sobre todos tus hermanos en la gracia: ¡Ven, Señor, sé mi manjar, para que tu vida sea la mía!
2. Por la Comunión, Jesucristo mora dentro de nosotros y nosotros dentro de El
Una de las intenciones del Corazón de Jesús, al instituir el sacramento de la Eucaristía, fue el convertirse en el pan celestial que conserve y aumente en nosotros la vida divina; pero aun perseguía Cristo otra finalidad que viene a completar la anterior: «El que come mi carne y bebe mi sangre, en Mí mora, y yo en él» (ib. 6,55). ¿Qué quiere decir la palabra «morar»?
Cuando se lee el Evangelio de San Juan -que nos refiere las palabras de Jesús- se advierte que casi siempre emplea ese vocablo para expresar la unión perfecta. No hay unión más estrecha que la del Padre y del Hijo en la Trinidad adorable, puesto que entrambos poseen, en unión también con el Espíritu Santo, la misma y única naturaleza divina; pues bien: San Juan dice que «el Padre mora en el Hijo»
«Morar en Cristo» es, en primer lugar, tener parte por la gracia en su filiación divina; es ser uno con El, siendo como El hijo de Dios, aunque a título diverso. Es la unión íntima y fundamental, a la que el mismo Cristo alude en la parábola de la viña: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que mora en mí y yo en él, da frutos abundantes» (Jn 15,5).
Esa unión no es la única. «Morar» en Cristo es identificarse con El en todo lo tocante a nuestra inteligencia voluntad y actividad.- «Moramos» en Cristo por la inteligencia, al acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro cuanto Cristo nos enseña. El Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los divinos arcanos y nos manifiesta lo que ve (ib. 1,18). Por la fe respondemos «así es», Amén, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de este modo nuestra inteligencia se identifica con Cristo. La sagrada Comunión nos hace morar en Cristo por la fe; no podemos recibirle si no aceptamos por la fe cuanto El es y cuanto enseña. Mirad cómo, al anunciar Jesús la Eucaristía les dice: «Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí, no tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás» (ib. 6,35). Y viendo que los judíos incrédulos murmuran, repíteles sus palabras: «En verdad, en verdad os digo, el que cree en Mí tiene la vida eterna» (ib. 6,47). Cristo, pues, se nos da en alimento, mediante la fe, y unirse a El es aceptar, inclinando la inteligencia ante su palabra, todo cuanto El nos revela. Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.
Morar en El es también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda nuestra actividad sobrenatural dependa de su gracia. Es decir, que debemos permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad: «Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, del mismo modo que yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (ib. 15,10). Es anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus intereses, entregarnos a El enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no puede permanecer quien no es constante y estable, con la confianza ilimitada de la esposa para con su esposo. Nunca la esposa es más grata al esposo que cuando lo fía todo a su prudencia, poder, fuerza y amor. De aquí que este pan celestial, siendo sustento del amor, conserve la vida de nuestra voluntad.
Tal es la divina disposición que Cristo quiere despertar en el alma del que le recibe. El Señor viene a ella para que ella «permanezca en El», esto es, para que, teniendo confianza plena en su palabra. se abandone a El dispuesta a cumplir en todo su divino beneplácito, sin tener otro móvil en toda su actividad que la acción de su Espíritu. «El que se une al Señor es un espíritu con El» (1Cor 6,17).
Nuestro Señor también mora en el alma. «Y yo en él» (Jn 15,5).- Mirad lo que ocurría en el Verbo encarnado. Existía en El una actividad natural, humana muy intensa pero el Verbo, al que estaba indisolublemente unida la humanidad, era la hoguera en que se alimentaba y de donde irradiaba toda su actividad.
Lo que Cristo anhela obrar al darse al alma es algo parecido. Sin que la unión llegue a ser tan estrecha como la del Verbo con su santa humanidad, Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su gracia y la acción de su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad interior. Et ego in eo; está en el alma, mora en ella, mas no inactivo; quiere obrar en ella (Jn 5,17), y cuando el alma se entrega de veras a El, a su voluntad, tan poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará infaliblemente a la más alta perfección, en conformidad con los designios que Dios tenga sobre ella. Pues Cristo viene a ella con su divinidad, con sus méritos, sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su sabiduría, su justicia, su redención; «Cristo al que hizo Dios nuestra sabiduría y justicia y santificación y redención» (1Cor 1,30); en una palabra, para ser la vida del alma, para vivir El mismo en ella: «Vivo yo, mas no yo, sino Cristo vive en mí» (Gál 2,20). El anhelo del alma es no formar más que una sola cosa con el amado; la Comunión, en la que el alma recibe a Cristo en alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo.
3. Diferencia entre los efectos del sustento corporal y los frutos de la manducación eucarística; cómo Cristo nos transforma en El: influencia que en el cuerpo ejerce este maravilloso alimento
Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.
Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en El.- Son muy notables estas palabras de San León: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de Passione, 12, c. 7]. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess., Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: "Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál 2,20)» (In IV Senten., Dist. 12, q.2, a.1).
¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12,49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado».- Así pues, la venida de Cristo a nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semejanza, que ya nuestros pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de Jesucristo. «Sentid en vosotros lo mismo que sentía Jesucristo» (Fil 2,5). Y esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas nuestras energías de aquí que, siendo el amor el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4,16).
Si eso falta, ya no hay verdadera «Comunión»; recibimos a Cristo con los labios, cuando es menester unirnos a El con el espíritu, con el corazón, con la voluntad, con nuestra alma toda para participar, en cuanto en la tierra es posible, de su vida divina, de modo que, realmente, por la fe que en El tenemos, por el amor que le profesamos, su vida y no nuestro «yo» llegue a ser el principio de la nuestra. Bien claramente lo indica una oración que la Iglesia pone en labios del sacerdote después de la Comunión: «Haz, Señor, que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan rendidos a la operación de este don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este sacramento el que siempre domine en nosotros» [Mentes nostras et corpora possideat, quæ sumus, Domine, doni cælestis operatio; ut non sensus in nobis, sed iugiter eius præveniat effectus. Postcomunión del 15º Domingo después de Pentecostés]. De esta oración de la Iglesia se colige que la acción de la Eucaristía trasciende del alma aun sobre el mismo cuerpo. Cierto que Cristo se une inmediatamente al alma; cierto que viene, en primer lugar, a asegurar y confirmar su deificación [Ut inter eius membra numeremur cuius corpori communicavimus et sanguini. Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma]. Pero la unión del cuerpo y del alma es tan honda e íntima, que a la vez que acrecienta la vida del alma y la hace desear ardientemente las delicias de lo Alto, la Eucaristía mitiga los ardores de la carne y pone en paz todo nuestro ser.
Los Padres de la Iglesia [San Justino, Apolog. ad Anton. Pium, n.66. San Ireneo, Contra haereses, lib.V, c.2. San Cirilo de Jerusalén, Catech., XII (Mystag. IV), n.3; Catech., XIII (Mystag. V), n.15] hablan de una influencia aun más directa; y ¿qué tiene esto de particular? Cuando Jesucristo vivía en el mundo, bastaba el solo contacto con su Humanidad para sanar los cuerpos. Y, ¿habrá disminuido esta virtud curativa porque Cristo se esconda tras los velos de las especies sacramentales? «¿Pensáis, decía Santa Teresa, que no es mantenimiento, aun para estos cuerpos, este santísimo manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y conozco una persona de grandes enfermedades, que estando muchas veces con grandes dolores, como con la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo... Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que hace en la posada de nuestra alma cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección, cap.34). [La Santa es aún más explícita en el cap.30 de su Vida]. Antes de comulgar, el sacerdote suplica a Cristo que «la recepción de su carne santísima aproveche para defensa del alma y del cuerpo». La misma oración nos hace repetir la Iglesia en varias de sus postcomuniones, al dar gracias a Dios por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor, nuestras almas, renuévalas por tus celestiales sacramentos, para que aun nuestros cuerpos experimenten tu virtud todopoderosa así en esta vida como en la otra» [Sit nobis, Domine, reparatio mentis et corporis cæleste mysterium. Postcomunión 8º domingo de Pentecostés; Purifica quæsumus, Domine, mentes nostras et renova cælestibus sacramentis: ut consequenter et corporum præsens pariter et futurum capiamus auxilium. Postcomunión 16º dom. de Pentecostés].
No echemos en olvido que Cristo está siempre vivo, siempre activo; cuando viene a nosotros, une nuestros miembros a los suyos; purifica, eleva, santifica, transforma en cierto modo nuestras facultades, de suerte que, conforme al hermoso pensamiento de un autor antiguo, amamos a Dios con el corazón de Cristo, le alabamos con sus labios, nuestra vida es su vida. La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora impregnan tan íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que llegamos a ser otros Cristos.
Tal es el efecto verdaderamente sublime de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, unión que cada Comunión tiende a estrechar más y más. ¡Si conociésemos el don de Dios! Porque los que en esta fuente beben el agua de la gracia no tendrán ya más sed quedan satisfechos (Jn 4,13); hallan en esa fuente todos los bienes. «¿Cómo, juntamente con El, no nos dará todas las cosas?» (Rm 8,32). Del altar fluye para nosotros toda bendición y toda gracia.
4. La preparación es necesaria para asimilarse los frutos de la Comunión
Tan maravillosos efectos no se obran en el alma sin que ésta se haya aparejado para recibir la efusión de tantos bienes. Es verdad, como ya os he dicho, que los sacramentos producen por sí mismos el fruto para que han sido instituidos, pero siempre que ningún obstáculo se oponga a su accion.
Pues bien, ¿cuál es aquí el óbice?
Claro que no puede haberle por parte de Cristo: «en El están todos los tesoros de la divinidad», y ansía infinitamente comunicárselos dándose a nosotros; y no los escatima, pues si viene para darnos la vida, quiere darla con sobreabundancia, repitiendo a cada uno de nosotros lo que decía a sus Apóstoles la víspera de la institución de este Sacramento: «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros» (Lc 22,15).
No echemos en olvido que la Comunión no es invención humana, sino un sacramento instituido por la Eterna Sabiduría. Pues a la Sabiduría incumbe el hacer que los medios sean proporcionados con el fin. Luego si nuestro divino Salvador instituyó la Eucaristía para unirse a nosotros y hacernos vivir su vida, tengamos por cierto que este Sacramento contiene cuanto es menester para realizar esa unión y llevarla hasta el supremo grado. Virtud y eficacia incomparable contiene esta invención maravillosa para obrar en nosotros una transformación divina.
Los obstáculos, pues, están en nosotros.- ¿Cuáles son? -Para saberlo sólo precisamos considerar la naturaleza de este Sacramento. Es un manjar que ha de conservar la vida y cimentar la unión.
Todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y a la unión es obstáculo para recibir y sacar fruto de la Eucaristía. El pecado mortal, que causa la muerte del alma es obstáculo absoluto; como el alimento no se da más que a los vivos, así la Eucaristía no se da más que a los que tienen ya la vida de la gracia. Es la primera condición, y basta ella, con «la recta intención», para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y recibir el pan de vida. Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice Pío X [Decreto del 20-XII-1905. 1905. El Sumo Pontífice explica así la recta intención: «Consiste en acercarse a la sagrada mesa no por rutina, o por vanidad, o por miras humanas, sino por cumplir la voluntad de Dios, unirse a El más estrechamente por la caridad, y, merced a este divino remedio, combatir los propios defectos y debilidades»]. El sacramento obra ex opere operato; por sí misma, la Eucaristía nutre al alma y acrecienta la gracia, al propio tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el fruto primario y esencial del sacramento.
Produce, además, otros frutos, secundarios, es cierto pero tan grandes, no obstante, que bien merecen no los pasemos por alto: son las gracias actuales de unión que excitan nuestra caridad a obrar [«el Sacramento excita la caridad no sólo en cuanto al hábito, sino también en cuanto al acto», Santo Tomás, III, q.89, a.4], nos estimulan a devolver amor por amor, a cumplir la voluntad divina, a evitar el pecado, y llenan de gozo el alma: «La Dulzura de ese pan celestial, lleno de suavidad», se comunica al alma para avivar su devoción en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el pecado y las tentaciones [+Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1].- Ahora bien, estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de hecho, dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando el amor, principio de unión, es el móvil que nos impulsa a preparar al Señor una morada menos indigna de su divinidad, y a tributarle con el mayor afecto posible los obsequios a que se hace acreedor al venir a nosotros. Verdad que Cristo, como soberanamente libre e infinitamente bueno, otorga sus dones a quien le place; pero a mas de que su majestad infinita -pues permanece siempre Dios- reclama de nosotros que le preparemos, en cuanto lo permita nuestra indigencia, una morada digna en nuestro corazón, ¿podríamos dudar un solo instante de que mirará con singular complacencia los esfuerzos de un alma que desea recibirle con fe y con amor? [«Aunque los sacramentos de la nueva ley producen su efecto ex opere operato (por sí mismos), sin embargo, tanto mayor es ese efecto cuanto más perfectas son las disposiciones de los que reciben el sacramento. Así, pues, debemos procurar que a la Sagrada Comunión preceda una preparación diligente, y le siga la conveniente acción de gracias». Pío X, Decreto del 20-XII-1905, acerca de la comunión diaria].
Mirad cómo recompensó los deseos y esfuerzos de Zaqueo. Este príncipe de los publicanos sólo quería ver a Jesús; y el Señor, al encontrarle, se adelanta a sus deseos y le dice que va a alojarse en su casa. Y la visita le vale el perdón y la salvación. Ved también lo que acontece cuando Simón el fariseo recibe a nuestro Señor. Durante el convite, una mujer, Magdalena, entra en el aposento, se acerca a Jesús y derrama olorosos perfumes sobre sus pies, y los besa reverente. Los comensales saben que aquella mujer es una pecadora, y Simón fariseo se indigna y piensa en su interior: «¡Si Jesús supiese quién es esa mujer!...» Conoce Cristo aquellos pensamientos secretos y se convierte en abogado de la mujer, poniendo en parangón lo que ella hace por agradarle con lo que el fariseo ha dejado de hacer al ejercer su hospitalidad para con Jesús: «¿Ves esa mujer?, dice Jesús a Simón. Entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, pero ella los ha bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado perfumes sobre mis pies. Por todo lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho...» Luego dijo a la mujer: «Perdonados te son tus pecados, tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7, 36-39; 44-50).
Ya veis, pues, cómo el Señor tiene en cuenta las disposiciones, las pruebas de amor con que le recibimos. La Eucaristía es el sacramento de la unión, y cuantos menos estorbos encuentra Cristo para que esa unión sea perfecta, tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento nos dice que «recibimos toda la plenitud de los dones de Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y perfectamente preparado» (Cap. XX, 3).
5. Disposiciones remotas: absoluta donación de uno mismo a Jesucristo: orientar todas nuestras acciones en orden a la comunión
Hay, con todo, una disposición general muy importante, fundada en ]a misma naturaleza de la unión, y que sirve admirablemente de preparación habitual a nuestra unión con Cristo, y muy particularmente a la perfección de esa unión: es la donación total de uno mismo a Jesucristo, renovada con frecuencia. Esa donación al Verbo humanado comenzó en el Bautismo; allí, por vez primera, Cristo tomó posesión de nuestra alma, y nosotros empezamos por la gracia a asemejarnos a Dios y a vivir unidos a El. Pues bien, cuanto más arraigo tenga en nosotros esa disposición fundamental, iniciada con el Bautismo, de morir para el pecado y vivir para Dios, tanto mejor será nuestra preparación remota para recibir la abundancia de la gracia eucarística. Guardar apego al pecado venial, a imperfecciones deliberadas, a negligencias voluntarias, a infidelidades meditadas, son cosas que desagradan al Señor que viene a nosotros. Si ansiamos esa unión perfecta, no hemos de «regatear» a Cristo nuestra libertad de corazón; ni reservar en ese corazón un lugar, por angosto que sea, a la criatura amada en cuanto tal. Hemos de vaciarnos de nosotros mismos, desasirnos de las criaturas, suspirar por el advenimiento perfecto del reino de Jesucristo a nosotros mediante la sumisión de todo nuestro ser a su Evangelio y a la acción del Espíritu Santo.
Es ésta una de las mejores disposiciones. ¿Qué es lo que impide a Cristo el identificarnos completamente con El cuando viene a nosotros? ¿Son tal vez nuestras flaquezas de cuerpo y de espíritu, las miserias inherentes a nuestra condición de desterrados, las servidumbres a que está sujeta nuestra naturaleza humana? Cierto que no; esas imperfecciones. aun las mismas faltas en que caemos, que lamentamos y procuramos corregir, no detienen a Cristo; al contrario, viene a nosotros para ayudarnos a corregir esas faltas y a llevar con paciencia esas flaquezas; es pontífice compasivo que «conoce de qué barro estamos formados» (Sal 102,14), y que «ha cargado con todas nuestras dolencias» (Is 53,4).
Lo que pone trabas a la perfecta unión son los hábitos malos, conocidos y de los que no queremos despegarnos, y a los que, por falta de generosidad, no nos atrevemos a combatir; es el apego voluntario a nosotros mismos o a las criaturas. Mientras no trabajemos eficazmente por desarraigar esos malos hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una constante vigilancia sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no podrá hacemos participantes de la plenitud de su gracia.
Esto es sobre todo verdad tratándose de faltas deliberadas o habituales contra la caridad para con el prójimo. Ya desarrollaré este punto cuando exponga los motivos que tenemos para amarnos mutuamente, pero no estará de más decir aquí algunas palabras. Cristo es uno con su cuerpo místico por la gracia todos los cristianos son sus miembros. Cuando comulgamos, debemos hacerlo con Cristo total, entero, es decir. unirnos por la caridad con Cristo en su ser físico, y también con los miembros de Cristo. No podemos separarlos. «Quiso Nuestro Señor, dice el Concilio Tridentino, dejarnos este Sacramento como símbolo de la íntima unión de ese cuerpo místico, cuya cabeza es El» (Sess. XIII, cap.2). «No hay más que un solo pan, dice San Pablo hablando de la Eucaristía; así también, aunque seamos muchos, formamos sólo un cuerpo todos los que participamos de un mismo pan» (1Cor 10,17). Escuchad lo que el mismo Cristo dice: «Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tus dones». (Mt 5, 23-24). De aquí que la menor frialdad voluntaria, el más leve resentimiento para con el prójimo, albergado en el corazón, constituye un grande estorbo para la perfección de esa unión que Nuestro Señor quiere entablar con nosotros en la Eucaristía.
Así, pues, si en nuestro corazón descubrimos algún apego voluntario y desordenado a nuestro propio juicio o a nuestro amor propio, o sobre todo si anidan en él hábitos contrarios a la caridad, estemos ciertos que mientras nos avengamos a vivir en ese estado, será limitada la percepción de los frutos del Sacramento.- En cambio, si un alma toma la resolución de corregirse de los malos hábitos que halla en sí; si seriamente se esfuerza por destruirlos; si se acerca a Cristo; en la Comunión para hallar en El la fuerza que necesita para servirle de veras, tenga por cierto que el Señor la mirará con misericordia, bendecirá sus esfuerzos y la recompensará generosamente.
Verdad es, repitámoslo, que nuestras disposiciones no causan la gracia del Sacramento, no hacen sino dejar que la gracia fluya libremente, apartando todos los impedimentos; pero debemos, no obstante, abrir y dilatar nuestros corazones cuanto podamos a la efusión de los dones divinos. Disposición excelente es, por tanto, procurar con diligencia no rehusar nada a Cristo: un alma que habitualmente se halla dispuesta a desechar de sí todo aquello que en algo puede herir la vista del Divino huésped, y a cumplir siempre su voluntad adorable, está admirablemente dispuesta para recibir la acción del Sacramento.
La razón es obvia. La Eucaristía es Sacramento de unión, como lo indica el mismo vocablo Comunión. Cristo viene a nosotros para unirnos a El. Unir es hacer de dos cosas una sola. Y nosotros nos unimos a Cristo tal como El es. Pues bien, toda Comunión supone el sacrificio del altar, y, por consiguiente, el de la Cruz. En la ofrenda de la Misa, Cristo nos asocia a su cualidad de pontífice; en la Comunión nos hace partícipes de su condición de víctima. El santo sacrificio supone, según dejo explicado, la oblación interior y plena que Jesús hizo de sí mismo a la voluntad de su Padre al entrar en el mundo, oblación que renovó a menudo durante su vida y a la que dio remate con su muerte cruenta en el Calvario.- Todo esto, en frase de San Pablo, nos lo recuerda la sagrada Comunión.«Todas las veces que comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciaréis, o representaréis la muerte del Señor» (1Cor 11,26). Cristo se da a nosotros, pero sólo después de haber muerto por nosotros; se entrega como manjar, pero después de haberse ofrecido como víctima. Y en la Eucaristía -sacrificio y sacramento-, los caracteres de víctima y alimento son inseparables. Por eso es tan importante esta disposición habitual de oblación total de sí mismo. Cristo se nos da en la medida con que nosotros nos damos a El a su Padre, a nuestros prójimos, que son los miembros de su cuerpo místico esta disposición fundamental nos hace semejantes a Cristo, pero a Cristo víctima, es el lazo de unión entre El y nosotros.
Cuando el Señor halla un alma así dispuesta, entregada del todo y sin reserva a su divino querer, se manifiesta en ella con aquella virtud divina que por no encontrar obstáculo ninguno, obra maravillas de santidad. La carencia de esa disposición requerida para que la unión sea más íntima es la razón de que muchas almas adelanten tan poco en la perfección, aunque comulguen a menudo. Cristo no encuentra la docilidad sobrenatural que reclama para obrar libremente en ellas; sus afectos están divididos y repartidos entre Dios y las criaturas, por el apego voluntario que conservan a su vanidad, a su amor propio, a su susceptibilidad, a su egoísmo, a sus celos, a su sensualidad, cosas todas que impiden que la unión entre ellas y Cristo se realice con esa intensidad, esa plenitud mediante la cual se realiza de un modo total y perfecto la transformación del alma.
Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a adquirir poco a poco esa disposición fundamental; es sobremanera deseable porque prepara maravillosamente nuestra alma para la acción del Sacramento de amor y unión divina.
A esta disposición de unión, que sirve admirablemente de preparación habitual, podemos añadir otra, remota igualmente, pero más bien actual, que consiste en orientar cada día, por un acto explícito, todas nuestras acciones hacia la comunión, de modo que nuestra unión con Cristo en la Eucaristía sea verdaderamente el sol y centro de nuestra vida. Cuando San Francisco de Sales se ordenó sacerdote, tomó la resolución de convertir todos los momentos del día en preparación al sacrificio eucarístico que había de celebrar al día siguiente, de manera que pudiese responder con verdad, si le preguntaban en qué se ocupaba: «Me preparo a celebrar la Misa» (Hamon, Vida de San Francisco de Sales, t.I, lib.II, cp.1). Es práctica recomendable y excelente.
Pero si es cierto «que nada podemos hacer sin Cristo Jesús», nunca es más verdad esto que cuando tratamos de llevar a cabo la acción más santa de cada día. Unirse sacramentalmente a Cristo en la Eucaristía es para la criatura el acto más sublime que puede realizar, en su comparación nada es toda la sabiduría humana, por eminente y grande que ella sea. Sin la ayuda de Cristo, somos incapaces de disponernos convenientemente para unirnos a El. Nuestras plegarias demuestran el respeto que Jesús nos inspira; pero ha de ser El mismo quien se ha de preparar una morada en nosotros, como lo afirma el Salmista: «El Altísimo ha de santificar su tabernáculo» (Sal 45,5).- Sean estas nuestras peticiones cuando por las tardes vayamos a visitar al Señor Sacramentado: «Señor mío Jesucristo, Verbo humanado, quiero prepararte una morada en mí, pero me reconozco incapaz de hacerlo: Tú, que eres sabiduría eterna, por tus méritos infinitos, prepara mi alma para ser templo tuyo, haz que sólo a Ti me adhiera; te ofrezco los actos y penas de este día, para que los tornes gratos a tus divinos ojos, de forma que mañana no me presente yo ante tu acatamiento falto y vacío de méritos». Esta oración es excelente, pues mediante ella enderezamos todas las obras del día a la unión con Cristo; el amor, principio de unión, inspira todos nuestros actos. Lejos de murmurar, si algo nos acaece penoso o desagradable, por un movimiento de dilección ofrezcámoselo a Cristo, y el alma se hallará de ese modo, casi sin advertirlo, preparada para cuando llegue el instante de recibirle.
6. Disposiciones próximas: fe, confianza ya amor; cómo premia el Señor tales disposiciones: la Comunión constituye la más alta participación de la divina filiación de Jesucristo. Diversidad de «fórmulas» y disposiciones interiores en la preparación inmediata
Después de esto, sólo resta hacer, cuando llegue el momento de la comunión, la preparación inmediata que requiere la dignidad infinita de Aquel a quien recibimos. Y aunque esa preparación reciba su valor y su virtud de esa disposición fundamental de que nos hemos ocupado, no estará de más decir breves palabras acerca de ella.
Una de las disposiciones inmediatas de mayor importancia es la fe.- La Eucaristía es por esencia un «misterio de fe» [Mysterium fidei. Palabras contenidas en la fórmula de consagración de la preciosa Sangre]. Pero, ¿acaso no son misterios de fe todos los misterios de Cristo? -Cierto que sí, pero en ninguno es la fe tan útil y fecunda como en éste. ¿Por qué? -Porque en él ni la razón ni los sentidos advierten cosa alguna de Cristo.- Id al pesebre: Cristo es un niño pequeñuelo, pero los Ángeles cantan su venida para manifestar que es Dios y el Salvador de los hombres. Durante su vida pública, sus milagros y la sublimidad de su doctrina dan testimonio de que es Hijo de Dios; en el Tabor, su humanidad se transfigura en su divinidad; hasta en la Cruz no se vela del todo su divinidad; la Naturaleza proclama, al conmoverse, que el crucificado es el creador del mundo (Lc 23,44 y 45). En cambio, en el altar no aparecen ni la humanidad ni la divinidad [Latet simul et humanitas. Himno Adoro te]. Para los sentidos, vista, gusto, tacto, no hay sino pan y vino. Para rebasar esas apariencias y penetrar por entre esos velos hasta las realidades divinas, menester son los ojos de la fe: es lo primero que se requiere.
Con claridad meridiana se echa esto de ver cuando se lee el capítulo de San Juan en que se narra cómo Jesús anunció a los judíos el misterio de la Eucaristía (Jn 6, 30-70). La víspera acaba el Señor de mostrar su bondad y su poder dando de comer a unos cinco mil hombres con sólo cinco panes y algunos pececillos. Al ser testigos de este milagro estupendo, los judíos exclamaron: «Este es el profeta que ha de venir». Y pasando del pasmo a la acción, quisieron arrebatarle para crearle rey.- Mas he aquí que Jesús les revela un misterio harto más estupendo que el prodigio que acaban de presenciar: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo». Y esas palabras bastan para que al punto se alcen murmullos entre los judíos. «¿No es acaso el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre; pues ¿cómo dice él: He bajado del cielo?» -Y Jesús les responde: «No andéis murmurando entre vosotros. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, a fin de que, quien comiere de él, no muera. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi misma carne entregada por la vida del mundo». Comenzaron entonces los judíos, cada vez más incrédulos, a altercar unos con otros, diciendo: «¿cómo puede éste darnos a comer su carne?» -Cristo, empero, no retira o desdice ninguna de sus afirmaciones, antes al contrario, las confirma de un modo más explícito, diciendo: «En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y Yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». -La incredulidad cunde entonces hasta entre sus mismos discípulos. Algunos de entre ellos lo oyen y protestan. «Dura es esta doctrina, y, ¿quién puede escucharla?». Y desde ese momento, añade San Juan, muchos de sus discípulos, escandalizados, perdieron la fe en Jesús; le abandonaron y ya no andaban con El...- Cuando se hubieron ido, Jesús, vuelto a los doce Apóstoles, les dijo: «Y vosotros, ¿queréis también retiraros?» Respondióle Simón Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Creamos también nosotros con Pedro y los Apóstoles que permanecieron fieles. Que supla la fe a nuestros sentidos [Præstet fides supplementum sensuum defectui. Himno Pange lingua]. Cristo lo ha dicho: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre; tomad, comed, y tendréis vida». -Tú lo has dicho, Señor; esto basta, yo creo. Ese pan que nos das, eres Tú mismo, Cristo, Hijo amado del Padre; Tú mismo, que te encarnaste y entregaste por mí, que naciste en Belén, que viviste en Nazaret, que sanaste a los enfermos, que diste vista a los ciegos, que perdonaste a la Magdalena y al Buen Ladrón, que en la última Cena dejaste a San Juan reclinar su cabeza sobre tu corazón; Tú, que eres camino, verdad y vida, que diste tu vida por mi amor, que subiste a los cielos, y ahora, a la diestra del Padre, reinas con El e intercedes sin cesar por nosotros. ¡Oh Jesús, Verdad eterna! Tú afirmas que estás presente en el altar, real y sustancialmente, con tu humanidad y con todos los tesoros de tu divinidad; yo lo creo, y porque lo creo, me postro en tu presencia para adorarte. Recibe, como mi Dios y mi todo, este tributo de mi adoración.- Este acto de fe es el más sublime que podemos hacer, y el homenaje más completo de nuestra inteligencia que podamos tributar a Cristo.
Es igualmente un acto de confianza, pues Cristo, al que contemplamos con los ojos de la fe, viene a nosotros como cabeza nuestra y como el primogénito de entre nuestros hermanos. Avivemos, pues, nuestros deseos. «¡Oh Señor Jesús!, debemos decirle con el sacerdote, al tiempo de la comunión, no mires mis pecados, que detesto, sino a la fe de tu Iglesia, que me dice que estás realmente presente bajo los velos de la hostia, para venir a mí. Tienes, Señor, poder para atraerme enteramente a Ti, para transformarme en Ti. Me entrego por completo a Ti para que te hagas dueño de todo mi ser, de toda mi actividad, para que yo no viva sino de Ti, por Ti y para Ti». Si pedimos esa gracia, no dudemos que Cristo nos la otorgará; por eso hemos de llegar hasta importunarle, sin poner límites a nuestros santos deseos. Si nos diéramos cuenta de las riquezas que este sacramento encierra -son infinitas, puesto que contiene al mismo Cristo [continet in se Christum passum. Santo Tomás, In Ioan. Evg. c.VI, lect. 6. Y también: effectus quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine. III, q.79, a.1]-, si pudiésemos comprender los frutos que en nosotros es capaz de producir la venida de Cristo, arderíamos en deseos de verlos convertidos en realidad. Todos los frutos de la Redención están en él contenidos «para nuestro provecho», «para que sintamos constantemente en nosotros los frutos de tu Redención» [ut redemptionis tuæ fructum un nobis iugiter sentiamus. Oración de la fiesta del Santísimo Sacramento].
Desea ardientemente el Señor comunicárnoslos; pero exige que dilatemos nuestros corazones por medio del deseo y de la confianza. «Dios sabe ciertamente lo que necesitamos, dice San Agustín [Epist. CXXX, c. 8. Lo dice de la vida eterna, pero puede muy bien aplicarse a la Eucaristía, que es prenda de esa vida: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur]; pero quiere que nuestro deseo se inflame en la oración para hacernos más capaces de recibir lo que El nos prepara. Y tanto más capaces seremos de recibir el pan de vida cuanto nuestra fe en esta vida sea más grande nuestra esperanza más firme, nuestro deseo más ardiente». «Abre tu boca y Yo la llenaré», nos dice Cristo, como antaño al Salmista (Sal 80,11), «Ábrete por la fe, por la confianza, por el amor, por santos deseos, por el abandono en Mí, y Yo te llenaré». -¿De qué, Señor? -De Mí mismo. Yo me daré a ti, todo entero, con mi humanidad y mi divinidad, con el fruto de mis misterios con el mérito de mis trabajos, con la satisfacción de mis dolores, con el valor de mi Pasión. Bajaré a ti, como cuando vine a la tierra, para «destruir y arruinar la obra de Satanás» (1Jn 3,8), para tributar a mi Padre juntamente contigo, homenajes divinos, te haré partícipe de los tesoros de mi divinidad, de la vida eterna que yo recibo del Padre y que mi Padre quiere que te comunique para que en todo te asemejes a mí; te colmaré de mi gracia para ser yo mismo tu sabiduría, tu santificación, tu camino, tu verdad y tu vida. Serás como otro yo mismo, en quien, como en mí y a causa de mí, pondrá el Padre todas sus complacencias... «Dilata tu alma y yo la llenaré».
¿No bastarán estas palabras para entregarnos de todas veras a Cristo, a fin de que su gracia nos invada y realice en nosotros todos sus divinos anhelos? Observad cómo Cristo nos devuelve lo que le damos, cómo acrecienta en nosotros esa fe, esa confianza, ese amor con que nos disponemos a recibirle.- Es el Verbo, la palabra eterna, que susurra en lo íntimo de nuestro corazón los secretos divinos y nos inunda con su luz esplendorosa, pues el Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo.- Es también el que bajó a la tierra para nuestra salud, y el que en esa unión eucarística nos va a aplicar los méritos infinitos de su muerte. ¡Qué paz y qué inquebrantable seguridad comunica Jesús al alma que le recibe! No contento con aplicarle sus méritos satisfactorios, le da prenda segura de la futura gloria [Et futuræ gloriæ nobis pignus datur. Antífona de Vísperas de la festividad del Corpus]. Por fin, Cristo aviva el amor; el amor vive de unión. Verdaderamente, es éste el sacramento de vida y de acrecentamiento espiritual. Cada comunión bien hecha, nos acerca más y más a nuestro modelo; y en especial, nos hace penetrar y ahondar más en el conocimiento, en el amor y en la práctica del misterio de nuestra predestinación y de nuestra adopción en Cristo Jesús, nuestro hermano mayor, perfeccionando en nosotros la gracia de la filiación divina.
Tan importante es esto, que insistiré sobre ello. Toda nuestra santidad se reduce a participar, por medio de la gracia, de la filiación divina de Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que Cristo es por naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más elevada será nuestra santidad.- ¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo e hijos de Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a Cristo, origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio facultad para convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre» (Jn 1,12). Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a Cristo recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime: su cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación en su filiación divina.
Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda ejercitarse con mayor intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más sublime que el de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre tras los velos de la sagrada hostia.- Cuando los judíos veían a Cristo realizar los más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en el desierto, se sentían inclinados por la realidad extraordinaria de esos hechos, a reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto pero no difícil de hacer.- En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo soy el pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir a sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este acto, y abandonaron a Cristo para siempre.- Mas cuando Cristo, mostrándonos un poco de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es mi sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos aparece, presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva a la sagrada mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese asentimiento nuestro, hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que un hombre puede rendir.
Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer el acto de fe más elevado, y por tanto, participar en sumo grado de su filiación divina. Y he ahí por qué toda comunión bien hecha es para el cristiano tan vital y tan fecunda; no ya sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino también porque de ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más intensa; porque el acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia, sino que todo nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.
Así, pues, la comunión eucarística es el acto más perfecto de nuestra adopción divina.- No hay instante en que con mayor razón podamos decir a nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo vivo en tu Hijo Jesús, y tu Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti, recibe con toda plenitud comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe a tu Hijo, la fe me dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que participo de su vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de tus complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos de Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión tan estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe! Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que nos es dado alcanzar en este mundo.
En lo concerniente a las «fórmulas» que nos ayudan a la preparación próxima de esa unión con Jesús, no se pueden fijar ni concretar de una forma exclusiva. Tanto las necesidades de las almas como su modo de ser, son variadísimas.
Unas se esfuerzan por seguir las oraciones y ceremonias del celebrante, y se acercan a la sagrada mesa durante la Misa, en el momento de la comunión, ésta es, cuando se puede hacer, la mejor manera de disponerse inmediatamente a recibir a Cristo. ¿Por qué las plegarias que la Santa Madre Iglesia pone en boca del sacerdote para prepararse a recibir a Cristo no habrían de ser buenas para los simples fieles? Preparándose de ese modo, uno se une más directamente al sacrificio de Cristo y a las intenciones de su sacratísimo Corazón. Además el misal contiene, como en el Gloria in excelsis, encendidas expresiones de fe, confianza y amor. «Te alabamos, te glorificamos, te damos gracias, Señor Dios, Cordero de Dios... que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros... Atiende nuestras súplicas; tú que estás sentado a la derecha del Padre ten piedad de nosotros...» ¡Qué acto de fe! Ese pedazo de pan que voy a recibir contiene a Aquel que «en los cielos está sentado a la diestra del Padre, el solo Señor el solo Santo, el solo Altísimo, Jesucristo, que con el Espíritu Santo está en la gloria de Dios Padre». Otros repasan o leen, intercalando fervientes efusiones de fe, de esperanza y de caridad, el capítulo VI del Evangelio de San Juan, en el cual el Apóstol refiere las promesas de la Eucaristía. También se puede fomentar la devoción con el libro IV de la Imitación de Cristo, especialmente consagrado al Sacramento del Altar; o bien valerse de fórmulas que se hallan en devocionarios debidamente aprobados.
En esto cada cual puede seguir lo que más se acomode con sus preferencias, siempre, claro está, que la inteligencia y el corazón se asocien a las palabras que pronuncian los labios. Si el alma aumenta su capacidad de unión, mediante una fe viva, una reverencia profunda, una confianza absoluta, un deseo y un amor ardientes, y sobre todo un generoso abandono al divino querer, en este caso todo está bien dispuesto; no hay más que acercarse a recibir el don divino...
7. Acción de gracias después de la Comunión: «Mea omnia tua sunt et tua mea»
La misma amplia libertad dejaría yo para la acción de gracias.- Unos, silenciosamente recogidos, adoran al Verbo en su pecho. La humanidad que recibimos es la humanidad del Verbo Eterno- por su mediación entramos en comunión con el Verbo, que desde el seno del Padre in sinu Patris, ha bajado a nosotros. Por esencia, el Verbo está todo entero en su Padre; todo lo recibe de El, sin que por eso sea inferior al Padre. Pero todo lo endereza a su Padre: su esencia es vivir por el Padre. Cuando así estamos unidos a El y del todo nos entregamos a El, por la fe que en El tenemos, El nos lleva hasta el Santo de los Santos. Allí nos es dado unirnos a esos actos de adoración intensa que la humanidad de Cristo tributa a la Trinidad beatísima. Tan unidos estamos a Cristo en ese instante, que podemos hacer nuestros los actos de su santa humanidad y tributar al Padre, en unión del Espíritu Santo, los homenajes que más pueden agradarle. Cristo mismo es entonces nuestra acción de gracias, nuestra Eucaristía; El es, nunca lo olvidéis, quien suple todas nuestras flaquezas, todas nuestras enfermedades, todas nuestras miserias. ¡Qué ilimitada confianza despierta en nosotros esa presencia de Cristo en el alma!
También pueden nuestros labios entonar el cántico de la creación que recibe el ser del Verbo, para que todos los seres que han sido hechos por el Verbo -«todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,3)-, ensalcen en El y por El la gloria de Dios. Esto hace el sacerdote al volver del altar. La Iglesia, esposa de Cristo, que conoce mejor que nadie los secretos de su divino Esposo, ordena al sacerdote que cante, allá en el santuario de su alma, donde el Verbo reside, el cántico interior de la acción de gracias. El alma convoca todas las criaturas a los pies de su Dios y Señor, para que reciba el homenaje de todos los seres que existen o se mueven (Dan 3,57): «Criaturas todas que salisteis de las manos del Señor, bendecidle, alabadle y ensalzadle para siempre jamás... Ángeles del Señor, bendecid a Dios: bendecidle, cielos... sol y luna; estrellas del cielo, bendecid al Señor. Lluvias, vientos y tempestades, llamas y fuego, frío y calor, rocío y escarcha, hielos y nieves, alabad al Señor. Noches y días, tinieblas y luz, nubes y relámpagos, alabad al Señor...» El celebrante convida luego a la tierra, a montes y collados, plantas, mares y ríos; a los peces, aves y fieras; a los hombres, a los sacerdotes, a los humildes de corazón y a los santos, a que glorifiquen a la Trinidad, a quien todo honor le es tributado por medio de la humanidad santa de Jesús. ¡Qué admirable cántico el de la creación cantado de este modo por el sacerdote en el momento en que está unido al Pontífice Eterno, al mediador único al Verbo divino, por quien todo fue creado!
Otros, sentados como Magdalena a los pies de Jesús, se entretienen familiarmente con El, escuchando sus palabras en el fondo del alma y dispuestos a darle todo cuanto les pida; pues en esos momentos en que mora en nosotros la luz divina, suele Jesús, no pocas veces, mostrar al alma lo que de ella quiere y reclama. «Este, pues, es buen tiempo, dice Santa Teresa, para que os enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos los pies, porque nos quiso enseñar, y le supliquemos no se vaya de con nosotros» (Camino de Perfección, cap.34).
También puede leerse reposadamente, como si escuchásemos a Cristo, el magnífico discurso después de la Cena, cuando Jesucristo hubo instituido este Sacramento: «Creed que yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí...; el que guarda mis mandamientos, ése me ama, y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también le amaré y me manifestaré a él... Como mi Padre me amó, así también Yo os he amado; permaneced en mi amor... Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido... Os he llamado mis amigos, porque todo cuanto he escuchado de mi Padre os lo he manifestado... El mismo Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que Yo he salido del Padre... Estas cosas os he dicho para que en Mí tengáis paz; el mundo os perseguirá, pero confiad en Mí; Yo he vencido al mundo» (Jn 14 y 15).
También podemos conversar mentalmente con Nuestro Señor, como si estuviéramos al pie de la cruz, o bien orar vocalmente rezando los salmos referentes a la Eucaristía. «El Señor me gobierna, nada me faltará; El me hace descansar entre sabrosos pastos; me ha conducido junto a las aguas refrescantes y hace revivir mi alma. Aunque anduviese envuelto por las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú, Señor, estás conmigo» (Sal 23, 1-4).
Todas esas disposiciones del alma son excelentes; la inspiración del Espíritu Santo es infinitamente variada. Todo estriba en que reconozcamos la magnitud del don divino, que San Pablo llama «inefable» (2Cor 9,15) y vayamos a sacar de los tesoros de ese don infinito cuanto necesitamos nosotros, nuestros hermanos y la Iglesia entera; pues «el Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que nos lo comunique. Cristo, pues, al darse, nos da todas las cosas con El; igualmente nosotros debemos entregarnos a El enteramente, repitiéndole, desde lo íntimo del corazón, aquellas sus palabras: «Quiero obrar siempre lo que es grato a sus ojos» (ib. 8,29); o también aquellas palabras de Jesús a su Padre en la última Cena, palabras que son la expresión acabada de la unión perfecta: «Todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías» (ib. 17,10).
Ese es, lo repito, el fruto propio de la Eucaristía: la identificación del hombre con Cristo, por la fe y el amor. Si recibís bien el cuerpo de Cristo, dice admirablemente San Agustín, sois eso mismo que recibís. [La virtud peculiar de este alimento es producir la unidad, unirnos tan estrechamente al cuerpo de Cristo que, hecho miembros suyos, seamos nosotros mismos aquello que recibimos. Virtus ipsa quæ ibi intelligitur unitas est, ut redacti in corpus eius, effecti membra eius, simus quod accipimus. Sermo LVII, c. 7].
Cierto que el acto mismo de la comunión es transitorio y pasajero; mas el efecto que produce, la unión con Cristo, vida del alma, es de suyo permanente, y se prolonga todo el tiempo y en la medida que nosotros queremos. La Eucaristía no es el sacramento de la vida sino porque es el sacramento de la unión; preciso es que «permanezcamos en Cristo y que Cristo permanezca en nosotros». No dejemos que en el transcurso del día se amengüe el fruto de la unión y de la recepción eucarística, por causa de nuestra veleidad, de nuestra disipación, de nuestra curiosidad, de nuestra vanidad, de nuestro amor propio. Es un pan vivo, pan de vida, pan que hace vivir, el que hemos recibido. Acabamos de realizar el acto vital sobrenatural por excelencia. Por lo tanto, debemos ejecutar obras de vida, obras de hijos de Dios, después de habernos alimentado con este pan divino para transformarnos en El, pues el que afirma que permanece en Cristo, ha de vivir como Cristo mismo vivió (1Jn 2,6). [Eso mismo nos manda pedir la Iglesia en la misa del segundo domingo después de Pentecostés: «Haz, Señor, que esta oblación de tu divino Hijo... nos vaya llevando de día en día a la práctica de una vida del todo celestial»].
Y no digamos, para excusar nuestra pereza y ocultar la falta de generosidad, que somos flacos y débiles. Cierto es y más de lo que pensamos, pero al lado de ese abismo (pues lo es) de nuestra flaqueza, que no excluye la buena voluntad, y que Cristo conoce mejor que nosotros, hay otro abismo: el de los méritos y tesoros infinitos de Cristo; y mediante la comunión, nuestros son esos méritos y esos tesoros, pues Cristo está en nosotros.

9
Vox sponsæ
La alabanza divina es parte esencial de la misión santificadora que Cristo confía a la Iglesia
El santo sacrificio del cual el alma participa mediante la comunión sacramental constituye, como hemos visto, el centro de nuestra sacrosanta religión; en un mismo acto está comprendido el memorial, la renovación y la aplicación del sacrificio del Calvario.
Empero, la Misa no suple por sí sola todos los actos de religión que nos incumbe cumplir; y aunque sea el más perfecto homenaje que a Dios podemos tributar y contenga en sí la sustancia y virtud de todos los homenajes no es, con todo, el único. ¿Qué más debemos a Dios? -El tributo de la oración, ora pública, ora individual. En la plática siguiente os hablaré de la oración en privado, de la meditación. Veamos en ésta en qué consiste el homenaje de la oración o culto público.
Quien lea las epístolas de San Pablo verá cómo repetidamente nos exhorta: «Que vuestros corazones, a impulsos de la gracia, escribe a los Colosenses, se derramen delante de Dios, con salmos, himnos y cánticos espirituales» (Col 3,16). Y también: «Hablando entre vosotros y entreteniéndoos con salmos, y con himnos, y con canciones espirituales, cantando y loando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 19-20). El mismo Apóstol, en su prisión, juntamente con Silas, «rompía el silencio de la noche tributando a Dios alabanzas y dándole gracias con alegre corazón por cuanto padecían» (Hch 16,25).
Esta alabanza divina se halla estrechamente vinculada con el santo sacrificio y Cristo mismo quiso inculcarla con su ejemplo. Refieren, en efecto, los Evangelistas que Cristo no salió del Cenáculo luego de instituida la Eucaristía, sino después de haber cantado el himno de alabanza (Mt 26,30; Mc 14,26). La oración pública gira en torno del sacrificio del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno, que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda gloria y honor vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo: «Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios, Padre omnipotente, todo honor y toda gloria» (Canon de la Misa).
Veamos, pues, en qué consiste este homenaje de la oración oficial de la Iglesia y cómo, siendo una obra muy agradable a Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante de unión con Cristo y de vida eterna.
1. El Verbo Eterno, cántico divino; la Encarnación asocia el género humano a este cántico
Jesucristo, antes de subir al cielo, legó a la Iglesia su mayor riqueza: la misión de continuar su obra en la tierra. Esta obra, como sabéis, tiene dos dimensiones: una de alabanza con relación al Padre Eterno, otra soteriológica, redentora con respecto a los hombres. Es verdad que, por nuestro bien, el Verbo se hizo carne [Propter nos et propter nostram salutem descendit de cælis. Símbolo de Nicea], pero la obra misma de la Redención no la llevó a cabo Cristo sino porque ama a su Padre: «Obro así para que conozca el mundo que yo amo al Padre» (Jn 14,31).
La Iglesia hereda de Cristo esta misión. Por una parte, recibe, para santificar a los hombres, los sacramentos y el privilegio de la infalibilidad; por otra, participa, para continuar el homenaje de alabanzas que la humanidad de Cristo ofrecía al Padre, del afecto religioso que hacia el mismo Padre tuvo en vida el Verbo encarnado.
Y en esto, como en todas las demás cosas, es Jesucristo nuestro modelo. Contemplemos un instante al Verbo encarnado. Cristo es, en primer lugar, el Hijo único del Padre, el Verbo eterno. En la adorable Trinidad, es la Palabra por la cual el Padre se dice, eternamente lo que es: es la viva expresión de todas las perfecciones del Padre, su «forma subsistente», dice San Pablo, y el «esplendor de su gloria» (Heb 1,3). El Padre contempla a su Verbo, su Hijo, ve en El la imagen perfecta, sustancial, viva, de sí mismo; tal es la gloria esencial que el Padre recibe. Si Dios no hubiera creado nada y hubiese dejado todas las cosas en estado de mera potencia, habría tenido, con todo, su gloria esencial e infinita. Palabra eterna, el Verbo, con sólo ser lo que es, equivale a un cántico divino, cántico vivo que canta la alabanza del Padre, manifestando la plenitud de sus perfecciones. Es el himno infinito que se oye sin cesar: In sinu Patris.
Al tomar la naturaleza humana, el Verbo permanece lo que era; no cesa de ser el Hijo único, imagen acabada de las perfecciones del Padre, ni deja tampoco de ser por sí mismo la glorificación viva del Padre. El cántico infinito que se canta durante toda la eternidad entonóse por vez primera en la tierra cuando el Verbo se encarnó. En la Encarnación, el género humano se ve como arrastrado por el Verbo a esta obra de glorificación. El cántico que se oye en el santuario de la divinidad, lo prolonga el Verbo encarnado en su humanidad. En los labios de Jesucristo, verdadero hombre al propio tiempo que verdadero Dios, este cántico adquiere una expresión humana y humanos acentos, y también un carácter de adoración que el Verbo, igual a su Padre, no podía tributarle como Verbo. Ahora bien, si la expresión de este cántico es humana, su perfección es santísima y el mérito divino. Tiene, pues, un valor infinito. ¿Quién de nosotros podrá medir la grandeza de la religión con que Cristo honraba a su Padre? ¿Quién podrá contar algo siquiera del himno de alabanza que Jesús cantaba interiormente en su alma tres veces santa a la gloria de su Padre? El alma de Cristo contemplaba en visión continua las divinas perfecciones, y de tal contemplación nacían una religión y una adoración perfectas, y brotaba una sublime alabanza. Jesucristo, al fin de su vida en la tierra, se dirige al Padre; protesta que no ha hecho más que glorificarle; que ésa había sido la obra capital de su vida, y que la había realizado perfectamente: «Padre santo, yo te he glorificado en la tierra, he cumplido la obra que me confiaste» (Jn 17,4).
Mas notad bien que al unirse personalmente con nuestra naturaleza, el Verbo se incorporó, por decirlo así, todo el género humano, asociando en principio y con todo derecho la humanidad entera a esa perfecta alabanza que El rinde a su Padre. Aquí también nosotros hemos recibido algo de la plenitud de Cristo, de suerte que, en Cristo y por Cristo, toda alma cristiana que le está unida por la gracia, debe cantar las divinas alabanzas. Cristo es nuestro Jefe; todos los bautizados son los miembros de su cuerpo místico, y en El y por El, debemos nosotros tributar a Dios toda gloria y todo honor.
Cristo nos ha reservado una parte en esa alabanza que a nosotros compete realizar, del mismo modo que ha querido también que nos asociemos a sus padecimientos abrazando todas las cruces que El quiera enviarnos. ¿Será que nuestra adoración y nuestra alabanza añadan algo al mérito o a la perfección de las de Cristo? -Ciertamente que no; pero Cristo quiso que, por la Encarnación, todo el género humano, al cual representaba, se uniese con todo derecho e indisolublemente a todos sus estados y a todos sus misterios. Jamás lo olvidemos: Cristo forma una sola cosa con nosotros; sus adoraciones y alabanzas, las tributó a su Padre en favor nuestro, pero también en nuestro nombre. Por eso la Iglesia, su cuerpo místico, debe asociarse en la tierra a la obra de religión y de alabanza que Cristo rinde ahora al Padre in splendoribus sanctorum (Sal 109,3); la Iglesia debe ofrecer, a ejemplo de su Esposo, «aquella hostia de alabanza», como la llama San Pablo (Heb 13,15), que las perfecciones infinitas del Padre Eterno merecen y reclaman.
2. La Iglesia encargada de organizar, guiada por el Espíritu Santo, el culto público de su Esposo; empleo que en él se hace de los Salmos; cómo esos cánticos inspirados ensalzan las perfecciones divinas, expresan nuestras necesidades, y nos hablan de Cristo
Veamos cómo la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, realiza su misión.
Como centro de toda la religión, pone la Iglesia el santo sacrificio de la Misa, verdadero sacrificio que renueva la obra de nuestra redención en el Calvario, y nos aplica sus frutos; hace acompañar esta oblación de ritos sagrados que reglamenta cuidadosamente y que son como el ceremonial de la corte del Rey de los reyes; le rodea de un conjunto de lecturas, cánticos, himnos y salmos que sirven de preparación o de acción de gracias a la inmolación eucarística.
Este conjunto constituye el «Oficio divino»; sabéis que la Iglesia impone la recitación del Breviario como una obligación grave, a los que Cristo, por el sacramento del Orden, ha hecho oficialmente partícipes de su sacerdocio eterno. En cuanto a los elementos, a las «fórmulas» de la alabanza, algunos, como los himnos, los compone la Iglesia misma por la pluma de sus Doctores, que son a la vez Santos admirables, como San Ambrosio; pero, sobre todo, los toma de los Libros sagrados e inspirados por el mismo Dios. San Pablo nos dice que ignoramos cómo debemos orar, pero añade: «El Espíritu Santo ruega en nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Es decir, que sólo Dios sabe cómo se debe orar. Si esto es verdad respecto a la impetración, lo es sobre todo con relación a la oración de alabanza y de acción de gracias. Dios solo sabe cómo debe ser alabado, las más sublimes concepciones acerca de Dios forjadas por nuestra inteligencia, son humanas. Para ensalzar dignamente a Dios, es necesario que Dios mismo nos dicte los términos de su alabanza; y por eso, la Iglesia pone los Salmos en nuestros labios como la mejor alabanza que, después del Santo Sacrificio, podemos presentar a Dios. [Ut bene laudetur Deus, laudavit seipsum Deus; et ideo quia dignatus est laudare se, invenit homo quemadmodum laudet eum. San Agustín, Enarrat. in Ps. 144].
Leed esas páginas sagradas y veréis cómo los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan todas las perfecciones divinas. El cántico del Verbo eterno en la Santísima Trinidad es sencillo, y, sin embargo, es infinito, pero en nuestros labios creados, incapaces de comprender lo infinito, las alabanzas se multiplican y repiten con admirable riqueza y gran variedad de expresiones, los Salmos cantan sucesivamente la potencia, la magnificencia, la santidad, la justicia, la bondad, la misericordia o la hermosura divinas. [A fin de no recargar estas páginas de notas, no daremos aquí todas las referencias de textos que vamos a citar, y que están sacados del libro de los Salmos]. «El Señor hizo todo cuanto quiso, pronunció una palabra y se hizo todo; por su sola voluntad creó todas las cosas. ¡Oh, Señor, cuan admirable es vuestro nombre sobre la tierra, todo lo hicisteis sabiamente! El Señor está por encima de todas las cosas, las naciones son delante de El como si no existiesen; su gloria supera todos los cielos. ¿Quién es semejante a El?... Las montañas se funden en su presencia como la cera; los cielos proclaman su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria; sea el Señor glorificado en todas sus obras. Si El la mira, tiembla la tierra. A su tacto humean como el incienso las montañas...» Ved, por ejemplo, en qué términos nos hablan los Salmos de la bondad y misericordia del Señor: «El Señor es fiel en sus palabras, misericordioso y compasivo; es bueno con todos, y su misericordia se extiende a todas las criaturas... El Señor está cerca de todos cuantos le invocan con corazón sincero; satisface los deseos de aquellos que le temen; oye sus plegarias y los salva; el Señor mira a cuantos le aman... todo bendiga y alabe en mí al Señor, porque es eterna su misericordia».
Estos son algunos de los acentos que el Espíritu Santo mismo pone en nuestros labios. Procuremos servirnos de estos inspirados cantos para alabar a Dios, repitiendo con el Salmista: «Quiero cantar al Señor mientras viva, ensalzar a mi Dios hasta el último suspiro». Un alma que ama a Dios experimenta, en efecto, la necesidad de alabarle bendecirle y ensalzar sus perfecciones; se complace en esas perfecciones y quiere celebrarlas como se merecen [+Tratado del amor de Dios, San Francisco de Sales, L. V, caps. 7, 8 y 9]; pero angustiada al ver su insuficiencia para realizarlo y a fin de suplirla de algún modo, sirviéndose de los salmos invita a menudo a las criaturas para que se asocien a ella en esta alabanza. Ved algunos ejemplos: «Narren los cielos su poder, y las obras salidas de sus manos manifiesten su grandeza; pueblos, ensalzad al Señor; naciones, cantad su gloria, porque es el Señor de los señores. Estos son para el alma otros tantos actos de amor perfecto, de pura complacencia, sumamente agradables a Dios.
Al propio tiempo que celebran las perfecciones divinas, los Salmos expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades de nuestras almas. El salmo sabe llorar y alegrarse, desear y suplicar [San Agustín, Enarrat. in Ps. XXX; Sermo III, n.1]. No hay disposición alguna del alma que no pueda expresar. La Iglesia conoce nuestras necesidades, y por esta razón, cual madre solícita, pone en nuestros labios aspiraciones tan profundas y fervorosas de arrepentimiento, de confianza, de gozo, de amor, de complacencia, dictadas por el mismo Espíritu Santo: «Ten piedad de mí, Señor, según la grandeza de tu misericordia, porque pequé contra Ti. El perdón que otorgas es abundante; por eso espero en Ti... Señor, ven en mi ayuda, apresúrate a socorrerme; se confundan y enmudezcan mis enemigos... Tú eres mi sostén y mi refugio, me proteges a la sombra de tus alas; aun cuando yo caminase en medio de las tinieblas de la muerte, no temeré porque Tú estás conmigo...» «Tú, Señor, estás conmigo». ¡Qué acto de confianza!
Algunas veces también sentimos la necesidad de expresar a Dios la sed que tenemos de El y que sólo a El queremos buscar. En los Salmos encontramos también las expresiones más adecuadas a estos sentimientos. «¡Oh, Señor, eres mi gloria y mi salvación! ¿Qué hay en el cielo fuera de Ti, y qué otra cosa podré yo desear en la tierra sino a Ti? Tú eres el Dios de mi corazón y mi eterna herencia... Te amaré con todo mi corazón, a Ti que eres mi fortaleza y mi sostén... Tú me inundas de gozo con tu presencia, pues todas las delicias celestiales están en Ti. A la manera como el ciervo suspira por el agua viva, así mi alma tiene deseos de Ti, Dios mío; ¿cuándo llegaré y apareceré ante tu presencia?... Porque no quedaré plenamente saciado, hasta que contemple tu gloria»: ¿Dónde hallaremos acentos tan profundos para expresar a Dios los ardientes deseos de nuestras almas?... Finalmente, la última razón que indujo a la Iglesia a escoger los Salmos fue porque ellos, lo mismo que todos los libros inspirados, nos hablan de Jesucristo. La Ley, esto es, el Antiguo Testamento, según la hermosa expresión de un autor de los primeros siglos, «llevaba a Cristo en su seno». Ya os lo demostré al hablar de la Eucaristía; todo era símbolo y figura para el pueblo judío, dice San Pablo, la realidad anunciada por los Profetas, figurada por los sacrificios y simbolizada por tantos ritos, era el Verbo hecho carne y su obra redentora. Este espíritu profético mesiánico es, sobre todo, real en los Salmos. Sabéis que David, a quien se atribuye buen número de estos sagrados cánticos, era figura del Mesías, así como Jerusalén, tantas veces aludida en los Salmos, es el tipo de la Iglesia. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles: «Es necesario que todo cuanto está escrito acerca de mí... en los Salmos, se cumpla » (Lc 24,44).
Los Salmos contienen numerosas alusiones al Mesías; su divinidad, su humanidad, los múltiples episodios de su vida, los detalles de su muerte, están bien señalados con rasgos inequívocos. «Me dijo el Señor: Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy antes que apareciese la aurora... El reinará por su gracia y su hermosura, por su dulzura y su justicia; vendrán los reyes de Arabia, le adorarán y le ofrecerán dones... Será consagrado entre todos con la unción de la alegría, será sacerdote, según el orden de Melquisedec, por toda la eternidad... Se compadecerá del desdichado y del indigente, y los libertará de la opresión y de la violencia. Oíd la voz del mismo Cristo que nos habla de sus dolores y humillaciones: «Oh, Dios mío, me devora el celo de tu casa y sobre Mí caen los ultrajes de aquellos que te insultan. Traspasaron mis pies y mis manos, me dieron hiel y vinagre, dividieron mis vestidos y echaron a suertes mi túnica...» Poco después, oímos cantar al Salmista el triunfo de Cristo vencedor: «Mas esta piedra que desecharon los que edificaban ha llegado a ser la piedra angular... El cuerpo de Cristo no verá la corrupción... Subirá vencedor a lo más alto de los cielos, con cautivos atados a su carro; príncipes, levantad las puertas de vuestras ciudades, vuestras puertas antiguas, porque El, Rey de la gloria, hace su entrada en los cielos; porque El se sentará a la diestra del Señor para siempre... Sea su nombre bendito por los siglos, viva mientras luzca el sol; todos los pueblos de la tierra sean bendecidos en El, y todas las naciones del orbe ensalcen sus perfecciones».
Ved cómo todos estos pasajes se acomodan de un modo admirable a Jesucristo. Seguramente que durante su vida mortal pronunció El y cantó estos himnos, compuestos por el Espíritu Santo; y por cierto que únicamente El podía cantarlos con toda la verdad que ellos contenían acerca de su divina persona. Y ahora que, una vez consumado todo, Jesucristo subió a la gloria, la Iglesia ha recogido estos cánticos para ofrecer diariamente la alabanza a su Esposo divino y a la Santísima Trinidad: «A ti la Iglesia santa, extendida por toda la tierra, te proclama» [Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Himno Te Deum]. Porque concluye todos los Salmos con el mismo canto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo»; o según otra fórmula: «Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, como era al principio, ahora y siempre y en los siglos de los siglos» [+San León, Sermo I de Nativitate Domini: «Agamus Deo gratias Patri, per Filium eius in Spiritu Sancto»]. Quiere la Iglesia de este modo atribuir toda la gloria a la Santísima Trinidad, primer principio y último fin de todo cuanto existe, y se asocia por la fe y el amor a la alabanza eterna que el Verbo, causa ejemplar de toda la creación, tributa a su Padre celestial.
3. Gran poder de intercesión de esa alabanza en labios de la Esposa
La Iglesia se apoya especialmente en Cristo.- Todas sus oraciones se terminan con una apelación a los títulos de su Esposo: «Por Jesucristo Nuestro Señor». Y a Jesucristo, sentado actualmente a la diestra del Padre, y que reina con El y con el Espíritu Santo, es a quien la Iglesia alude diciendo: «Que contigo vive y reina». Cristo es El Esposo, y la Iglesia la Esposa, como lo dijo San Pablo. ¿Cuál es, pues, aquí, la dote de la Esposa? Está constituida por sus miserias, sus debilidades; mas también por su corazón, capaz de amar, y por su lengua, capaz de tributar alabanzas. Y el Esposo, ¿qué aporta? Sus satisfacciones, sus méritos, su preciosa sangre, todas sus riquezas. Jesucristo, desposado con la Iglesia, la enriquece con la facultad de adorar y alabar a Dios. La Iglesia se une a Jesús y se apoya en El, y al verla los ángeles se preguntan: «¿Quién es ésta que sube del destierro llena de hechizo y reclinada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Iglesia, que del desierto de su originaria pobreza sube hacia Dios, adornada como una virgen con las resplandecientes joyas que le regala su Esposo; y en nombre de Jesucristo, y con El, ofrece la adoración y la alabanza de todos sus hijos al Padre celestial. Esta alabanza es la voz de la Esposa: la voz que embelesa al Esposo; es el cántico entonado por la Iglesia en unión de Cristo, y por esto, cuando tomamos parte en él con fe y con confianza, le resulta muy grato a Jesús: Vox tua dulcis. A los ojos divinos sobrepuja en valor a todas nuestras oraciones privadas. Ved a esta Esposa orgullosa de su condición y calidad, segura de los derechos eternos adquiridos a título de soberano por su divino Esposo, penetrar audazmente en el santuario de la divinidad, donde Cristo, su Cabeza y Esposo, siempre vivo, ora e intercede por nosotros. Media entre los dos una distancia como entre el cielo y la tierra, y, con todo, la Iglesia salva esta distancia con la fe y une su voz a la de Cristo in sinu Patris; es una misma y única oración, la oración de Jesús unido a su cuerpo místico y dando con ella un solo y único homenaje a la adorable Trinidad. ¿Cómo semejante oración dejará de agradar a Dios, toda vez que es el mismo Cristo quien la eleva? ¿Qué no podrá sobre el corazón de Dios? ¿Cómo un lenguaje tal no va a ser una fuente de gracia para la Iglesia y para todos sus hijos? Cristo es quien suplica y Cristo tiene siempre el derecho a ser escuchado. «Padre, sabía que siempre me oyes» (Jn 11,42).
Ved cómo ya en el Antiguo Testamento la oración del jefe del pueblo de Israel era todopoderosa sobre el corazón de Dios, y, con todo, esta nación, elegida por Dios, no era mas que una figura y una sombra de la Iglesia. Se ha entablado un fiero combate entre los hebreos y los amalecitas, sus enemigos (Ex 17, 8-16). La lucha se prolonga largo rato, con varias alternativas, ora ceden los de Israel, ora aparecen vencedores, y a la postre la victoria se decide a su favor. Ahora bien, ¿cuál fue el hecho decisivo que determinó la victoria? Figurémonos por unos momentos que los jefes que dirigieron el combate nos hubiesen dejado relaciones detalladas acerca de las diferentes vicisitudes de la lucha, y que estos relatos se someten a un general moderno para conocer su juicio. Dicho general hallaría que se había cometido tal falta de táctica, que tal otra medida de estrategia no se llevó a cabo, que tal maniobra falló, aquel otro ataque fue muy mal resistido y daría todas las razones, menos la buena. ¿Cuál es ésta? La razón de las diferentes alternativas y del feliz resultado final de la lucha nos la dio a conocer el mismo Dios. En la vecina montaña, Moisés, el jefe de Israel, oraba, con los brazos elevados al cielo, por su pueblo. Cuantas veces Moisés, cansado, dejaba caer los brazos, llevaban la mejor parte los amalecitas; en cambio, cuando Moisés volvía a levantar sus manos suplicantes, la victoria se inclinaba a favor de Israel. Al fin, Aarón y su compañero sostuvieron los brazos de Moisés hasta que la victoria se ganó por los de Israel...- ¡Grandioso espectáculo el ver a este capitán que obtiene del Dios de los ejércitos, por medio de la oración, la victoria para su pueblo! Si nosotros mismos hubiésemos dado esta explicación, muchos espíritus sonreirían con sorna; pero quien nos ha dado esta versión de los hechos ha sido Dios mismo, el Dios de los ejércitos, Aquel de quien Israel era pueblo escogido y de quien Moisés era amigo [«Las manos levantadas a Dios hunden más batallones que las que hieren». Bossuet, Oración fúnebre de María Teresa de Austria].
Ciertamente, esta lección podemos hacerla extensiva a toda oración, pero con mucha más verdad a la oración de Cristo, Cabeza de la Iglesia, que ora, por la voz de la Iglesia, en favor de su cuerpo místico, que milita en la tierra contra «el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y de las tinieblas» (Ef 6,12), renovando todos los días sobre el altar la oración que por nosotros hacía, con los brazos levantados al cielo, en el monte del Calvario, y ofreciendo a su Padre los méritos infinitos de su Pasión y muerte. «Fue oído en atención a su dignidad» (Heb 5,7).
4. Cuantiosos frutos de santificación; la oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los sentimientos del alma de Cristo
El tributo de alabanza que a Dios dirige la Iglesia en el santo sacrificio y en las «Horas canónicas» que gravitan alrededor de la Misa, no posee sólo un poder de intercesión; a la vez tiene un. valor de santificación. ¿Por qué? -Porque la Iglesia ha ordenado el ciclo litúrgico de tal forma, que la oración pública llega a ser, para nuestra alma, una fuente de luz, de unión con los sentimientos de Cristo y los misterios de su vida. Ved, si no, cómo la Iglesia ha dispuesto el ciclo de las fiestas durante las cuales se presenta ante Dios para celebrar oficialmente su alabanza y rendirle sus homenajes.
Como sabéis, se puede dividir este ciclo en dos partes: la una va desde Adviento, tiempo preparatorio de Navidad, hasta Pentecostés, la otra abarca la serie de Domínicas después de Pentecostés. La primera serie está formada esencialmente por los misterios de Jesucristo; recuerda la Iglesia brevemente los principales pasajes de la vida de su Esposo en la tierra: en Adviento, su preparación bajo la Antigua Ley; en Navidad, el nacimiento en Belén su Epifanía, es decir, su manifestación a los gentiles en la persona de los Magos; su presentación en el Templo; después, durante la Cuaresma, su ayuno en el desierto. Celebra a continuación cada Semana Santa su Pasión y Muerte; canta su Resurrección en la Pascua, su Ascensión, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la fundación de la Iglesia.
Cuando una esposa que nada aprecia tanto como a su esposo, la Iglesia descorre a la vista de sus hijos todos los acontecimientos de la vida de Jesús, tal como sucedieron y a veces, hasta con orden cronológico detallado, como desde la Semana Santa a Pentecostés.
Si nuestro espíritu no está disipado, esta representación será para él una fuente abundante de luz, nosotros sacamos de esta viva reproducción, cada año renovada, un conocimiento más verdadero y profundo de los misterios de Cristo.
Además, esta representación no es solamente una reproducción sencilla, pero estéril; antes, al contrario, la Iglesia por medio de la elección y orden de los textos y pasajes que toma de los Libros sagrados, nos hace penetrar en los sentimientos mismos que animaron el corazón de Cristo. ¿De qué modo?
Habéis notado ya que con frecuencia, aun en los sucesos más sobresalientes de la vida de Jesucristo nos dan los Evangelistas una narración puramente histórica, sin decirnos nada o casi nada de los sentimientos que embargaban el alma de Jesús. Así, en la Pasión, el Evangelista cuenta la crucifixión de Jesús: «Los soldados condujeron a Jesús al Calvario, donde lo crucificaron» (Jn 19, 16-18). Testifica simplemente el hecho. Pero, ¿quién nos descubrirá los sentimientos que embargaban, el alma del Salvador? Verdad es que estamos en el umbral de un templo cuya sagrada profundidad sólo Dios conoce; no obstante esto, desearíamos saber algo de sus sentimientos, pues este conocimiento nos uniría más al divino Modelo. Nuestra Madre la Iglesia va a levantar ante nuestra vista una punta del velo. Sabéis que Cristo, pendiente de la Cruz, pronunció estas palabras: «Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?» Estas palabras forman parte del primer verso de un salmo mesiánico que no se puede aplicar a otro que a Jesús, y en el cual, no solamente las circunstancias de su crucifixión sino también los sentimientos que debieron en este momento embargar su alma santa, están manifestados de admirable manera (Sal 21). San Agustín explícitamente dice que Cristo en la Cruz recitó este salmo, que es «un evangelio anticipado». [Verba psalmi voluit esse sua in cruce pendens. Enarr. in Ps. LXXXV, c. 4.- Passio Christi tam evidenter quasi Evangelium recitatur. Enarr. in Ps. XXI]. Leedlo y oiréis a Nuestro Señor, oprimido bajo los golpes de la justicia divina, revelar sus angustias, sus sentimientos internos: «Yo soy un gusano de tierra y no un hombre, el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe; todos cuantos me ven, se burlan de Mí, abren sus labios y mueven la cabeza, diciendo: El ha puesto su confianza en el Señor, que le salve, ya que le ama... Toros embravecidos me rodean... Yo soy como el agua que corre, todos mis huesos están dislocados, mi corazón es como la cera, se derrite en mis entrañas... Señor, no alejes de Mí tu ayuda; cuida de mi defensa; líbrame de la boca del león». Estas palabras nos descubren y patentizan los sentimientos del corazón de Cristo en su Pasión.- De ello está convencida la Iglesia, y guiada por el Espíritu Santo, nos manda recitar este salmo en la Semana Santa para que empapemos nuestras almas en los sentimientos del corazón de Cristo.
Lo propio ocurre con otros misterios. Observaréis cómo la Iglesia, al mismo tiempo que reproduce y expone a la vista de sus hijos la historia del misterio, intercala aquellos salmos, profecías o pasajes de las Epístolas de San Pablo, en los que se hallan consignados los sentimientos de Jesús.
La Iglesia, pues, nos da cada año, no sólo una representación viva y animada de la vida de su Esposo, sino que también nos hace penetrar, en cuanto de ello es capaz la criatura, en el alma de Jesucristo, para que, leyendo en ella sus disposiciones interiores, nos identifiquemos con ellas y nos unamos más íntimamente a nuestro divino jefe. De este modo la Iglesia sabiamente y con facilidad asombrosa hace que nos acomodemos al precepto del Apóstol: «Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Fil 2,5).- ¿No equivale esto a vivir de acuerdo con lo que de nosotros exige nuestra predestinación?
5. También nos hace partícipes de sus misterios: senda segura e infalible para asemejarnos a Jesús
Mas no es esto todo. Los misterios de Jesucristo, que la Iglesia nos manda celebrar cada año, son misterios vivos y palpitantes.
Figuraos un creyente y un incrédulo ante la representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El incrédulo podrá percibir el armonioso desarrollo del drama; recibirá emociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más honda. ¿Por qué? Porque aunque no llegue a apreciar la calidad artística de la representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos que guardan íntima relación con su fe. Y con todo en el mismo creyente esta influencia solamente proviene de una causa externa. El espectáculo a que asiste, la representación, no se halla animada de una virtud interna, intrínseca, capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, y no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.
Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto de contemplación para el espíritu; un recuerdo que evocamos para alabar a Dios y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: cada misterio constituye para toda alma movida por la fe una participación en los divinos estados del Verbo Encarnado.
Esto es muy importante. Los misterios de Cristo fueron primero vividos por El mismo, a fin de que nosotros, podamos vivirlos a nuestra vez unidos con El. Pero, ¿cómo? -Inspirándonos en su espíritu, aprovechándonos de su eficacia, para que viviéndolos, nos asemejemos a Cristo.
Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo, su vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino treinta y tres años; pero la eficacia de cada uno de sus misterios es infinita, y sigue siendo inagotable.- Cuando nosotros los celebramos en la sagrada liturgia, recibimos, en proporción a la intensidad de nuestra fe, las mismas gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con El hubiéramos tomado parte en sus misterios. Estos misterios tuvieron por autor al Verbo Encarnado, y como ya queda dicho Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos la gracia que quiso vincular a ellos. Al confiar a la Iglesia la celebración de estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio de esa misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles, pues, en expresión de San Agustín [Quidquid gestum est in cruce Christi, in sepultura, in resurrectione tertia die, in ascensione in cælum, in sede ad dexteram Patris, ita gestum est ut his rebus, non mystice tantum dictis sed etiam gestis, configuraretur vita christiana quæ hic geritur. Enchiridion, c. III], son el ejemplar y modelo de la vida cristiana que debemos llevar en calidad de discípulos de Jesús. Apliquemos lo dicho, por ejemplo, a su Natividad. Conmemorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León, celebramos también nuestro propio nacimiento. La generación temporal de Cristo, en efecto, da origen al pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, dondequiera que habite, por este misterio puede disfrutar de un nuevo nacimiento en Cristo (Sermo IV. In nativitate Domini). La fiesta de Navidad, en efecto, aporta cada año, al alma que celebra este misterio de fe -porque por la fe primero, y luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de Cristo-, una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su participación en la filiación divina en Cristo Jesús.
Otro tanto se verifica en los otros misterios. La celebración de la Cuaresma, de la Pasión y muerte de Jesucristo, durante la Semana Santa, trae consigo una gracia de «muerte para el pecador que nos ayuda a destruir más y más en nosotros el pecado, y el apego al pecado y a las criaturas.- Porque, dice categóricamente San Pablo, Cristo nos hizo morir con El, y con El nos sepultó (Rm 6,4). Así debe ser de derecho y en principio para todos; empero la aplicación tiene efecto en el transcurso de los siglos para cada alma mediante la participación que cada uno de nosotros toma en la muerte de Cristo, en particular durante los días en los cuales la Iglesia nos trae a la memoria este recuerdo.
Lo mismo en Pascua; cuando cantamos el triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, vencedor de la muerte, libamos, por la participación en este misterio, una gracia de vida y de libertad espirituales. Dios, dice San Pablo, «nos resucita con Cristo» (Ef 2,6); y dice también, hablando de la gracia propia de este misterio: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad y apreciad, no lo que es de la tierra, lo que, siendo creado, encierra germen de corrupción y de muerte, sino lo que está arriba, lo que os encamina a la vida eterna» (Col 3, 1-2): «Pues del mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos para gloria de su Padre, así también nosotros debemos andar en vida nueva» (Rm 6,4).
Después de asociarnos Cristo a su vida de resucitado nos hace participar del misterio de su Ascensión.- ¿Cuál es la gracia especial de este misterio? San Pablo nos responde: Dios nos ha concedido un asiento en los cielos por Cristo Jesús. El gran Apóstol -que con todos estos ejemplos aclara admirablemente esa doctrina que le es tan querida y no pierde ocasión de inculcarnos nuestra unión con Cristo, como miembros de su cuerpo místico- nos dice en términos muy explícitos, que «Dios nos ha hecho sentar con Cristo en el reino de los cielos» (Ef 2, 4-6). Por esto un autor antiguo escribía: «Acompañemos, mientras aquí vivamos, a Cristo en el cielo por medio de la fe y del amor, de suerte que podamos seguirle corporalmente el día señalado por las promesas eternas» [Ascendamus cum Christo interim corde, cum dies eius promissus advenerit sequemur et corpore. Si ergo recte, si fideliter, si sancte, si pie ascensionen Domini celebramus, ascendamus cum illo et sursum corda habeamus. Este sermón, cuyo extracto se lee en el Breviario, en el 2º nocturno del domingo infraoctava de la Ascensión, erróneamente se atribuye a San Agustín. El fondo, sin embargo, está inspirado en las obras de este gran Doctor].
¿No es esto lo que la Iglesia nos hace pedir en la colecta de la fiesta? «¡Ojala pudiéramos desde ahora ya en deseo vivir en el cielo, adonde creemos que nuestro Redentor y Jefe ha subido!». [Ut qui Redemptorem nostrum in cælos ascendisse credimus, ipsi quoque mente in cælestibus habitemus].
Así, un año tras otro, la Iglesia propone a nuestra consideración la representación de los acontecimientos que sobresalen en la vida de su Esposo; nos hace contemplar estos misterios, de los que cada año resulta nueva luz para nosotros; nos manifiesta los sentimientos del corazón de Cristo, y cada año penetramos más en las disposiciones interiores de Jesús. Reproduce en nosotros todos estos misterios de nuestro divino Jefe; apoya nuestras peticiones para que nos veamos favorecidos con la gracia especial, propia de cada uno de los misterios realizados y vividos por Cristo; y así adelantamos por la fe y el amor, por la imitación de nuestro divino modelo, expuesto sin cesar a nuestra consideración, en el proceso de esa transformación sobrenatural, que es el fin de nuestra unión con Jesús: «Vivo yo; mas no yo, sino que en mí vive Cristo» (Gál 2,20).
¿Acaso no consiste la esencia de toda santidad y la forma misma de nuestra predestinación divina en ser tan semejantes al Hijo muy amado, que su vida llegue a ser nuestra vida?
Dejémonos, pues, guiar por la Iglesia, nuestra madre, en esta devoción fundamental que debe hacemos partícipes de la religión de Cristo hacia su Padre. Cristo confió a su Esposa, la Iglesia, la celebración de estos misterios. La oración establecida por ella es la verdadera, la auténtica expresión del homenaje digno de Dios; cuando la Iglesia, conocedora de los secretos de Jesús, se dispone, y nosotros con Ella, a celebrar los divinos misterios de Cristo, parece oírse en el Cielo aquella expresión del Cantar de los Cantares: «Resuene tu voz en mis oídos, pues está llena de hechizo, como tu rostro está resplandeciente de hermosura» (Cant 2,14). La Iglesia, adornada y enriquecida como está con las preseas del divino Esposo, puede hablar en su nombre; por eso los homenajes de adoración y alabanza que pone en boca de sus hijos son agradables en extremo a Cristo y a su Padre.
La oración de la Iglesia es también para nosotros camino seguro, ninguno otro nos llevará más directamente a Cristo ni nos facilitará tanto la tarea de ir copiando sus divinos rasgos. La Iglesia nos lleva a El directamente y como por la mano. A la vez que hacemos un acto de humildad y de obediencia, dejándonos guiar por Ella, que todo lo ha recibido de Cristo: «Quien a vosotros escucha a Mí escucha, y quien a vosotros desprecia a Mí desprecia» (Lc 10,16), utilizamos también un medio seguro para llegar infaliblemente a conocer a Cristo; profundizar el sentido de sus misterios y permanecer adheridos a El, ya que es no sólo modelo, sino la fuente misma de la vida eterna, que hizo brotar por la abundancia de sus méritos: «El sacrificio de alabanza me honrará y por ese camino le mostraré la salvación de Dios» (Sal 49,23).
6. Por qué y cómo la Iglesia honra y celebra a los santos
Además de los misterios de Cristo, la Iglesia celebra también las fiestas de los santos.
¿Por qué la Iglesia celebra a los santos? -Por el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus miembros.- Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya «formado en ellos»; ellos «han conseguido su plenitud», y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos. «Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos los santos». Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer con las virtudes por El practicadas, y ella, dócil a la divina recomendación, honraba con todas sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad «por haberse dignado ser la admirable gloria y corona de los santos» (Libro de la gracia especial, P. I, c. 31).
A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia de Cristo, y a honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar a sus hijos victoriosos. «Para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef. 1,6).
Tal es la característica del culto de la Iglesia hacia los Santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman parte, en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien honra, finalmente, en ellos: «Señor, ¡cuán admirable es vuestro nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo!» (Sal 8, 2-6). La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: «Entra, bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor... Ven, Esposa de Cristo, a recibir la corona que el Señor te tiene preparada desde toda la eternidad...»; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, de sus pontífices, confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos de la tierra. «Si no eres capaz de seguir a los mártires en el derramamiento de sangre, síguelos en el afecto» (San Agustín, Sermo CCLXXX, c. 6).
Y después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo (no para disminuir su radio de acción, antes más bien para ensancharle), oyendo a los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos por su intercesión cuantas gracias le pedimos, se establece así una corriente sobrenatural de intercambio entre todos los miembros de cuerpo místico.[Hæec vero nostra et sanctorum cohærentia est, ut nos congratulemur eis, ipsi compatiantur nobis, militent pia intercessione. San Bernardo, Sermo V, In festo omnium sanctorum].
En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual multiplica y extrema, si así puede decirse, sus alabanzas jubilosas.
Transportándonos al cielo en seguimiento del Apóstol San Juan, nos presenta aquella gloriosa porción del reino de su Esposo; las legiones innumerables de los escogidos, aquella «muchedumbre de santos que nadie podrá contar», que asisten al trono de Dios, revestidos de blancas túnicas, con palmas en las manos, de cuyas filas se levanta la grandiosa aclamación: «Gloria a Dios, gloria al Cordero inmolado por nosotros que con su sangre nos rescató de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de toda nación» (Ap 7, 9-10; 5,9).
Ante tan gloriosa visión, la Iglesia experimenta transportes de alegría. Oíd con qué expresiones se dirige a sus hijos triunfantes: «Bendecid al Señor, vosotros todos que sois sus escogidos; disfrutad días dichosos y cantad sus alabanzas; pues el cantar es la herencia de todos los santos, del pueblo de Israel, del pueblo que constituye su corte; es la gloria propia de todos los santos» [Benedicite Domino, omnes electi eius; agite dies lætitiæ et confitemini illi; hymnus omnibus sanctis eius... gloria hæc est omnibus sanctis eius. Antífona de las Vísperas de Todos los Santos. +Tob 13,10; Sal 148,14; ib. 149,9].
También nosotros estamos llamados a participar de este triunfo; a formar el cortejo de Cristo... «en los esplendores de los santos», a participar en el seno del Padre, de la gloria del Hijo, después de habernos asociado en la tierra a sus misterios. Anticipémonos a esta melodía de los cielos donde resuena el eterno Alleluia, asociándonos cuanto podamos desde ahora, con gran fe y abrasado amor, a la oración de la Iglesia, Esposa de Cristo y madre nuestra.

10
La oración
Importancia de la oración: la vida de oración es transformante
Tan grande es el deseo que tiene Nuestro Señor de darse a nosotros, que multiplicó los medios de llevarlo a cabo, juntamente con los distintos sacramentos, nos ha señalado la oración, como fuente de gracia. Es evidente que los sacramentos, como se ha indicado repetidas veces en el transcurso de estas conferencias, producen la gracia por el hecho mismo de ser aplicados al alma que no pone óbice a su acción.
La oración, de suyo, no tiene una eficacia tan intrínseca; mas no nos es por eso menos necesaria que los sacramentos para conseguir la ayuda divina. Vemos, en efecto, cómo Jesucristo durante su vida mortal hace milagros movido por la oración. Un leproso se le presenta: «Señor, tened compasión de mí», y le cura. Le presentan un ciego que le dice: «Señor, haced que vea», y Nuestro Señor le devuelve la vista. Marta y Magdalena le dicen: «Señor: si hubieseis estado aquí, no hubiera muerto nuestro hermano». Esto es una especie de petición y a esta súplica contesta el Señor con la resurrección de Lázaro.- Estos son favores temporales, pero también la gracia se alcanza con la oración. «Señor, le dice la Samaritana, dadme esa agua viva, de que sois fuente, y que nos reporta la vida eterna», y Cristo se descubre a ella como el Mesías, y la induce a confesar sus faltas para perdonárselas. Clavado en la cruz, pídele el Buen Ladrón que se acuerde de él, y el Señor le concede perdón completo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Por otra parte, Nuestro Señor mismo nos ha recomendado este género de impetración: «Pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá; buscad, y encontraréis» (Mt 7,7). «Todo cuanto pidiereis a mi Padre, en nombre mío, es decir, poniéndome por intercesor, os lo concederá» (Jn 16,23). Asimismo, San Pablo nos exhorta a elevar en todo tiempo continuas oraciones y súplicas poniendo por intercesor al Espíritu Santo (Ef 6,18).
Es, pues, evidente que la oración vocal de impetración resulta un medio muy poderoso para atraernos los dones de Dios.
Pero de lo que ahora quiero hablaros es de la oración mental; de lo que vulgarmente se llama meditación. Es asunto de suma importancia el que vamos a tratar.
La oración es uno de los medios más necesarios para efectuar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y nuestra imitación de Jesucristo. El contacto asiduo del alma con Dios en la fe por medio de la oración y la vida de oración, ayuda poderosamente a la transformación sobrenatural de nuestra alma. La oración bien hecha, la vida de oración, es transformante.
Más aún; la unión con Dios en la oración nos facilita la participación más fructuosa en los otros medios que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos en imagen suya.- ¿Por qué esto? ¿Es acaso la oración, más eminente, más eficaz, que el santo sacrificio, que la recepción de los sacramentos, que son los canales auténticos de la gracia? -Ciertamente que no; cada vez que nos acercamos a estas fuentes, obtenemos un aumento de gracia, un crecimiento de vida divina, pero este crecimiento depende, en parte al menos de nuestras disposiciones.
Ahora bien, la oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor, que en conjunto constituyen la mejor disposición del alma para recibir con abundancia la gracia divina. Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el oficio divino, asistir a la Santa Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero sus progresos en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. ¿Por qué? -Porque el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente contacto con Dios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está, si no siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, verbigracia, en los sacramentos, entonces, como un soplo vigoroso, la abrasa, levanta y llena con sorprendente abundancia. La vida sobrenatural de un alma es proporcionada a su unión con Dios, mediante la fe y el amor; debe, pues, este amor exteriorizarse en actos, y éstos, para que se reproduzcan de una manera regular e intensa, reclaman la vida de oración. En principio, puede decirse que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en el amor divino depende prácticamente de nuestra vida de oración.
Determinemos, pues, qué es oración, es decir, cuál es su naturaleza, y cuáles sus grados; luego, qué disposiciones exige para producir todos sus frutos.
Inútil es advertir que no trato de desarrollar aquí un tratado completo sobre la oración; existen y muy buenos quiero, simplemente, tocar algunos puntos esenciales relacionados con la idea central de estas conferencias: nuestra adopción sobrenatural en Cristo Jesús, que nos hace vivir por su gracia y su Espíritu.
1. Naturaleza de la oración: conversación del hijo de Dios con su Padre celestial bajo la influencia del Espíritu Santo
¿Qué es oración? Digamos que es una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial. Notad las palabras «conversación del hijo de Dios»: las he empleado muy intencionadamente. Se encuentran a veces hombres que no creen en la divinidad de Cristo, como ciertos deístas del siglo XVIII, como aquellos que en tiempo de la Revolución establecieron el culto del Ser Supremo, e inventaron oraciones a la «Divinidad»: pensaron, quizá, deslumbrar a Dios con sus oraciones; pero todo era vano juego de un espíritu puramente humano, que Dios no podía aceptar.
No es así nuestra oración. No es una conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para cumplirla.
En la oración nos presentamos a Dios en calidad de hijos, calidad que eleva esencialmente nuestra alma a un orden sobrenatural. Sin duda alguna, no debemos jamás olvidar nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir, el terreno sobre el que debemos colocarnos en nuestras relaciones con Dios, es el plano sobrenatural; en otros términos: es nuestra filiación divina, nuestra calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe determinar nuestra actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la oración.
Veamos cómo San Pablo aclara este punto. «No sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra insuficiencia. El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Ahora bien, dice San Pablo en el mismo lugar: este Espíritu que debe rogar por nosotros y en nosotros es «el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: «¡Padre, Padre!» (ib. 8,15). Este Espíritu nos fue dado después que, «llegada la plenitud de los tiempos, nos envió Dios a su Hijo para concedernos la adopción de hijos» (Gál 4, 4-5). Y porque la gracia de Cristo nos hace sus hijos, «Dios envió también a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos autoriza a rogar a Dios como a un Padre» (+Rm 8,15; 2Cor 1,22).
Y es que, en verdad, «ya no somos extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular» (Ef 2,20).
Así, pues, el Espíritu que recibimos en el Bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace clamar a Dios: «Vos sois nuestro Padre». ¿Qué quiere decir esto sino que, como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus hijos? Escuchemos a Nuestro Señor mismo, El vino para ser la «luz del mundo», y sus palabras, «llenas de verdad», nos indican «el camino». «Yo soy luz del mundo y el camino y la verdad» (Jn 8,12; 14,6).
Sentado junto al pozo de Jacob, Jesús conversa con la Samaritana (ib. 4,5 y sigs.). En El ha reconocido esta mujer un profeta, un enviado de Dios; en seguida le pregunta (lo que era objeto de viva controversia entre sus compatriotas y los judíos) si Dios debía ser adorado sobre las montañas de Samaria o en Jerusalén. ¿Qué contesta Cristo? «Mujer, créeme: llega la hora en la que vosotros no adoraréis al Padre ni aquí, ni en Jerusalén; llega la hora, más bien, ya ha ]legado, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre busca tales adoradores». Notad cómo Jesucristo pone de relieve el nombre de Padre.- En Samaria, como es sabido, se adoraban los falsos dioses, y por eso Cristo dice que hay que adorar «en verdad, es decir, al Dios verdadero; en Jerusalén se adoraba al verdadero Dios, pero no «en espíritu»: la religión de los judíos era completamente materialista en su expresión y en los motivos que la inspiraban.- Fue el Verbo encarnado quien inauguró, «y ya es llegada esa hora», la nueva religión, la del verdadero Dios adorado en espíritu, en el espíritu de la verdadera adopción divina, sobrenatural, espiritual, que nos hace hijos de Dios, por cuyo motivo Nuestro Señor insiste en la palabra «Padre». «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». Sin duda alguna, siendo nosotros hijos adoptivos, al hacernos Dios sus hijos, en nada disminuye su divina majestad ni su soberanía absoluta, y debemos adorarle, anonadarnos ante El; pero debemos adorarle en verdad y en espíritu, es decir, en la verdad y espíritu del orden sobrenatural, por el cual somos hijos suyos.
Nuestro Señor es más explícito en otro lugar. Con la Samaritana sienta, por decirlo así, el principio: a sus discípulos les da el ejemplo: «Un día, dice San Lucas, estaba en oración y cuando hubo terminado, uno de sus discípulos dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11 y sigs.) ¿Cuál fue la respuesta de Jesús? «Cuando oréis, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre...» No olvidéis esto: Nuestro Señor es Dios; como Verbo suyo está siempre «en el seno del Padre»; nadie conoce a Dios, sino su Hijo. Cristo conoce, pues, perfectamente qué es lo que debemos decir o pedir a Dios para convertirnos en los «verdaderos adoradores que Dios busca»; conoce también perfectamente cómo debemos comparecer en presencia de Dios para conversar con El, para agradarle; lo que enseña es la verdad, porque no puede revelar sino lo que ve (Jn 1,18). Y nosotros podemos y debemos escuchar lo que nos dice: El es el camino que hav que seguir sin vacilar; el que le sigue «no anda en tinieblas» (ib. 8,12). Ahora bien, ¿cómo se expresa Jesús cuando quiere enseñarnos esta ciencia de la oración, que declaró ser tan necesaria que continuamente debemos practicarla? «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1). Empieza señalando el título que debemos dar a Dios, antes de presentarle nuestros homenajes; ese título, que señala la orientación, o mejor dicho, que indica el carácter que debe tener nuestra conversación, y sobre el cual apoyaremos las peticiones que han de seguir; el título que nos indica la actitud de nuestra alma en presencia de Dios. ¿Cuál es ese título? «Padre nuestro».
Recogemos, pues, de los propios labios de Cristo, del Hijo muy amado, en el cual Dios puso todas sus complacencias, esta preciosa indicación de que la primera y fundamental actitud que debemos adoptar en nuestras relaciones con Dios es la de un hijo en presencia de su padre. Sin duda -repito una vez más, por ser este punto de mucha importancia-, este hijo no olvidará jamás su originaria condición de criatura caída en el pecado y que conserva en sí un germen de pecado que puede separarle de Dios, porque el que es nuestro Padre «habita en los cielos» y es al propio tiempo nuestro Dios. «Ved aquí, decía Nuestro Señor al despedirse de sus discípulos, que vuelvo a mi Padre, que es también el vuestro, a mi Dios, que es también el vuestro» (Jn 20,17). Por este motivo adoptará siempre el hijo de Dios una actitud de profunda reverencia y de profunda humildad, suplicará que le sean perdonados sus pecados, no caer en la tentación y ser librado del mal; pero acompañará aquella humildad y reverencia con una inquebrantable confianza -porque «todo don perfecto desciende de arriba del Padre de las luces» (Sant 1,17)-, y con un tierno amor, amor del hijo a su Padre, y Padre amoroso. [Llevada, por decirlo así, sobre las alas de la fe y de la esperanza, el alma remonta su vuelo hacia el cielo y se eleva hasta Dios.- Con acendrada piedad y profunda veneración, expone a Dios con entera confianza todas sus necesidades, cual lo haría el hijo único al más amado de los padres.- Catecismo del Concilio de Trento, 4ª parte, capítulo 1.- «Dios os manda presentaros ante El, no con temor y temblando, como un esclavo ante su dueño, sino para refugiaros cabe El con toda libertad y con perfecta confianza, como un niño cerca de su padre. ib. cap.2].
Es, pues, la oración como la manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo; como el desarrollo espontáneo de los dones del Espíritu Santo. Por esto es tan vivificante y tan fecunda. El alma que se da regularmente a la oración saca de ella gracias inefables que la transforman poco a poco, a imagen v semejanza de Jesús, Hijo único del Padre celestial. «La puerta, dice Santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap.8).
De la oración saca el alma gozos que son como presagio de la unión celestial, de esa herencia eterna que nos espera. «En verdad, decía Jesucristo, cuanto pidiereis de saludable a mi Padre en nombre mío, os lo concederá, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16,24). En esto consiste la oración mental: trato íntimo de corazón a corazón entre Dios y el alma, «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa, ib. cap.8).
Mas este trato o conversación del hijo de Dios con su Padre celestial se verifica bajo la acción del Espíritu Santo.- En efecto, Dios, por medio del profeta Zacarías, había prometido que, en la Nueva Alianza, «derramaría sobre las almas el espíritu de gracia y de oración» (Zac 12,10). Este espíritu es el Espíritu Santo, el Espíritu de adopción, que Dios envía a los corazones de aquellos que tiene predestinados a ser sus hijos en Cristo Jesús. Los dones que este Espíritu divino infunde en nuestras almas el día del bautismo, juntamente con la gracia, nos ayudan en nuestras relaciones con el Padre celestial. El don de temor nos llena de reverencia ante su divino acatamiento; el don de piedad hace compatible con esa reverencia la ternura propia de un hijo hacia su padre; el don de ciencia presenta al alma con nueva luz las verdades de orden natural, el don de inteligencia la hace penetrar en las profundidades ocultas de los misterios de la fe; el don de sabiduría le da el gusto, el conocimiento afectivo de las verdades reveladas. Los dones del Espíritu Santo son disposiciones muy reales a las que no prestamos bastante atención; por ellos el Espíritu Santo, que mora en el alma del bautizado, como en un templo, la ayuda y guía en sus relaciones con el Padre celestial: «El Espíritu Santo fortalece nuestra flaqueza... El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables». (Rm 8,26) [El Espíritu Santo es el alma de nuestras oraciones; El nos las inspira y hace que sean siempre admisibles. Catec. del Conc. de Trento, 4ª parte, c. 1, 7].
El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, se entrega a Dios, a su voluntad, por un movimiento del Espíritu Santo: «El sabio se ocupa desde el alba en velar ante el Dios que le ha creado, y eleva sus oraciones ante el Altísimo» (Ecli 39,6). Ningún raciocinio, ningún esfuerzo puramente natural puede producir este contacto: «Nadie puede decir: Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Este contacto se verifica en las oscuridades de la fe, pero llena el alma de luz y de vida.
La oración es, pues, el despliegue, bajo la acción de los dones del Espíritu Santo, de los sentimientos propios de nuestra adopción divina en Jesucristo; y por eso debe ser asequible a toda alma bautizada, de buena voluntad. Además, Jesucristo invita a todos sus discípulos a aspirar a la perfección para ser hijos dignos del Padre celestial. «Sed pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Ahora bien, la perfección, prácticamente, no es posible si el alma no vive de la oración. ¿No resulta, pues, evidente que Cristo no pudo desear que la manera de tratar con El en la oración fuese complicada y fuera del alcance de las almas más sencillas que le buscan con sinceridad? Por esto dejé dicho que la oración puede definirse: una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial: «Padre nuestro, que estás en los cielos».
2. Dos factores afectarán a los términos de esta conversación: primer factor: la medida de la gracia de Cristo; suma discreción que debe observarse a este propósito; doctrina de los principales maestros de la vida espiritual; el método no es el mismo que la oración
En una conversación se escucha y se habla; el alma se entrega a Dios y Dios se comunica al alma.
Para escuchar a Dios, para recibir sus luces, basta con que el corazón se halle penetrado por sentimientos de fe de reverencia, de humildad, de ardiente confianza, de amor generoso.
Para hablarle, es preciso tener algo que decirle. ¿Cuál será el tema de la conversación? Este depende principalmente de dos factores: la medida de la gracia que Jesucristo da al alma y el estado de la misma alma.
La primera cosa que debemos tener presente es, pues, la medida de los dones de gracia comunicados por Cristo (Ef 4,7). Jesucristo, en cuanto Dios, es dueño absoluto de sus dones: otorga su gracia al alma, como y cuando lo juzga oportuno; derrama en ella su luz cuando es del agrado de su soberana majestad; nos guía y lleva hacia su Padre por su Espíritu. Si leyeseis los maestros de la vida espiritual, veríais que siempre han respetado santamente esta soberanía de Cristo en la dispensación de sus favores y de sus luces; esto explica su extrema reserva al tratar de las relaciones del alma con su Dios.
San Benito, que fue un eminente contemplativo, favorecido con gracias extraordinarias de oración y maestro en el conocimiento de las almas, exhorta a sus discípulos a «entregarse con frecuencia a la oración» [orationi frequenter incumbere. Regla, cap.IV], deja claramente entender que la vida de oración es de absoluta necesidad para encontrar a Dios. Pero cuando se trata de reglamentar el modo de darse a la oración, lo hace con particular discreción. Presupone, naturalmente, que ya se ha adquirido cierto conocimiento habitual de las cosas divinas por medio de la lectura asidua de las Sagradas Escrituras y de las obras de los Santos Padres de la Iglesia. Tocante a la oración, se limita a indicar en primer lugar cuál debe ser la disposición con que el alma debe acercarse a la presencia de Dios: profunda reverencia y humildad [es de notar que el Patriarca de los monjes intitula el capítulo de la oración: «De la reverencia que se debe observar en la oración», cap.XX.], y quiere que el alma permanezca en presencia de Dios en espíritu de gran arrepentimiento y de perfecta sencillez. Esta disposición es la mejor para escuchar la voz de Dios con fruto. En cuanto a la oración misma, además de relacionarla íntimamente con la salmodia (de la que la oración no es más que la continuación interna), San Benito la hace consistir en impulsos cortos y fervorosos del corazón a Dios. «El alma, dice, siguiendo el consejo del mismo Cristo (Mt 7,7), debe evitar el mucho hablar; no prolongará el ejercicio de la oración a menos de ser arrastrada a ello por los movimientos del Espíritu Santo, que mora en ella por la gracia». Ninguna otra indicación expresa sobre la oración nos dejó el legislador de la vida monástica.
Otro gran maestro de la vida espiritual, elevado a un alto grado de contemplación, y lleno de luces de gracia y experiencia, San Ignacio de Loyola, dejó escritas algunas palabras, cuya profunda sabiduría no se podrá apreciar nunca bastante: «Aquella parte es mejor para cualquier individuo, escribe a San Francisco de Borja, donde Dios nuestro Señor más se comunica, mostrando sus santísimos dones y gracias espirituales, porque ve y sabe lo que más le conviene, y como quien todo lo sabe, le muestra la vía; y nosotros para hallarla, mediante su gracia divina, ayuda mucho buscar y probar por muchas maneras para caminar por la "que les es más declarada", más feliz y bienaventurada en esta vida, toda guiada y ordenada para la otra sin fin, abrazados y unidos con los tales "santísimos" dones» (Carta 20-IX-1548). Enseña, pues, el Santo que se debe dejar a Dios el cuidado de indicar a cada alma el mejor modo y manera de tratar con El.
Santa Teresa, en varios pasajes de sus Obras, inculca el mismo pensamiento: «Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados» (Moradas, 1ª, cap.2). [Véase también Vida, principio del cap.12, cap.13 y cap.22, donde dice que Dios conduce a las almas por caminos y sendas muy distintas. Véanse también los caps.18 y 27, donde enseña cuán excelente oración es hacer compañía a Nuestro Señor en los diferentes misterios y entretenerse con El en simples coloquios].
San Francisco de Sales no es menos reservado;- veamos lo que dice, el texto es bastante largo, pero expresa bien la naturaleza de la oración, fruto de los dones del Espíritu Santo, y la discreción con que se debe reglamentar: «No penséis, hijas mías, que la oración sea obra del espíritu humano, es un don especial del Espíritu Santo, que eleva las potencias del alma sobre las fuerzas naturales, para unirse a Dios por sentimientos y comunicaciones de que son incapaces el raciocinio y la sabiduría de los hombres.- Los caminos por los cuales conduce El a las almas santas en este ejercicio (que es, sin duda alguna, el ejercicio más divino de una criatura razonable) son sorprendentes en su variedad y dignos de toda loa, pues nos llevan a Dios y bajo su guía; pero no debemos inquietarnos por seguirlos todos, ni siquiera escoger alguno según nuestro propio parecer; lo que importa es reconocer el efecto de la gracia en nosotros, y serle fieles» (Resumen del espíritu interior de las religiosas de la Visitación, explicado por San Francisco de Sales y recogido por Mons. Maupas).
Podríamos multiplicar citas y testimonios parecidos, mas los aducidos bastarán para demostrarnos que si bien los maestros de la vida espiritual ponen especial empeño en invitar a las almas a darse a la oración, por ser un elemento esencial para la perfección espiritual, sin embargo se guardan bien de imponer indistintamente a todas las almas un camino con preferencia a otro. Decimos «imponer»: ellos indican o recomiendan métodos particulares; todos tienen su valor, hay que reconocerlo; todos encierran su utilidad, que se puede comprobar. Ahora bien, querer imponer indistintamente a todas las almas el mismo método sería desconocer la libertad divina, según la cual Jesucristo distribuye sus gracias, y las inclinaciones que hace nacer en nosotros su Espíritu.
En materia de método, el que ayuda a un alma puede molestar a otra.- La experiencia demuestra que muchas almas que tiene facilidad para conversar habitual y sencillamente con Dios, sacando mucho fruto, se verían torturadas si se las quisiese someter a tal o cual método. Cada alma, pues, ha de examinarse antes de imponerse a sí misma el mejor método de conversar con Dios, debe, por una parte, apreciar sus aptitudes, sus disposiciones, sus gustos, sus aspiraciones, su género de vida; tratar de conocer el impulso del Espíritu Santo; tener en cuenta sus progresos en la vida espiritual. Debe, por otra, ser dócil y responder con generosidad a la gracia de Cristo y a la acción del Espíritu Santo. Encontrado el camino que más le conviene, después de varios tanteos inevitables en los principios, el alma debe seguirlo fielmente, hasta que el Espíritu Santo la conduzca a otro camino; esto es una garantía de fecundidad.
Otro punto, que considero muy importante y que guarda íntima relación con el precedente, es el de no confundir la esencia de la oración con los métodos (sean cuales fueren) de que nos sirvamos para hacerla.- Almas hay que llegan a persuadirse de que si no siguen tal o cual método, no harán oración; hay en esto una confusión de ideas que puede acarrear graves consecuencias. Por haber confundido la esencia de la oración con el empleo del método, esas almas no se atreven a cambiarlo, aun cuando reconocen que el que tienen les sirve de obstáculo o les es completamente inútil; o bien, lo que ocurre con más frecuencia, encontrando el método molesto, lo abandonan sin reparo, y, junto con él, la oración, y esto con gran detrimento de su alma.- Una cosa es el método y otra la oración: aquél debe variar según las disposiciones y necesidades de las almas; mientras que ésta (quiero decir, la oración ordinaria) esencialmente ha de ser siempre la misma para todas las almas: conversación mediante la cual el corazón del hijo de Dios se explaya ante su Padre celestial. y le escucha para agradarle. El método, sosteniendo al espíritu, ayuda al alma en su unión con Dios; es un medio, pero no debe llegar a ser un obstáculo. Si tal método ilumina la inteligencia, enardece la voluntad y la lleva a entregarse a las inspiraciones divinas y a derramarse íntimamente en presencia de Dios, será buen método, pero no debe seguirse cuando contraria realmente la inclinación del alma, cuando la agita y priva de todo progreso en la vida espiritual; ni tampoco cuando, a causa de los progresos del alma, viene ya a resultar inútil.
3. Segundo elemento: estado del alma. Las distintas fases de la vida de perfección caracterizan, de una manera general, los diversos grados de la vida de oración. Trabajo discursivo de los principios
El segundo factor que se debe tener presente para determinar el tema habitual de nuestras relaciones con Dios es el estado del alma.
Nuestra alma no está siempre en el mismo estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en la que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas perfectas. Tales estados han sido así clasificados por predominar en ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la purificación del alma, en otro, su iluminación, y en el tercero, su estado de unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del alma se diferencia según el estado en el cual se encuentra.
Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu Santo y de las aptitudes del alma, el que empieza a recorrer los caminos de la vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la oración. Pues, aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma independientemente de ciertas condiciones relacionadas con nuestra naturaleza. El Espíritu Santo nos conduce según nuestro modo de ser; somos inteligencia y voluntad, pero no amamos sino el bien que conocemos; no nos inclinamos sino hacia el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para unirnos plenamente a Dios -¿no es éste el mejor fruto de la oración?-, conocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice Santo Tomás: «cuanto ilustra la fe, está ordenado a la caridad» (In Epist. I. S. Pauli ad Timoth., cap.I, lect.2ª).
Al principiar, pues, a buscar a Dios, debe el alma atesorar principios intelectuales, y conocimientos que afiancen su fe. ¿Por qué? -Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará en pura fantasía, sin fondo ni fruto o se convertirá en un ejercicio enojoso, que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos conocimientos, y luego conservarlos, renovarlos y reforzarlos. ¿De qué manera? -Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la meditación continuada sobre un punto cualquiera de la Revelación; el alma consagra un período más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los principales artículos de la fe, a fin de considerarlos minuciosamente uno por uno; y así obtendrá, como resultado de estas consideraciones sucesivas, los conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.
Ese trabajo, puramente discursivo, no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo útil y hasta necesario para iluminar, guiar, disponer o sostener la inteligencia, pero preludio al fin. La oración no comienza, en realidad, sino cuando, caldeada la voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino Bien, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María que conservaba las palabras de Jesús in corde suo en su corazón (Lc 2,51); pues es de él, en efecto, de donde arranca esencialmente la oración. Cuando Nuestro Señor enseñaba a orar a sus discípulos, no les decía: «Os entretendréis en tales o cuales raciocinios», sino más bien: «Manifestaréis los afectos de vuestros corazones de hijos». «Así habréis de orar: Padre nuestro... Santificado sea tu nombre...» Las peticiones que Jesucristo nos manda hacer, dice San Agustín, son la norma a que debemos ajustar los deseos de nuestro corazón [Verba quæ Dominus noster Iesus Christus in oratione docuit forma est desideriorum. Sermo LVI, c. 3]. Un alma (y no es más que un supuesto) que limitase regularmente su trabajo al raciocinio intelectual, aun cuando versare sobre materias de fe, no haría oración. [Así se expresa sobre este particular, Saudreau, cuyas obras ascéticas son bastante conocidas; lo que va entre guiones lo añadimos nosotros: «Notémoslo bien, la súplica es la parte capital de la oración, o por mejor decir, la oración empieza con ella. Mientras el alma no se vuelve a Dios para hablarle -para alabarle, bendecirle, glorificarle; para deleitarse en sus perfecciones, para dirigirle sus súplicas, para entregarse a sus inspiraciones- puede, en verdad meditar, pero no ora ni hace oración. Se encuentran personas que se engañan y pasan la media hora del ejercicio de la meditación reflexionando, sí, pero sin decir nada a Dios: y aun cuando a tales cavilaciones hayan juntado deseos piadosos y generosas resoluciones, con todo, no han hecho verdadera oración; sin duda alguna, no sólo ha obrado el entendimiento, sino que también se ha conmovido el corazón, y se ha sentido impulsado hacia el bien con ímpetu y ardor, pero no se ha derramado en el corazón de Dios. Tales meditaciones, aunque no del todo inútiles, pronto producen cansancio y con frecuencia desaliento y abandono de tan santo ejercicio». Los grados de la vida espiritual.- Véase también R. P. Schrijvers, C. SS. R., La bonne volonté, II part., cap.I, L’oraison]. De aquí resulta que se encuentran almas, aun entre los principiantes, que sacan más fruto de una simple lectura «entreverada», con afectos y suspiros del corazón, que de un ejercicio en el cual únicamente se ejercita la razón.
En este ejercicio no podrán evitarse al principio ciertos «tanteos», mas para precaverse de las ilusiones de la pereza debe el alma necesariamente ayudarse del consejo de un director experimentado.
4. De cuánta importancia sea en la vía iluminativa la contemplación de los misterios de Cristo: el estado de oración
La experiencia, empero, demuestra que a medida que un alma progresa en los caminos de la vida espiritual, el trabajo discursivo del raciocinio va aminorándose. ¿Por qué? -Porque el alma, penetrada de las verdades cristianas, no precisa reunir conocimientos sobre la fe; ya los posee, y no tiene otro trabajo que conservarlos y renovarlos por medio de santas lecturas.
De aquí resulta que el alma, así empapada y poseída de las verdades divinas, no necesita entretenerse en prolongadas consideraciones; ya es dueña de todos los elementos materiales de la oración. Sin otra preparación, y sin el trabajo discursivo, que necesitan por lo regular las que aún no han adquirido tales conocimientos, puede entrar en conversación con Dios.
Esta ley fundada en la experiencia no está exenta, naturalmente, de excepciones que es preciso respetar cuidadosamente. Hay almas muy aventajadas en los caminos de la vida espiritual que ni saben ni pueden ponerse en oración sin ayuda de un libro, la lectura les sirve, por decirlo así, como de cebo y acicate; no deben, por tanto, abandonarla, otras almas no saben conversar con Dios si no recurren a la oración vocal; se les perjudicaría si se les lanzara por otro camino, mas por lo general, es evidente que, a medida que el alma progresa en la luz de la fe y en fidelidad, la acción del Espíritu Santo toma mayores proporciones, y cada vez siente menos la necesidad de recurrir al raciocinio para encontrar a Dios.
Sucede esto sobre todo, y la experiencia lo demuestra, respecto de aquellas almas que tienen un conocimiento más arraigado y más desarrollado de los misterios de Cristo.
Véase lo que San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las palabras de Cristo» (Col 3,16).
El gran Apóstol deseaba esto a fin de que los fieles se instruyesen y exhortasen unos a otros con sabiduría».- Pero esta recomendación sirve también para nuestras relaciones con Dios. ¿Cómo?
La palabra de Cristo está contenida en los Evangelios, los cuales encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y de San Juan, la exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los misterios de Cristo. Allí encuentra el hijo de Dios los mejores títulos de su adopción divina y el ejemplar mas directo de su conducta. A través de ellos, Jesucristo se nos manifiesta en su existencia terrena, en su doctrina en su amor. Allí encontramos la mejor fuente de conocimiento de Dios, de su naturaleza, sus perfecciones, sus obras: «Dios ha hecho brillar en nuestros corazones su claridad, que resplandece en el rostro de Jesucristo» (2Cor 4,6). Jesucristo es la gran revelación de Dios al mundo. Dios nos dice: «Este es mi Hijo muy amado, escuchadle». Como si nos dijese: «si queréis darme gusto, mirad a mi Hijo, imitadle; no os pido otra cosa, porque en eso consiste vuestra predestinación, en que seáis como mi Hijo».
El camino más directo para llegar a conocer a Dios es, pues, el mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones; quien lo ve, ve a su Padre, ya que es uno con El, y no hace sino lo que puede agradarle, ya que cada uno de sus actos es objeto de las complacencias del Padre y merece los propongamos a nuestra contemplación. «Y veo yo claro, escribe Santa Teresa, y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia: hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor Nuestro es por quien nos vienen todos los bienes: El lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado». Y añade luego: «Mas que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre, y pluguiese al Señor fuese siempre, esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no trae arrimo, por mucho, que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» [Vida, c. 22. Vale la pena leer por entero este magnífico capítulo para ver cómo deplora la Santa el haber malgastado tanto tiempo, sólo por no haberse dado en la oración a contemplar la Humanidad sagrada de Jesús].
Mas Cristo no solamente obró, sino que también habló (Hch 1,1). Sus palabras todas nos revelan los secretos divinos, y no habla sino de lo que ve. Sus palabras, El mismo nos lo dice, son para nosotros espíritu y vida, son vida de nuestra alma, no ya al modo de los sacramentos, sino en cuanto son luz que alumbra y vigor que nos sostiene. Las palabras y acciones de Jesús son para nosotros otros tantos motivos de confianza y de amor, y principios de acción.
Veis por qué las palabras de Cristo deben «permanecer en nosotros», si han de ser, como deben, principios de vida; veis también por qué resulta tan útil al alma que desea vivir de oración, leer y releer el Evangelio, seguir a la Iglesia nuestra Madre cuando nos representa los hechos y nos recuerda las palabras de Jesús a lo largo del ciclo litúrgico... Al hacer pasar ante nuestros ojos las etapas todas de la vida de Cristo, Esposo suyo y hermano mayor nuestro, la Iglesia nos proporciona materia abundante con la que el alma pueda alimentar su oración. El alma que sigue así paso a paso a Nuestro Señor, dispone, suministrados por la Iglesia, de todos los elementos materiales que le son necesarios para la oración; en ella, sobre todas las cosas, es donde el alma fiel encuentra al «Verbo de Dios», y, unida a El por la fe, es fecundada sobrenaturalmente, ya que la menor palabra de Jesús es para ella luz deslumbradora, venero de vida y de paz.
El Espíritu Santo es quien nos hace comprender la fecundidad de estas palabras. ¿Qué dijo Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El os recordará cuanto os tengo dicho» (Jn 14,26). En lo cual no ha de verse una vana promesa, porque las palabras de Cristo no pasan. Cristo, Verbo encarnado, nos dio su divino Espíritu el día del Bautismo. El y su Eterno Padre nos le enviaron, porque el Bautismo nos hizo hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. Su Espíritu mora en nosotros. «Permanece con vosotros y está en vosotros» (Ib 14,17). Mas, ¿para qué está en nosotros ese Espíritu de verdad? Nuestro Señor mismo nos lo dice: «El Espíritu mora en vosotros para recordaros mis palabras». ¿Y cuál es el sentido de estas palabras del Salvador? Cuando consideramos las acciones de Cristo y sus misterios, sirviéndonos, por ejemplo, de la lectura de los Evangelios, repasando una vida de Nuestro Señor, o bien siguiendo las instrucciones de la Iglesia en el curso del año litúrgico, ocurre a veces que, un día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces, sin que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros ojos un relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo de luz que el Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma; es la revelación súbita de un venero de vida hasta entonces insospechado. Es como si un nuevo horizonte más extenso y luminoso se abriese ante los ojos del alma; es un mundo sin explorar que el Espíritu nos descubre. El Espíritu Santo, a quien la liturgia llama «el dedo de Dios», Digitus Dei [Himno Veni Creator], graba y esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y dócil, esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero eficazmente.
Si todos los días reservamos algún ratito, largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, las Verba Verbi, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida. Así se cumplirá la promesa de Jesús, que dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba; el que cree en Mí, ríos de agua viva correrán de su vientre». Y añade al punto San Juan: «Esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El» (Jn 7, 37-38).
El alma, a su vez, traduce constantemente sus sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no ha menester esfuerzo para encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.
Los momentos que dedica diariamente al ejercicio formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y escucha ella misma la voz del Altísimo. Ese estado no es la mera presencia de Dios sino un coloquio interior y amoroso, en que el alma habla a Dios a veces con los labios; ordinariamente con el corazón permaneciendo siempre unida a El, no obstante los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas, pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado tan deseable.
«¡Señor, enséñanos a orar!»...
5. La oración de fe; la oración extraordinaria
Luego sucede que, a medida que el alma va allegándose al soberano Bien, comienza también a participar más de la simplicidad divina. En la meditación nos llegamos a formar alguna idea de Dios mediante aquello que nos dictan la razón y la Revelación; pero a medida que vamos adelantando en la vida espiritual, esos mismos conceptos se van simplificando, aunque nunca podremos concebirle tal cual es. ¿Dónde hallaremos a Dios tal cual es? -Únicamente en la fe pura. La fe es aquí lo que la visión beatífica será en el cielo, donde veremos a Dios cara a cara, y tal como es.
La fe nos revela que Dios es incomprensible. Por lo tanto, cuando hayamos llegado a ver que Dios rebasa infinitamente todas nuestras ideas, por sublimes que nos parezcan, entonces será cuando habremos comenzado a entender algo de lo que es Dios. El concepto que de Dios tenemos, aunque analógico, nos manifiesta, con todo, algo de las perfecciones y atributos divinos; en la oración de fe entiende el alma que la esencia divina, tal cual es en sí, en su simplicidad trascendental, está muy por encima de todo cuanto se puede figurar la inteligencia, aun ayudada de la Revelación [Santo Tomás, I, q.13, a.2, ad 3]. El alma prescinde de todo cuanto los sentidos, la imaginación y aun la misma inteligencia le representaban, para atender únicamente a lo que la fe le dicta sobre Dios. El alma ha progresado, ha pasado sucesivamente por la esfera de los sentidos y de la imaginación, del conocimiento intelectual y de los símbolos revelados; toca ya el velo del Santo de los Santos; sabe que Dios se le oculta tras ese velo como tras una nube; casi le toca, pero aun no le ve. En semejante estado de la oración de fe, el alma se acoge a Dios, con quien se siente unida, no obstante las tinieblas que sólo la luz beatífica será capaz de disipar; gusta, sin variar mucho de afectos, de Dios, a quien tiene la dicha de poseer. «Sentéme a la sombra de Aquel que deseaba, cuyo fruto es suavísimo a mi garganta» (Cant 2,3). Ha entrado ya en la oración de quietud, adonde se puede asegurar que llegan muchas almas cuando son fieles a la gracia.- Al irse haciendo a este género de oración y familiarizando con él, el alma encuentra en esa simple adhesión de fe, en ese abrazo de amor, el valor, la elevación interior, la libertad de corazón, la humildad y la entrega al beneplácito divino, que le son necesarios en el largo caminar hacia el santo monte, hacia la plenitud de Dios. «Una cosa son las muchas palabras y otra el afecto firme y constante» (Epíst., 130, c. 19), dice San Agustín.
Luego, si así place a la Bondad Suprema, Dios mismo hará traspasar a esa alma las lindes ordinarias de lo sobrenatural para darse a ella en misteriosas comunicaciones, en que las facultades naturales, elevadas por la acción divina, reciben, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, y, sobre todo, de los de entendimiento y de sabiduría, un modo de operación superior. Los místicos describen los diversos grados de esas operaciones divinas que van acompañadas a veces de fenómenos extraordinarios, como el éxtasis.
No podemos, en modo alguno, subir por nuestros propios esfuerzos a tal grado de oración y de unión con Dios porque dependen únicamente de su libre y soberana voluntad. ¿Se los podrá al menos desear? Si se trata de los fenómenos accidentales que acompañan a la oración, como son las revelaciones, el éxtasis v los estigmas, desde luego que no; pues habría en ello temeridad y presunción; mas tratándose de la sustancia misma de la oración, esto es, del conocimiento puro, simple y perfecto que Dios da en ella de sus perfecciones, del amor encendido que se sigue de ello en el alma, ¡ah!, entonces os diré que deseéis con todas vuestras fuerzas un alto grado de oración v el gozar de la contemplación perfecta.- Porque Dios es el autor principal de nuestra santidad; y en estas comunicaciones es cuando precisamente trabaja con mayor empeño; luego no desearlas sería no desear «amar a Dios con toda nuestra alma, toda nuestra mente, todas nuestras fuerzas y todo nuestro corazón» (Mc 12,30). Además, ¿qué cosa da a nuestra vida todo su valor, quién fija -reserva hecha de la acción divina-, quién determina los grados de nuestra santidad? -Ya os he dicho que es la intensidad del amor con que vivimos y obramos.
Pues bien, prescindiendo por ahora de la acción directa de los sacramentos, ha de decirse que la pureza e intensidad de la caridad se obtienen con abundancia en la oración. Veis por qué nos es tan útil, y por qué asimismo podemos aspirar legítimamente a alcanzar un alto grado de oración.
Claro está que en esto como en todo hemos de someter nuestros deseos a la voluntad de Dios, pues sólo El sabe lo que más conviene a nuestras almas; y aun cuando trabajemos siempre por ser fieles, generosos y humildes, para obedecer en todo momento a la gracia, aun cuando suspiremos por llegar a la cima de la perfección, con todo, conviene mucho no perder nunca la paz del alma, seguros de que Dios es harto bueno y sabio para darnos lo que mas nos conviene.
6. Disposiciones indispensables para hacer fructuosa la oración; pureza de corazón, recogimiento del espíritu, abandono, humildad y reverencia
Volviendo ahora a la oración ordinaria, me queda por decir cuáles son las disposiciones de corazón que debemos llevar a ella para que sea fructuosa.
Para hablar con Dios es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con Dios, es la pureza de alma. Esta es la preparación remota indispensable.
Además debemos procurar orar con recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir: reprimir los desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.
¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? -Ya os lo dije antes, con San Pablo: porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo» (Ef 4,30), porque de otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a El, debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, porque tu siervo escucha» (1Re 3,10). Pero es de notar que esa su voz no se oirá bien si no es en el silencio interior.
Hemos de permanecer siempre en aquellas disposiciones fundamentales de que os hable al tratar de la preparación a la comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.
Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor, tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad» entonces responde el Espíritu divino, indicándonos alguna imperfección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.
Para eso se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad [Patrem immensæ maiestatis. Himno Te Deum]. Aunque hijos adoptivos de Dios, somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no por eso deja de ser Dios el Señor de todo: el Ser infinitamente soberano (2Mac 14,35). La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios. «El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad». Notad el sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre... adoran». ¿Qué otra cosa nos predican sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de ser criaturas suyas?
Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia» (Sant 4,6). Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano.
Mas todavía debe abundar en mayores sentimientos de humildad el alma que ofendió a Dios por el pecado; en este caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus extravíos, y que caiga de hinojos ante el Señor, cual otra Magdalena pecadora.
Pero nuestros pecados pasados y actuales miserias, no nos han de alejar atemorizados de Dios. Acaso me diréis, ¿quién tendrá cara para comparecer ante el divino acatamiento, sobre todo viéndose tan feo y tan ruin, y a «Dios tan grande, tan santo y tan perfecto?» Verdad que estábamos muy alejados del Padre, pero ya nos acercó a El Jesús. «Habéis sido atraídos a su lado, por la sangre de Cristo» (Ef 2,13).- «¡Soy tan miserable!» Ciertamente, pero Cristo nos da también sus riquezas para presentarnos al Padre.- «¡He mancillado tanto mi alma!» Pues ahí tienes la sangre de Cristo que la ha devuelto toda hermosura. Porque Cristo, y sólo El, es quien suple a nuestro alejamiento, a nuestra miseria, a nuestra indignidad, en El nos hemos de apoyar cuando oramos; El, en la Encarnación, salvó el abismo que separaba al hombre de Dios.
7. Sólo la unión con Cristo por la fe puede hacer fecunda la vida de oración; alegría que produce en el alma
Es de tal importancia esto para las almas que aspiran a la vida de oración, que creo útil insistir en ello. Bien sabéis que entre Dios y nosotros, entre el Creador y la criatura media un abismo infinito. Sólo Dios puede decir: «Yo soy el ser subsistente por mí mismo» (Ex 3,14). Todos los demás seres han salido de la nada. ¿Quién tenderá el puente sobre este abismo? -Cristo Jesús que es el mediador y el pontífice por excelencia; únicamente por El podremos remontarnos a Dios. En esto es terminante la palabra del Verbo encarnado. «Nadie va al Padre sino por Mí» (Jn 14,6); como si dijera: «No llegaréis a la Divinidad sino pasando por mi humanidad; porque yo soy, no lo olvidéis jamás, yo soy el camino, el único camino». Sólo Cristo, Dios y Hombre, nos eleva hasta el Padre, y por ahí se ve cuánto importa tener fe viva en El. Si tenemos esta fe en el poder de su humanidad, ya que es la humanidad de un Dios, estaremos seguros de que Cristo puede ponernos en contacto con Dios. Porque, y ya os lo he dicho repetidas veces, el Verbo, al unirse a nuestra naturaleza, en principio nos unió a todos con El. Jesús nos introduce, unidos a El por la gracia, en el santuario inaccesible de la divinidad, donde moraba va antes de que fuera creado el tiempo. «Y el Verbo existía delante de Dios» (Ib 1,1). Nos introduce consigo en «el Santo de los Santos» (Heb 9,12), como dice San Pablo.
Por Cristo somos hechos hijos de Dios (Gál 4, 4-5); merced también a El, unidos a El, podemos obrar como cumple a hijos de Dios, y llenar los deberes que dimanan de nuestra adopción divina. Por lo tanto, debiéndonos presentar a Dios en la oración como hijos adoptivos suyos, preciso será presentarnos con Cristo y por Cristo. Antes de ponernos a orar, hemos de unirnos siempre, con la intención y el afecto, a nuestro Señor, pidiéndole que El mismo se digne presentarnos al Padre. Hay que unir, pues, nuestras plegarias a las que Jesús elevaba desde este suelo, a esa oración sublime que en calidad de mediador y pontífice prosigue allá en el cielo. «Siempre vive para interceder por nosotros» (Heb 7,25).
Ved cómo Nuestro Señor santificó de antemano nuestras oraciones con su ejemplo, «pues pasaba las noches en oración con Dios» (Lc 6,12). San Pablo nos dice que ese divino pontífice, «en los días de su vida mortal, elevó ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas» (Heb 5,7). «Ahí tienes, cristiano, dice San Ambrosio al hablar de la oración de Cristo ahí tienes el modelo que imitar» (Expos, Evang. in Lc., Lib V, c. 6). Jesús oró por si mismo cuando pidió al Padre lo glorificara (Jn 17,5); oró por sus discípulos, no para que fueran sacados de este mundo, sino para que se viesen libres del mal, porque pertenecen por El al Padre (ib. 9); oró por todos cuantos habíamos de creer en El (ib. 20).
Jesús nos dejó, además, una fórmula admirable de oración en el Padrenuestro, donde se pide todo cuanto un hijo de Dios puede pedir a su Padre que está en los cielos.- «¡Oh Padre!, santificado sea tu nombre»; obre yo en todo para mayor gloria tuya, y constituya ella el primer objetivo de todos mis actos. «Venga a nosotros tu reino»; a mí y a todas vuestras criaturas; sed Vos siempre el verdadero amo y señor de mi corazón, y que en todo, sea para mí agradable o adverso, se cumpla tu voluntad; que yo pueda decir, como vuestro Hijo Jesús, que vivo para Vos.- Todas nuestras súplicas, dice San Agustín, debieran reducirse esencialmente a esos actos de amor, a esas aspiraciones, a esos santos deseos que Cristo Jesús, el embeleso del Padre, puso en nuestros labios, y que su Espíritu, el Espíritu de adopción, repite en nosotros (San Agustín, Sermo LVI, c. 3).
Es la oración por excelencia de todo hijo de Dios.
Mas no sólo santificó Nuestro Señor con su ejemplo nuestras oraciones, no sólo nos dejó de ellas un modelo, sino que las apoya con su crédito divino e infalible, porque nuestro Pontífice tiene siempre derecho a ser escuchado. «Fue atendido en razón de su dignidad» (Heb 5,7); El mismo nos tiene dicho que todo cuanto pidamos al Padre en su nombre, esto es, poniéndole como valedor, nos será otorgado. Cuando nos presentemos a Dios, desconfiemos de nosotros mismos, pero sobre todo avivemos nuestra fe en el poder que Jesús, jefe y hermano mayor nuestro, tiene para introducirnos en la cámara de su Padre, que es también Padre nuestro. «Subo a mi Padre, que es también vuestro Padre» (Jn 20,17).- Porque si esta fe es viva, nos uniremos por su medio estrechamente con Jesucristo, y «Cristo, que mora en nosotros por la fe» (Ef 3,17) nos sube hasta el Padre. «Quiero, Padre, que los míos estén conmigo donde yo esté» (Jn 17,24). ¿Dónde está El? En el seno del Padre. Estamos por la fe donde El está en la realidad, en el seno del Padre. «En Cristo, dice San Pablo, por la fe tenemos seguridad y entrada confiada con Dios» (Ef 3,12). Entonces comienza la oración; Cristo, por su Espíritu, ora con nosotros y por nosotros (Heb 7,25). ¡Qué motivo más poderoso para atrevernos a comparecer confiados ante Dios! Si nos presenta Cristo, que nos mereció la filiación divina, señal cierta de que no somos ya huéspedes y advenedizos, sino hijos (Ef 1,19), podemos desde luego entregarnos a las expansiones de un amor tierno, que es perfectamente compatible con un respeto profundo. El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, combina con sus dones de, temor y de piedad esos sentimientos de adoración rendida y de ilimitada confianza, que a primera vista parecen sentimientos reñidos, y da a nuestra actitud interior el carácter que conviene a nuestras relaciones con Dios.
Apoyaos, pues, en Jesucristo. El nos tiene dicho: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, yo mismo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). «Hasta hoy nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, de modo que vuestro gozo sea cumplido» (ib. 16,24). Pedir en nombre de Jesús es pedir aquello que es conforme a nuestra salvación, viviendo unidos siempre con El por fe y amor, como miembros vivos de su cuerpo místico. «Cristo, dice, San Agustín, ruega por nosotros en calidad de Pontífice; ora en nosotros porque es nuestra Cabeza» [Orat pro nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum. Enarr. in Ps. LXXXV, c. 1]. Por eso, añade el Santo, no puede el Padre Eterno separarnos de Cristo, como no se puede separar el cuerpo de su cabeza; al mirarnos, ve en nosotros a su Hijo, porque formamos un todo con El.
De ahí también resulta que al concedernos el Padre lo que le pide su Hijo en nosotros y para nosotros, es «glorificado en su mismo Hijo», porque el Padre cifra toda su gloria en amar a su Hijo y en complacerse en El. Dice Santa Teresa que «mucho contenta a Dios ver un alma que con humildad pone por tercero a su Hijo» (Vida, cap.22). ¿Qué otra cosa hace la Iglesia, la Esposa de Cristo, al terminar siempre sus oraciones con el nombre de su divino Esposo, «que vive y reina en los cielos con el Padre y el Espíritu Santo»?
Y así nuestro gozo será completo. No aquí abajo, donde aun es preciso luchar, y donde no siempre veremos en seguida satisfechos todos nuestros deseos, «porque el hombre que siembra hoy, no espera para mañana mismo la cosecha», según frase de San Agustín (Tract. in Joan., 73, n.4); mas entretanto se va perfeccionando poco a poco ese gozo íntimo de sentirse hijo de Dios, gozo y confianza que serán un día colmados en la eterna bienaventuranza. Porque el alma que de veras se da a la oración, se va desasiendo más y más de todo lo terreno, para penetrar más profundamente en la vida de Dios.
Procuremos, pues, ser de esas almas unidas a Dios por medio de la oración; pidamos al Señor que nos conceda ese don preciosísimo, manantial él mismo de muchas grandes gracias; pidámoselo en la medida que nos conceda ese don preciosísimo, manantial el mismo de muchas grandes gracias que Dios nos otorga por Cristo, estemos seguros de que viviremos cada vez más conforme al espíritu de nuestra adopción y se irá afianzando en nosotros la cualidad inestimable de hijos de Dios, «para gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo» (Jn 14,13; 16,24).
11
Amaos los unos a los otros
Hemos visto en las páginas que anteceden cómo la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, fe viva, práctica, que se manifiesta, bajo la influencia del amor, en obras de vida, que se alimenta con la Eucaristía y la oración, nos lleva gradualmente a la unión íntima con Cristo hasta el punto de transformarnos en El.
Pero si queremos que esa transformación de nuestra vida en la de Cristo Jesús sea completa y verdadera, y no halle obstáculo para su perfección, necesario es que el amor que profesamos a Nuestro Señor Jesús irradie en torno nuestro y se derrame sobre todos los hombres. Es lo que San Juan nos indica al resumir toda la vida cristiana en estas palabras: «El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente» (Jn 3,23).
Os he mostrado hasta aquí cómo se ejercita la fe en Nuestro Señor, réstame deciros ahora cómo hemos de realizar su precepto del mutuo amor. Veamos, pues, por qué Cristo Jesús puso en este precepto de la caridad para con sus miembros, como el complemento del amor que debemos tener para con su divina persona, y cuáles son los elementos que integran esa caridad.
1. La caridad fraterna, mandamiento nuevo y signo distintivo de las almas que pertenecen a Cristo. Por qué el amor para con el prójimo es la manifestación del amor para con Dios
¿Cuándo oyó San Juan ese mandamiento que nos transmite? En la última Cena. Había llegado el día por el que con tanto ardor suspiraba Jesús. «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Había comido la Pascua con sus discípulos, pero reemplazando las figuras v símbolos por una realidad divina, acababa de instituir el sacramento de la unión y de dar a los Apóstoles el poder de perpetuarle, y antes de entregarse a la muerte, abre su Corazón Sagrado para revelar los secretos a sus «amigos», es éste como el testamento de Jesús. «Un mandamiento nuevo os doy, les dice: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 23,34); y al final de su discurso renueva el precepto: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros» (ib. 15,12).
Dice, en primer lugar, Nuestro Señor, que el amor que debemos tenernos los unos a los otros es un mandamiento nuevo. ¿Por qué le llama así?
Cristo llama «nuevo» el precepto de la caridad cristiana, porque no había sido explícitamente promulgado, al menos en su acepción universal, en el Antiguo Testamento. Es cierto que el precepto del amor de Dios estaba explícitamente promulgado en el Pentateuco, y el amor de Dios lleva implícitamente consigo el amor del prójimo; algunos grandes Santos del Antiguo Testamento, ilustrados por la gracia, comprendieron que el deber del amor fraterno abarcaba a toda la raza humana, pero en ninguna parte de la Antigua Ley se halla el mandato expreso de amar a todos los hombres. Los israelitas entendían el precepto: «No odiarás» a tu hermano... No guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo; amarás a «tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,15,18), no a todos los hombres, sino al prójimo en sentido limitado (la palabra hebrea indica que prójimo significa los de su raza, compatriotas, congéneres). Además, como Dios mismo había prohibido a su pueblo toda clase de relaciones con ciertas razas, y aun mandó exterminarlas (a los cananeos) [se comprende este rigor de Yahvé para con las ciudades sumidas en la más grande inmoralidad e idolatría; su contacto hubiera sido irremisiblemente fatal a los israelitas], los judíos añadieron, en una interpretación arbitraria, no inspirada por Dios: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El precepto explícito de amar a todos los hombres, incluidos los enemigos, no estaba, pues, promulgado y ratificado antes de Jesucristo. Por eso le llama mandamiento «nuevo» y «su» mandamiento.
Y en tanto aprecio tiene la guarda de este mandamiento, que pide a su Padre que infunda en sus discípulos esa mutua dilección: «Padre santo, conserva en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno; yo estoy en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,11 y 23).
Notad bien que Jesús hizo esta oración, no sólo por sus Apóstoles, sino por todos nosotros. «No ruego sólo por ellos, dice, sino también por todos aquellos que creerán en Mí, para que todos sean una sola cosa, como Tú, Padre mío, estás en Mí y yo en Ti, a fin de que ellos también sean uno en nosotros» (ib. 20,21).
Así, pues, este precepto del amor a nuestros hermanos es el supremo anhelo de Cristo; y de tal modo desea le pongamos en práctica, que hace de él, no un consejo, sino un mandamiento, su mandamiento, y considera su cumplimiento como señal infalible para reconocer quiénes son sus discípulos (ib. 13,35). Es una señal al alcance de todos, y no ha dado otra: no puede haber engaño; el amor sobrenatural que os tendréis los unos a los otros será prueba inequívoca de que me pertenecéis de veras. Y, en efecto, por esta señal reconocían los paganos a los cristianos de la primitiva Iglesia: ¡Mirad, se decían, cómo se aman! (Tertuliano, Apolog., c. 39).
De esta señal se servirá también Nuestro Señor el día del Juicio para distinguir a los escogidos de los réprobos; El mismo nos lo dice; oigámosle: es la verdad infalible. Después de la resurrección de los muertos, el Hijo del Hombre estará sentado en su trono de gloria; las naciones estarán reunidas ante El; colocará a los buenos a su diestra, y a su siniestra a los malos; y dirigiéndose a los buenos, les dirá: «Venid, benditos de mi Padre, posesionaos del reino que os está preparado desde el principio del mundo». ¿Qué razón les dará? «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; huésped fui, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme». Y los justos se extrañarán, pues nunca vieron a Cristo en tales necesidades. Pero El les responderá: «En verdad os digo, cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).- Hablará luego dirigiéndose a los malos, los separará para siempre de El, los maldecirá. ¿Por qué? Porque ellos no le amaron en la persona de sus hermanos.
Así, de la boca misma de Jesús, sabemos que la sentencia que decidirá de nuestra suerte eterna estará basada en el amor que hayamos tenido a Jesucristo, representado en nuestros hermanos. Al comparecer delante de Cristo en el día postrero, no ha de preguntarnos si hemos ayunado mucho, si hemos vivido en continua penitencia, si hemos pasado muchas horas en oración; no, sino si hemos amado a nuestros hermanos y los hemos asistido en sus necesidades. ¿Acaso, pues, prescindirá de los demás mandamientos? Ciertamente que no; pero de nada habrá servido guardarlos, si no hemos guardado este de amarnos los unos a los otros, tan grato a sus divinos ojos, que El mismo le llama su mandamiento.
Por otra parte, es imposible que un alma sea perfecta en el amor del prójimo si en ella no existe el amor de Dios, amor que de rechazo se extiende a todo lo que Dios ama. ¿Por qué motivo? Porque la caridad -ya tenga a Dios por objeto, o se ejercite con el prójimo- es una en su motivo sobrenatural que es la infinita perfección de Dios (+Santo Tomás, II-II, q.25, a.1). Por consiguiente quien de veras ama a Dios, amará necesariamente al prójimo. «La caridad perfecta para con el prójimo, decía el Padre Eterno a Santa Catalina de Sena, depende esencialmente de la perfecta caridad que se tiene para conmigo. El mismo grado de perfección o imperfección que el alma pone en su amor para conmigo, será el del amor que tiene a la criatura» (Diálogo., trad. Hurtaud, II, p. 199). Además, son tantas las causas que nos alejan del prójimo: el egoísmo, los intereses encontrados, la diferencia de carácter, las injurias recibidas, que, si amáis real y sobrenaturalmente a vuestro prójimo, no puede menos de reinar en vuestra alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que El nos manda cultivar. Si no amáis a Dios, vuestro amor al prójimo no resistirá mucho tiempo a los embates y dificultades que forzosamente le saldrán al paso en su ejercicio.
No sin razón señala, pues, Nuestro Señor esta caridad como signo distintivo mediante el cual infaliblemente se reconocerá a sus discípulos. Por eso escribe San Pablo que todos los mandamientos «se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 9-10) y de un modo aun más explícito: «Toda la ley se comprendía en esta sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14).
Esto mismo es lo que tan maravillosamente expresó San Juan: «Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros» (1Jn 4,12). Como Cristo, cuyas últimas palabras oyó, repite San Juan que la caridad es la señal de los hijos de Dios: «Sabemos -notad la certeza soberana que expresa este vocablo «sabemos»- que hemos pasado de la muerte a la vida (sobrenatural y divina), si amamos a nuestros hermanos. El que no ama, permanece en la muerte» (ib. 3,14). «¿Queréis saber, dice San Agustín, si vivís vida de gracia, si estáis a bien con Dios, si realmente formáis parte de los discípulos de Cristo si vivís de su Espíritu? Examinaos y ved si amáis a los hombres vuestros hermanos, a todos sin excepción, y si los amáis por Dios; ahí encontraréis la respuesta. Y esa respuesta no engaña» (In Epist. Joan., Tract. VI, c. 3).
Oíd también lo que dice Santa Teresa acerca de esto: la cita es algo larga, pero muy clara y terminante: «Acá solas estas dos (cosas) que nos pide el Señor, amor de su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El»... Ese es el fin; mas, ¿cómo estaremos seguros de alcanzarlo? «La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, prosigue la Santa, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios, no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo sí. Impórtanos mucho andar con gran advertencia, cómo andamos en esto, que si es con mucha perfección, todo lo tenemos hecho; porque creo yo que, según es malo nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (Moradas, 5ª, c. 3).
La gran Santa no es en esto más que el eco fiel de la doctrina de San Juan. «Mentiroso», llama este Apóstol heraldo del amor al que dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano; pues dice el gran Apóstol: «Si no amáis a vuestro hermano, a quien veis, ¿cómo amaréis a Dios, a quien no veis?» (Jn 4,20). ¿Qué quieren decir esas palabras?
Debemos amar a Dios totaliter y totum.
Amar a Dios totaliter, «totalmente», es amarle con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas; es amar a Dios aceptando sin restricción alguna cuanto ordena y dispone su santa voluntad.
Amar a Dios totum es amar a Dios y todo aquello a que Dios tiene a bien asociarse. Y ¿qué es lo que Dios se ha asociado? -En primer lugar, se ha asociado en la persona del Verbo la humanidad de Cristo, y por eso no podemos amar a Dios sin amar a la vez a Cristo Jesús. Cuando decimos a Dios que queremos amarle, Dios nos pide, ante todas las cosas, que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo: «Este es mi Hijo: oídle». -Pero el Verbo, al asumir la naturaleza humana, se ha unido en principio a todo el género humano con unión mística: Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos, a quienes Dios hace participantes de su naturaleza, y con los cuales quiere compartir su vida divina, su propia bienaventuranza. De tal modo le están unidos, que Cristo mismo declara «que son como dioses», es decir, semejantes a Dios (Jn 10,34. +Salmo 81,6). Son por gracia lo que Jesús es por naturaleza: los hijos bienamados de Dios. Aquí tenemos ya la razón íntima del precepto que Jesús llama «su mandamiento», la razón profunda por la cual su importancia es tan vital. Desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los hombres están unidos a Cristo de derecho, si no de hecho, como los miembros están, en un mismo cuerpo, unidos con la cabeza; sólo los condenados están para siempre separados de esa unión.
Hay almas que buscan a Dios en Jesucristo, que aceptan la humanidad de Cristo, y ahí se detienen. No basta; es menester que aceptemos la Encarnación con todas las consecuencias que de ella derivan; no debemos limitar la ofrenda de nosotros mismos a la sola humanidad de Cristo, sino extenderlo a su cuerpo místico. Por eso, no lo echéis jamás en olvido, pues aquí tocamos uno de los puntos más importantes de la vida espiritual: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren a uno de vuestros miembros, vuestro ojo o vuestro brazo, a vosotros mismos os hieren; de igual modo, maltratar a cualquiera de nuestros prójimos es maltratar a un miembro del cuerpo de Cristo, es herir al mismo Cristo. Y por eso nos dijo Nuestro Señor que «cuanto bien o mal hiciéremos al más pequeño de sus hermanos, a El mismo se lo hacemos». Nuestro Señor es la Verdad misma; nada puede enseñarnos que no vaya fundado en una realidad sobrenatural. Ahora bien, por lo que a esto se refiere, la realidad sobrenatural que conocemos por la fe es que Cristo, al encarnarse, se unió místicamente a todo el género humano; luego, no aceptar y no amar a todos cuantos pertenecen o pueden pertenecer a Cristo por la gracia, es no aceptar y no amar al propio Jesucristo.
En el relato de la conversión de San Pablo hallamos una clara confirmación de esta verdad. Respirando odio contra los cristianos, se encamina a la ciudad de Damasco para encarcelar a los discípulos de Cristo; en el camino el Señor le derriba al suelo y Saulo oye una voz que le dice: «¿Por qué me persigues?» «¿Quién eres Señor», pregunta Pablo. Y le responden: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Cristo no dice: «¿Por qué persigues a mis discípulos?» No; se identifica con ellos, y los golpes que el perseguidor descarga sobre ellos recaen en el mismo Cristo: «Soy Jesús, a quien tú persigues (Hch 9,4-5)».
Rasgos parecidos abundan en la vida de los Santos. Mirad a San Martín; es soldado, sin bautizar todavía; en el camino encuentra a un pobre: movido a compasión, parte con él su capa. A la mañana siguiente, Cristo se le aparece vestido con la parte del manto dado al pobre, y Martín, maravillado, escucha estas palabras: «Tú eres quien me ha vestido con este abrigo». Mirad también a Santa Isabel de Hungría. Cierto día, ausente el duque su marido, encuentra a un leproso abandonado de todos. Tómale y le lleva a su misma cama. Sábelo el duque a su vuelta, y lleno de ira quiere arrojar de casa al pobre leproso. Pero al acercarse al lecho, ve la imagen de Cristo crucificado.
Se lee también en la vida de Santa Catalina de Sena que un día se hallaba en la iglesia de los Padres Dominicos: llegóse a ella un pobre y le pidió limosna por amor de Dios. Nada tenía que darle, pues no solía llevar nunca ni oro ni plata. Rogó, pues, al pobre que esperase a que volviese a casa, prometiéndole darle entonces con largueza limosna de cuanto hallase en casa. Pero el pobre insistió: «Si tenéis alguna cosa de que podáis disponer, os la pido aquí, pues no puedo aguardar tanto tiempo». Perpleja Catalina, discurría cómo hallar algo con que poder remediar su necesidad; halló por fin una crucecita de plata que llevaba consigo, y gozosa se la dio al pobre, que se marchó contento. En la siguiente noche, Nuestro Señor se apareció a la Santa llevando en la mano la crucecita adornada con piedras preciosas. «Hija, ¿reconoces esta cruz?» «Cierto, la reconozco, respondió la Santa, mas no era tan hermosa cuando era mía». Y el Señor replicó: «Me la diste tú ayer por amor a la virtud de caridad; las piedras preciosas simbolizan ese amor. Yo te prometo que en el día del Juicio, delante de la asamblea de los ángeles y de los hombres, te presentaré esta cruz tal como tú la ves, para que tu alegría sea cumplida. En aquel día, en que manifestaré solemnemente la misericordia y la justicia de mi Padre, no dejaré sin publicar la obra de misericordia que has realizado conmigo» (Vida, por el B. Raimundo de Capua, lib. II, c. 3).
Cristo se ha convertido en nuestro prójimo, o por mejor decir, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros bajo tal o cual forma. Se presenta a nosotros: paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Por la fe, le vemos así en sus miembros; y si no le vemos, es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto.- He ahí la razón por la que San Juan dice: «Si no amamos a nuestro prójimo, a quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a quien no vemos?» Si no amamos a Dios en la forma visible Con que se presenta a nosotros, es decir, en el prójimo, ¿Cómo podremos decir que le amamos en sí mismo, en su divinidad? (+-Santo Tomás, II-II, q.24, a.2, ad 1).
2. Principio de esa economía; extensión de la Encarnación: no hay más que un solo Cristo; no puede nadie separarse del cuerpo místico sin separarse del mismo Cristo
Ya os he dicho, al hablar de la Iglesia, que hay algo digno de atención en la economía divina, tal como se manifiesta a nosotros desde la Encarnación: es la parte considerable que, como instrumento, tienen los hombres con quienes vivimos, para conferirnos la gracia.
Si queremos conocer la doctrina auténtica de Cristo, no hemos de dirigirnos directamente a Dios, ni escudriñarla nosotros mismos en los libros inspirados, interpretándola según nuestro propio juicio, sino solicitarla de los pastores puestos por Dios para regir su Iglesia.- «Pero son hombres, me diréis, hombres Como nosotros».
No importa. Es necesario ir a ellos son representantes de Cristo, debemos mirar en ellos a Cristo: «El que a vosotros oye, a Mí oye; el que os desprecia, a Mí me desprecia» (Lc 10,10).
Asimismo, para recibir los sacramentos, debemos recibirlos de manos de los hombres puestos para este fin por Jesucristo. El Bautismo, el perdón de los pecados nos los confiere Cristo, pero por mediación de un hombre.
Lo mismo sucede en lo que atañe a la caridad.- ¿Queréis amar a Dios? ¿Queréis amar a Cristo? Es un deber, puesto que es «el primero y el mayor de los mandamientos» (Mt 22,38). Pues amad al prójimo, amad a los hombres con quienes vivís; amadlos, porque como vosotros, están destinados por Dios a la misma bienaventuranza eterna que Cristo, cabeza de todos, nos mereció; porque es la forma con que Dios se muestra a nosotros en este mundo. [Deus diligitur sicut beatitudinis causa; proximus autem sicut beatitudinem ab eo simul nobiscum participans. Santo Tomás, II-II, q.26, a.2].
Tan cierto es esto, que Dios se conduce con nosotros ajustándose a la misma regla de proceder que nosotros usamos con el prójimo; Dios obra con nosotros como nosotros obramos con nuestros hermanos.- Bien lo confirman las palabras de nuestro Señor: «con la misma vara que midiereis, seréis medidos» (Mt 7,2). Y mirad cómo no desdeña entrar en detalles: «Vuestro Padre celestial no os perdonará si no perdonáis. Si no hiciereis misericordia, os será reservado un juicio sin misericordia. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados. Dad, dice también, y se os dará, y en vuestro seno se derramará una medida buena, apretada y bien colmada» (Lc 6,38). ¿Por qué, pues, tanta insistencia? -Lo repito, porque desde la Encarnación, Cristo está tan unido al género humano, que todo el amor sobrenatural que mostremos a los hombres viene a recaer en El.
Estoy cierto de que muchas almas hallarán aquí explicada la causa de las dificultades, de las tristezas, del escaso desarrollo de su vida interior; no se dan lo bastante a Cristo en la persona de sus miembros, se retraen demasiado. Den y se les dará, y abundantemente; pues Jesucristo no se deja ganar en generosidad; que venzan su egoísmo y se den al prójimo sin reservas, por Dios, y Cristo se dará plenamente a ellas; si saben olvidarse de sí mismas Cristo las tomará a su cargo.- ¿Quién como El podrá guiarnos a la bienaventuranza?
No es cosa baladí el amar siempre y sin desmayo al prójimo. Es preciso para ello amor fuerte y generoso.-[«Siendo Dios la razón formal del amor que debemos tener al prójimo, pues no debemos amar al prójimo sino por Dios, es manifiesto que el acto por el cual amamos a Dios es específicamente el mismo que el acto por el cual amamos al prójimo». Santo Tomás, II-II, q.25, a.1]. Aunque el amor de Dios, por lo trascendental de su objeto, sea, en sí mismo, más perfecto que el amor del prójimo, sin embargo, como el motivo debe ser el mismo en el amor de Dios y en el del prójimo, a menudo el acto de amor para con el prójimo exige mayor esfuerzo y resulta más meritorio. ¿Por qué? -Porque siendo Dios la hermosura y la bondad misma, y habiéndonos mostrado un amor infinito, el agradecimiento nos impele a amarle; mientras que el amor hacia el prójimo suele verse obstaculizado por diferencias de intereses que se interponen entre él y nosotros. Estos estorbos que unas veces nacen por causa nuestra y otras nos los crean los demás, exigen del alma más fervor, más generosidad, mayor olvido de sí misma, de sus sentimientos personales, de sus propios quereres; y, por ende, el amor del prójimo, para no desmayar, precisa mayor esfuerzo.
Sucede en esto algo de lo que pasa a un alma cuando padece de aridez interior; le es necesaria mayor generosidad para permanecer fiel, que cuando los consuelos abundan. Así también en el dolor: de él se sirve Dios muchas veces en la vida espiritual para acrecentar nuestro amor, porque en esos trances tiene el alma que hacerse mayor fuerza, y ésa es una señal de la firmeza de su caridad. Ved a Jesús, nunca hizo acto más intenso de amor que cuando en la agonía aceptó el cáliz de amargura que le era presentado, y al consumar su sacrificio en la cruz, desamparado de su Padre.
Del mismo modo, el amor sobrenatural, ejercitado con el prójimo, a pesar de las repugnancias, antipatías o discrepancias naturales, es indicio cierto, en el alma que lo posee, de mayor intensidad de vida divina. No temo afirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reserva a Cristo en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Esa alma hará grandes progresos en la unión con Nuestro Señor.- Si al contrario, veis un alma que se da con frecuencia a la oración, y, con todo, esquiva y se retrae voluntariamente de las necesidades del prójimo, tened por cierto que en su vida de oración entra una parte, y no menguada, de ilusión. El fin de la oración no es otro, al cabo, que conformar el alma con el divino querer; cerrándose al prójimo, esa alma se cierra a Cristo, al más sagrado deseo de Cristo: «Que sean una cosa; que vivan en unión perfecta». La verdadera santidad brilla por su caridad y por la entrega total de sí mismo.
Así, pues, si queremos permanecer unidos con nuestro Señor, importa sobremanera que veamos si estamos unidos con los miembros de su cuerpo místico. Andemos con cautela. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán siempre un estorbo, más o menos grave, según su grado, a nuestra unión con Cristo.- Por ello Cristo nos dice que «si en el momento de presentar nuestra ofrenda en el altar, recordamos que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar allí la ofrenda, ir a reconciliarnos con él, y volver luego a ofrecer nuestros dones al Señor» (Mt 5, 23-24). Cuando comulgamos, recibimos la sustancia del cuerpo físico de Cristo, debemos recibir también y aceptar su cuerpo místico: es imposible que Cristo baje a nosotros y sea un principio de unión, si guardamos resentimiento contra alguno de sus miembros. Santo Tomás llama mentira a la comunión sacrílega. ¿Por qué? Porque al acercarse a Cristo para recibirle en la comunión, uno declara por ese mismo acto que está unido a El. Estar en pecado mortal, es decir, alejado de Cristo, y acercarse a El, constituye una mentira [Cum peccatores sumentes hoc sacramentum cum peccato mortali significent se Christo per fidem formatam unitos esse, falsitatem in sacramento committunt. III, q.80, a.4]. Igualmente, habida cuenta de la proporción, acercarse a Cristo, querer llevar a cabo la unión con El, y excluir de nuestro amor a cualquiera de sus miembros, es cometer una mentira, es querer dividir a Cristo, debemos estar unidos a lo que San Agustín llama «Cristo total» (De Unitate Eccles., 4). Escuchad lo que a este propósito dice San Pablo: «El cáliz de bendición (es decir, la copa eucarística), ¿no es una comunión de la sangre de Cristo, y el pan que comemos una participación de su cuerpo? Porque hay un solo pan, siendo muchos, formamos un solo cuerpo todos cuantos participamos de un solo pan celestial» (1Cor 10, 16-17).
Por eso, al gran Apóstol, que había comprendido tan bien y explicaba con tanta viveza la doctrina del cuerpo místico, dábanle horror las discordias y disensiones que reinaban entre los cristianos. «Os conjuro, hermanos, decía, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis del mismo modo, y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y un mismo parecer (1Cor 1,10).- ¿Qué razón da el Apóstol? «Como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son, no obstante, sólo un cuerpo, así Cristo. Pues todos, judíos o griegos, libres o esclavos, habéis sido bautizados en el mismo Espíritu, sois el cuerpo de Cristo, sois sus miembros» (ib. 12, 12-14 y 27).
3. Ejercicios y formas diversas de la caridad; su modelo ha de ser la de Cristo, siguiendo las exhortaciones de San Pablo: «Ut sint consummati in unum»
De principio tan elevado recibe la caridad su razón íntima; basados también en ese principio, trataremos de establecer las cualidades de su ejercicio.
Puesto que no formamos todos más que un solo cuerpo, nuestra caridad ha de ser universal.- La caridad, en principio, no excluye positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos, y todos están llamados a formar parte de su reino. La caridad comprende aun a los pecadores, porque les es posible volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo; sólo las almas de los condenados, separadas para siempre del cuerpo místico, están excluidas de la caridad.
Pero este amor ha de revestir formas diversas, según sea el estado en que se halle nuestro prójimo; porque nuestro amor no ha de ser amor platónico, de pura teoría, que verse y se ejercite sobre cosas abstractas, sino un amor que se traduzca en actos apropiados a su naturaleza.- Los bienaventurados, en el cielo, son los miembros gloriosos del cuerpo de Cristo, han llegado ya al término de su unión con Dios, nuestro amor para con ellos reviste una de las formas más perfectas, la de la complacencia y de la acción de gracias. Consistirá, pues, en felicitarlos por su gloria, en alegrarse con ellos, y unidos con ellos, en dar gracias a Dios por el lugar que les ha otorgado en el reino de su Hijo.- Para con las almas que están en el purgatorio acabando de purificarse, nuestro amor ha de trocarse en misericordia; nuestra compasión ha de llevarnos a procurar su alivio mediante nuestros sufragios, sobre todo mediante el santo sacrificio de la Misa.
Aquí, en la tierra, Cristo se nos muestra en la persona del prójimo de muy diversas maneras, que dan pie para que nuestra caridad se ejercite también de modos muy diversos. Es obvio que en esto hay grados y que hay que seguir un orden.- Prójimo nuestro, en primer lugar, son aquellos que nos están más estrechamente unidos por los lazos de la sangre; tampoco en esto la gracia trastorna el orden establecido por la naturaleza.- La caridad en un superior no ha de tener los mismos «matices» que en un inferior.- Del mismo modo, el ejercicio de la caridad material pide que vaya moderado por la virtud sobrenatural de prudencia: un padre de familia no puede deshacerse de toda su fortuna en beneficio de los pobres y con detrimento de sus hijos.- De igual modo la virtud sobrenatural de justicia puede y debe exigir del delincuente el arrepentimiento y la expiación antes de ser perdonado. Lo que no está permitido es odiar, es decir, querer o desear el mal como mal; lo que no está permitido es excluir positivamente a uno cualquiera de nuestras plegarias; eso va directamente contra la caridad. La mayor parte de las veces, la señal más cierta que podemos dar de haber perdonado es rogar por los que nos han agraviado.- En efecto, amar sobrenaturalmente al prójimo es amarle con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que le lleve a la bienaventuranza [Ratio diligendi proximum Deus est: hoc enim in proximo debemus diligere ut in Deo sit. II-II, q.25, a.1 y q.26]. Amar es «querer el bien para otro», dice Santo Tomás [Amare nihil aliud est quam velle bonum alicui. ib. I, q.20, a.2; +I-II, q.28, a.1]; pero todo bien particular está subordinado al bien supremo. Por eso es tan agradable a los divinos ojos hacer que los ignorantes conozcan a Dios, bien infinito, lo mismo que rogar por la conversión de los infieles, de los pecadores, para que lleguen a la luz de la fe o vuelvan a ponerse en gracia de Dios. Cuando en la oración encomendamos a Dios las necesidades de las almas, o cuando en la Misa cantamos el Kyrie eleison por todas las almas que aguardan la luz del Evangelio, o la fuerza de la gracia para vencer las tentaciones, o cuando rogamos por los misioneros para que sus trabajos fructifiquen, hacemos actos de verdadera caridad, muy agradables a Nuestro Señor. Si Cristo prometió no dejar sin recompensa un vaso de agua dado en su nombre, ¿qué no dará por una vida de oración y de expiación empleada en procurar que su reino se extienda más y más? -Aun hay otras necesidades. Aquí un pobre que necesita ayuda; allí un enfermo que hay que aliviar, curar o visitar; ora un alma triste para alentar con buenas palabras; ora otra rebosante de un gozo que quiere que nosotros compartamos con ella: «Alegrarse con los que están alegres; llorar con los que lloran» (Rm 12,15); la caridad, dice San Pablo? «se hace todo para todos» (1Cor 9,22).
Mirad cómo Cristo Jesús practicó esta modalidad de la caridad, para ser nuestro modelo. A Cristo le gustaba complacer. El primer milagro de su vida pública fue cambiar el agua en vino en las bodas de Caná, para evitar un bochorno a sus huéspedes, a quienes les faltaba el vino (Jn 2, 1-2). Promete «aliviar a los que padecen y están cargados de trabajos, con tal que vayan a El» (Mt 11,28). Y, ¡qué bien cumplió su promesa! Los Evangelistas refieren a menudo que, «movido por la compasión» (Lc 7,13), obraban sus milagros, por esa causa cura al leproso y resucita al hijo de la viuda de Naím. Apiadado de la turba que durante tres días le sigue sin cansarse y padece hambre, multiplica los panes. «Siento pena por esta gente» (Mc 8,2). Zaqueo, jefe de alcabaleros, de aquella clase de judíos que los fariseos tenían por pecadores, suspira por ver a Cristo. Su corta talla le impide conseguirlo, pues la gente se agolpa por todos los lados en derredor de Jesús; sube entonces a un árbol, que está al borde del camino por donde Cristo ha de pasar; y Nuestro Señor previene los deseos de ese publicano. Al llegar junto a él, le manda bajar, pues quiere hospedarse en su casa; Zaqueo, lleno de alborozo al ver cumplidos sus deseos, le recibe solícito (Lc 19, 5-6). Mirad también cómo en provecho de sus amigos pone su poder al servicio de su amor. Marta y Magdalena lloran en su presencia la muerte de Lázaro, su hermano, ya enterrado; Jesús se conmueve, y de sus ojos corren lágrimas, verdaderas lágrimas humanas, pero que a la vez son también lágrimas de un Dios. «¿Dónde lo pusisteis?», pregunta al punto, pues su amor no puede estar ocioso, y se marcha a resucitar a su amigo. Y los judíos, testigos de este espectáculo, decían: «¡Mirad cómo le amaba!» (Jn 11,36).
Cristo, dice San Pablo -que se complace en usar esta expresión-, es «la benignidad misma de Dios que se ha manifestado a la tierra» (Tit 3,4); es Rey, pero Rey «lleno de mansedumbre» (Mt 21,5), que manda perdonar y proclama bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son misericordiosos (ib. 5,7). Pasó, dice San Pedro, que vivió con El tres años, derramando beneficios (Hch 10,38). Como el buen Samaritano, cuya caritativa acción El mismo se dignó ponderarnos, Cristo tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en su alma: «Verdaderamente cargó con nuestras debilidades y llevó nuestros dolores» (Is 53,4). Viene a «destruir el pecado» (Heb 9,26), que es el supremo mal, el único mal verdadero, echa al demonio del cuerpo de los posesos; pero lo arroja sobre todo de las almas, dando su vida por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gál 2,20). ¿Hay señal de amor mayor que ésta? Cierto que no: «No hay mayor amor que el dar su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Ahora bien, el amor de Jesús para con los hombres ha de ser el espejo y modelo de nuestro amor. «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (ib. 13,34).- ¿Qué es lo que movía a Jesús a amar a sus discípulos y a nosotros en ellos?
Pertenecían a su Padre: «Ruego... por los que me has dado, porque son tuyos» (Jn 17,9). Debemos amar a las almas porque son de Dios y de Cristo. Nuestro amor debe ser sobrenatural; la verdadera caridad es el amor de Dios, que abarca en íntimo abrazo a Dios y a cuanto con El está unido. Como Cristo, debemos amar a todas las almas, hasta darnos por entero a ellas: in finem.
Considerad a San Pablo, tan encendido en el amor de Cristo, cuán lleno estaba de caridad para con los cristianos; «¿Quién enferma que no enferme yo con él?» «¿Quién padece escándalo en su alma que yo no esté como en brasas?» (2Cor 11,29). Alma era, encendida en caridad, la que podía decir: «Gustosísimo gastaré todo cuanto tengo, y aun a mí mismo me desgastaré por vuestras almas» (ib. 12,15). El Apóstol llega hasta querer ser reprobado él mismo con tal de salvar a sus hermanos (Rm 9,3). En medio de sus excursiones apostólicas, se ocupa en el trabajo de manos para no ser gravoso a las cristiandades que le recibían (2Tes 3,8.- +2Cor 12,16). Ya conocéis todos la conmovedora carta a su amigo Filemón, para pedirle gracia para su esclavo Onésimo. Este esclavo habíase fugado de la casa de su señor para evitar un castigo y acogídose a San Pablo, que le convirtió, y a quien prestó muchos servicios. Pero el gran Apóstol, que no quiere menoscabar los derechos de Filemón, según las leyes vigentes entonces, devuelve al esclavo a su amigo y escribe a Filemón, que tenía sobre el fugitivo derecho de vida y muerte, algunos renglones para que le dispense benévola acogida. San Pablo escribe de su propio puño, como él mismo lo dice, dicha carta estando preso en Roma; en ella condensa cuanto de más delicado e insinuante puede hallar la caridad: «Aunque sea lo que soy, respeto a ti, yo, Pablo, ya anciano, y además preso ahora por amor de Jesucristo, y pudiera mandártelo, prefiero suplicártelo y rogarte en favor de mi hijo espiritual Onésimo, a quien he engendrado entre las cadenas... al cual te vuelvo a enviar. Tú, de tu parte, recibe como si fuera a mí mismo a este objeto de mi predilección, y si te ha causado algún daño o te debe algo, apúntalo a mi cuenta. Sí, por cierto, hermano, reciba yo de ti este gozo en el Señor, da este consuelo a mi corazón» (Fil 9 y sigs.)
Fácil es comprender después de esto que el Apóstol escribiera un himno tan grandioso para ensalzar la excelencia de la caridad: «Es sufrida, es dulce y bienhechora; no tiene envidia ni es inconsiderada, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal. Complácese en la verdad, a todo se acomoda, lo cree todo, todo lo espera, lo soporta todo» (1Cor 13, 4-7).
Todos sus actos, con ser tan diversos, nacen de una misma fuente: Cristo, a quien la fe ve en el prójimo.
Tratemos, pues, ante todas las cosas, de amar a Dios, estando siempre unidos a Nuestro Señor. De este amor divino, como de una hoguera encendida, de la que salen mil rayos que alumbran y calientan, nuestra caridad irradiará en torno nuestro y más cuanto la hoguera esté más encendida; la caridad para con nuestros hermanos ha de ser el reflejo de nuestro amor para con Dios. Así, pues, os diré yo, con San Pablo: «Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraterna, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia...; alegraos con los que se alegran, y llorad con los que lloran: estad siempre unidos en unos mismos sentimientos; vivid en paz, a ser posible, y cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres» (Rm 12, 10-18). Y compendiando su doctrina: «Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad, solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza por nuestra vocación» (Ef 4, 1-4).
No olvidemos jamás el principio que debe ser nuestro guía en la práctica de esta virtud: Todos somos uno en Cristo; y esta unión no se conserva sino por la caridad. No vamos al Padre sino por Cristo, pero hemos de aceptar a Cristo por entero, en sí y en sus miembros: en ello está el secreto de la verdadera vida divina en nosotros.
Por eso Nuestro Señor hizo de la caridad mutua su precepto y el tema de su última oración: Ut sint consummati in unum.- Esforcémonos por realizar en cuanto esté de nosotros ese supremo anhelo del corazón de Cristo. El amor es una fuente de vida, y si buscamos en Dios ese amor para que se refleje sin cesar en todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestras almas rebosarán de vida, porque Cristo Jesús, según lo ha prometido, derramará en ellas en recompensa de nuestra abnegación una medida de gracia «buena, apretada, colmada y rebosante».

12
La Madre del Verbo encarnado
Lugar que ocupa la devoción a María en nuestra vida espiritual; el discípulo de Cristo debe, como Jesús, ser hijo de María
En el curso de estas conferencias os he dicho a menudo que toda nuestra santidad se reduce a imitar a Jesús; consiste en la conformidad de nuestro ser entero con el Hijo de Dios, y en nuestra participación de su filiación divina. Ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza, es el fin de nuestra predestinación y la norma de nuestra santidad: «A los que previó y predestinó hacerlos conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8,29).
Pues bien; en Nuestro Señor hay rasgos esenciales y rasgos contingentes, accidentales. Cristo nació en Belén, huyó a Egipto, pasó su niñez en Nazaret, murió bajo Poncio Pilato; esas circunstancias diversas de tiempo y de lugar no son, en la vida de Cristo, más que rasgos accidentales.- Otros hay que le son de tal modo esenciales, que, sin ellos, Cristo no sería Cristo. Cristo es Dios y Hombre, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, verdadero Dios y verdadero Hombre; estos títulos le corresponden por naturaleza; son intangibles.
Hay en las Escrituras una frase extraña aplicada a la eterna Sabiduría, al Verbo de Dios., «Mis delicias son estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). ¿Quién lo hubiera pensado? El Verbo es Dios; en el seno del Padre vive en una luz infinita; posee todas las riquezas de las perfecciones divinas; goza de la plenitud de toda vida y de toda bienaventuranza. Y, sin embargo de ello, declara, por boca del escritor sagrado, que sus delicias son vivir entre los hombres.
Esta maravilla se ha realizado, pues «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El Verbo deseaba ser uno de nosotros; realizó de un modo inefable ese deseo divino; y esa realización parece, por decirlo así, que colmó sus anhelos. Al leer el Evangelio, vemos, en efecto, que Cristo afirma a menudo que es Dios, como cuando habla de sus relaciones con su Eterno Padre: «Mi Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30), o cuando confirma la profesión de fe de sus oyentes: «Bienaventurado eres, Simón -decía a Pedro, que acababa de confesar la divinidad de su Maestro-• bienaventurado eres, porque te ha revelado eso mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Esto no obstante, no vemos que El mismo se haya dado de una manera explícita el título de «Hijo de Dios».
¡Cuántas veces, por el contrario le oímos llamarse el «Hijo del hombre»! Diríase que Cristo está ufano de ese título y se ha encariñado con él. Pero cuida muy bien de no separarle nunca de no separarle nunca de su filiación divina o de los privilegios de su divinidad. Dícenos que «el Hijo del hombre tiene el poder, privativo de solo Dios, de perdonar los pecados» (Mc 2,10), y vemos que tan pronto sus discípulos le proclaman el Cristo, Hijo de Dios, El les anuncia que ese Cristo, «Hijo del hombre», ha de padecer, «será condenado a muerte, pero que resucitará al tercer día» (ib. 8,31).
En ninguna parte, quizá, unió el divino Salvador con más precisión y energía su condición de hombre a la de Dios, que en los días de su sagrada pasión. Miradlo ante el tribunal del sumo sacerdote judío Caifás. Este, en medio de la junta, pone a Cristo en el trance de declarar si es el Hijo de Dios. «Tú lo has dicho, responde Jesús, yo soy y además te digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y venir en las nubes del cielo» (Mt 26,64. +Jn 1,51; 3,13). Notad que Jesús no dice -como pudiéramos esperar puesto que se trata sólo de su divinidad-: «Veréis al Hijo de Dios venir como juez eterno y soberano sobre las nubes del cielo»; sino «veréis al Hijo del hombre». En presencia del Tribunal supremo, une ese título de hombre al de Dios: para El, ambos son inseparables, como están indisolublemente unidas y son inseparables las dos naturalezas en que están fundados. Lo mismo se peca rechazando la humanidad de Cristo, que negando su divinidad.
Pues bien: si Cristo Jesús es Hijo de Dios por su nacimiento inefable y eterno en el seno de su Padre: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Hch 13,33. +Sal 2,7), es el Hijo del hombre por su nacimiento temporal en el seno de una mujer: «Envió Dios a su Hijo, formado de una mujer» (Gál 4,4). Esa mujer es María, pero ésta es también Virgen. De ella y sólo de ella tiene Cristo su naturaleza humana; a ella debe el ser Hijo del hombre; ella es verdaderamente Madre de Dios. María ocupa, pues, de hecho, en el Cristianismo un lugar único, trascendental, esencial. Así como en Cristo la cualidad de «Hijo del hombre» no puede separarse de la de «Hijo de Dios», así también María está unida a Jesús: de hecho, la Santísima Virgen entra en el misterio de la Encarnación en virtud de un título que es de la esencia misma del misterio.
Por eso hemos de pararnos unos momentos a considerar esa maravilla de una simple criatura, asociada por tan estrechos lazos, a la economía del misterio fundamental del Cristianismo, y, por consiguiente, a nuestra vida sobrenatural, a esa vida divina que nos viene de Cristo, Dios y Hombre, y que Cristo nos da en cuanto Dios, pero sirviéndose, como ya os dije, de su humanidad. Debemos ser como Jesús, «Hijo de Dios e Hijo de María El es lo uno y lo otro con toda verdad; si, pues, queremos copiar en nosotros su imagen, hemos de estar adornados de esa doble cualidad.
No sería verdaderamente cristiana la piedad de un alma si no comprendiese a la Madre del Dios hecho hombre. La devoción a la Virgen María es, no sólo importante, sino necesaria, si queremos beber con abundancia en la fuente de vida. Separar a Cristo de su Madre en nuestra devoción es dividir a Cristo, es perder de vista el papel esencial de su humanidad en la dispensación de la divina gracia. Cuando se deja a la Madre, ya no se comprende al Hijo. ¿No es eso lo que ha sucedido a las naciones protestantes? Por haber rechazado la devoción a María, a pretexto de no menoscabar la dignidad de un mediador único, ¿no han terminado por perder hasta la fe en el mismo Jesucristo? Si Jesucristo es nuestro Salvador, nuestro mediador, nuestro hermano mayor, por haberse revestido de la naturaleza humana, ¿cómo le amaremos de veras, cómo parecernos de veras a El sin tener una devoción especialísima a aquella de quien tomó esa naturaleza humana?
Pero esa devoción ha de ser ilustrada. Digamos, pues en pocas palabras lo que María ha dado a Jesús; y lo que Jesús ha hecho por su Madre; veremos entonces lo que la Santísima Virgen ha de ser para nosotros, y, por fin, la fecundidad sobrenatural que posee nuestra devoción a la Madre del Salvador.
1. Lo que María ha dado a Jesús. Por su «fiat», la Virgen aceptó dar al Verbo una naturaleza humana; es la Madre de Cristo; en virtud de esto, entra esencialmente en el misterio vital del Cristianismo
¿Qué ha dado María a Jesús?
Le ha dado, permaneciendo ella Virgen, una naturaleza humana.- Es éste un privilegio único que María no comparte con nadie [Nec primam similem visa est, nec habere sequentem. Antíf. de Laudes de Navidad]. El Verbo podría haber venido al mundo tomando una naturaleza humana creada ex nihilo, sacada de la nada, y ya perfecta en su organismo, como fue formado Adán en el Paraíso terrenal. Por motivos que sólo conoce su sabiduría infinita, no lo hizo. Así, al unirse al género humano, quiso el Verbo recorrer, para santificarlas, todas las etapas del desarrollo humano; quiso nacer de una mujer.
Pero lo que admira en este nacimiento es que el Verbo lo subordinó, por decirlo así, al consentimiento de esa mujer.
Vayamos en espíritu a Nazaret, para contemplar ese espectáculo inefable. El ángel se aparece a la doncella virgen; después de saludarla, le comunica su embajada: «He aquí que concebirás en tu seno y parirás un hijo, y le darás por nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin». María pregunta al ángel cómo ha de obrarse esto, siendo ella virgen (Lc 1,34). Gabriel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Luego, evocando como ejemplo a Isabel, que había concebido a pesar de su esterilidad pasada, porque así le plugo al Señor, el Ángel añade: «Para Dios nada es imposible»; puede, cuando lo quiere, suspender las leyes de la naturaleza.
Dios propone el misterio de la Encarnación, que no se realizará en la Virgen más que cuando ella haya dado su consentimiento. La realización del misterio queda en suspenso hasta la libre conformidad de María. En ese instante, según enseña Santo Tomás, María nos representa a todos en su persona; es como si Dios aguardase la respuesta del género humano, al cual quiere unirse [Per annuntiationem exspectabatur consensus virginis loco totius humanæ naturæ. III, q.30, a.1]. ¡Qué instante aquel tan solemne, ya que en aquel momento va a decidirse el misterio vital del Cristianismo! San Bernardo, en una de sus más hermosas homilías sobre la Anunciación (Hom. IV, super Missus est, c.8), nos presenta todo el género humano, que ha millares de años espera la salvación, a los coros angélicos y a Dios mismo, como en suspenso aguardando la aceptación de la joven Virgen.
Y he aquí que María da su respuesta: llena de fe en la palabra del cielo, entregada enteramente a la voluntad divina que acaba de manifestársele, la Virgen responde con sumisión entera y absoluta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Este Fiat es el consentimiento dado por María al plan divino de la Redención, cuya exposición acaba de oír; este Fiat es como el eco del Fiat de la creación; pero de él va a sacar Dios un mundo nuevo, un mundo infinitamente superior, un mundo de gracia, como respuesta a esa conformidad; pues en ese instante el Verbo divino, segunda persona de la Santísima Trinidad, se encarna en María: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Verdad es, como acabamos de oírlo de la boca misma del ángel, que ningún concurso humano intervendrá, pues todo ha de ser santo en la concepción y el nacimiento de Cristo; pero cierto es también que de su sangre purísima concebirá María por obra del Espíritu Santo, y que el Dios-Hombre saldrá de sus purísimas entrañas. Cuando Jesús nace en Belén, ¿quién está allí reclinado en un pesebre? Es el Hijo de Dios, es el Verbo que, «permaneciendo Dios» [Quod erat permansit. Antífona del Oficio del 1º de enero], tomó en el seno de la Virgen una naturaleza humana. En ese niño hay dos naturalezas bien distintas, pero una sola persona, la persona divina; el término de ese nacimiento virginal es el Hombre-Dios; «El ser santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35); ese HombreDios, ese Dios hecho hombre, es el hijo de María. Es lo que confesaba Isabel, llena del Espíritu Santo: «¿De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?» (ib. 43). María es la Madre de Cristo, pues al igual que las demás madres hacen con sus hijos, formó y nutrió de su sustancia purísima el cuerpo de Jesús. Cristo, dice San Pablo, fue «formado de la mujer». Es dogma de fe. Si por su nacimiento eterno «en el esplendor de la santidad» (Sal 109,3), Cristo es verdaderamente Hijo de Dios, por su nacimiento temporal es verdaderamente Hijo de María. El Hijo único de Dios es también Hijo único de la Virgen.
Tal es la unión inefable que existe entre Jesús y María; ella es su Madre, El es su hijo. Esa unión es indisoluble; y como Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios que vino a salvar al mundo, María, de hecho, está asociada íntimamente al misterio vital de todo el Cristianismo. Lo que constituye el fundamento de todas sus grandezas es el privilegio especial de su maternidad divina.
2. Lo que Jesús ha dado a su Madre. La escogió entre todas las mujeres; la ha amado y obedecido; la ha asociado de una manera muy íntima a sus misterios, principalmente al de la Redención
Ese privilegio no es el único.- Toda una corona de gracias adorna a la Virgen, Madre de Cristo, aunque todas ellas se deriven de su maternidad divina. Jesús, en cuanto hombre, depende de María; mas como Verbo eterno, es anterior a ella. Veamos lo que ha dado hecho por aquella de quien había de tomar la naturaleza humana. Como es Dios, es decir, la Omnipotencia y Sabiduría infinitas, va a adornar a esa criatura con un aderezo inestimable y sin igual. Ante todas las cosas, escogióla con preferencia a las demás en unión del Padre y del Espíritu Santo.- Para indicar la eminencia de esa elección, la Iglesia aplica a María en sus festividades un paso de la Sagrada Escritura, que, en algún sentido, no puede referirse más que a la eterna Sabiduría: «El Señor me poseyó al principio de sus caminos, antes de que obrase alguna cosa; antes de que la tierra existiese. Ya estaba formada antes que hubiese abismos; antes que las montañas se asentasen; antes que las colinas, era yo ya nacida» (Prov 8, 23-25)... ¿Qué muestran estas palabras? La predestinación especial de María en el plan divino. El Padre Eterno no la separa de Cristo en sus divinos pensamientos: envuelve a la Virgen, que será Madre de Dios, en el mismo acto de amor por el cual pone sus complacencias en la humanidad de su Hijo. Esa predestinación es para María manantial de gracias sólo a ella concedidas.
[Ipsissima verba quibus divinæ scripturæ de increata Sapientia loquuntur eiusque sempiternas origines repræsentant, consuevit Ecclesia... ad illius virginis primordia transferre quæ uno eodemque decreto cum divinæ Sapientiæ incarnatione fuerant præstituta. Pío IX. Bula Ineffabilis para la definición de la Inmaculada Concepción]. La Virgen María es inmaculada.- Todos los hijos de Adán nacen manchados con el pecado original, esclavos del demonio, enemigos de Dios. Tal es el decreto promulgado por Dios contra todos los descendientes de Adán pecador. Solamente María, entre todas las criaturas, se librará de esta ley. A esa ley universal, el Verbo eterno hará una excepción -una sola-, en favor de aquella en quien se ha de encarnar. Ni un solo momento el alma de María será esclava del demonio; brillará siempre con destellos de pureza; por eso, luego de la caída de nuestros primeros padres, Dios puso eterna enemistad entre el demonio y la Virgen escogida. Ella es quien bajo su planta aplastará la cabeza de la infernal serpiente (Gén 3,15). Con la Iglesia recordemos frecuentemente ese privilegio de María de ser inmaculada, que sólo Ella posee. Digámosle a menudo con cariñoso amor: «Eres toda hermosa, oh María, y no hay en ti mancha original» [Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te. Antíf. de Vísp. de la Inmaculada Concepción]. «Tu vestido es blanco como la nieve y tu rostro resplandeciente como el sol; por eso te deseó ardientemente el Rey de la gloria» (Ib.).
No sólo nace Inmaculada María, sino que en ella abunda la gracia.- Cuando el Ángel la saluda, la declara «llena de gracia», Gratia plena, pues el Señor, fuente de toda gracia, está con ella: Dominus tecum.- Luego, al concebir y dar a luz a Jesús, María guarda intacta su virginidad. Da a luz y permanece virgen; según canta la Iglesia: «a la gloria tan pura de la virginidad, María junta la alegría de ser madre fecunda» [Gaudia matris habens cum virginitatis honore. Antíf. de Laudes de Navidad]. A esto hay que unir la gracia que representó para María su vida oculta con Jesús, las de su unión con su Hijo en los misterios de su vida pública y de su Pasión, y para colmar la medida, la de su Asunción al cielo. El cuerpo virginal de María, en el cual Cristo tomó su naturaleza humana, no verá la corrupción; en su cabeza será colocada una corona de inestimable valor y reinará como Soberana a la diestra de su Hijo, adornada con la vestidura de gloria formada por tantos privilegios (Sal 44,10).
¿Cuál es el origen de todas esas gracias insignes, de todos esos privilegios extraordinarios, que hacen de ella una criatura por encima de toda criatura? -La elección que desde la eternidad hizo Dios de María para ser Madre de su Hijo. Si ella es bendita entre todas las mujeres, si Dios ha trastornado en favor suyo tantas leyes por El mismo establecidas, es porque la destina a ser Madre de su Hijo. Si quitáis a María esa dignidad, todas esas prerrogativas no tienen ya sentido ni razón de ser; pues todos esos privilegios preparan o acompañan a María en cuanto es Madre de Dios.
Pero lo que es incomprensible es el amor que determinó esa elección singularísima que el Verbo hizo de esa doncella Virgen para tomar en ella naturaleza humana. Cristo amó a su Madre.- Nunca Dios amó tanto a una simple criatura, nunca un hijo amó a su madre como Cristo Jesús a la suya. Amó tanto a los hombres, nos dice El mismo, que dio su vida por ellos, y no pudo darles mayor prueba de amor (Jn 15,13). Pero no olvidéis esta verdad: Cristo murió, ante todo, por su Madre, para pagar su privilegio. Las gracias únicas que María recibió son el primer fruto de la Pasión de Cristo. La Santísima Virgen no gozaría de privilegio alguno sin los méritos de su Hijo; es la gloria mas grande de Cristo, porque es la que más ha recibido de El.
La Iglesia nos enseña claramente esta doctrina cuando celebra la Inmaculada Concepción, la primera, en orden al tiempo, de las gracias que recibió María. Leed la «oración» de la festividad y veréis que a la Santísima Virgen le fue otorgado este privilegio, porque la muerte de Jesús, prevista en los decretos eternos, había pagado por anticipado ya su precio. «¡Oh Dios, que por la Inmaculada Concepción de la Virgen preparasteis una digna morada a vuestro Hijo: os suplicamos que así como por la muerte «prevista» de este vuestro Hijo, la preservasteis de toda mancha...». Podemos decir que María ha sido entre toda la Humanidad el primer objeto del amor de Cristo, aun de Cristo paciente por ella, en primer lugar, para que la gracia pudiese abundar en ella, en una medida excepcional derramó Jesús su preciosa sangre.
Finalmente, Jesús obedeció a su Madre.- Todos habéis leído que todo lo que nos cuentan los Evangelistas de la vida oculta de Cristo en Nazaret se reduce a esto: «crecía en edad y en sabiduría», y estaba «sujeto a María y a José» (Lc 2, 51-52). ¿No es esto incompatible con la divinidad? No, ciertamente. El Verbo se hizo carne, se humilló hasta tomar una naturaleza semejante a la nuestra, a excepción del pecado; vino, nos dice, «a servir y no a ser servido»; y a hacerse «obediente hasta la muerte» (Mt 20,28; Fil 2,8); por eso quiso obedecer a su Madre. En Nazaret obedeció a María y a José, las dos criaturas privilegiadas que Dios colocó junto a El. María participa, en cierto modo, de la autoridad del Padre Eterno sobre la humanidad de su Hijo: Jesús podía decir de su Madre lo que decía de su Padre celestial: «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29).
El Verbo no predestinó a María solamente para ser su Madre según la carne, no solamente le tributó el honor que esa dignidad lleva consigo, colmándola de gracias, sino que la asoció a sus misterios.
En el Evangelio vemos que Jesús y María son inseparables en los misterios de Cristo. Los ángeles anuncian a los pastores que en la cueva de Belén hallarán al «Niño y a su Madre» (Lc 2, 8-16): María es quien presenta a Jesús en el Templo, presentación que es ya preludio del sacrificio del Calvario (ib. 23-39). Toda la vida de Nazaret, como acabo de decir, la pasa sujeto a María; a sus ruegos obra Jesús el primer milagro de su vida pública, en las bodas de Caná (Jn 2, 1-2); los Evangelistas afirman que siguió a Jesús en algunas de sus excursiones misionales.
Pero notad bien que no se trata de una simple unión física, sino que María penetra con alma y corazón en los misterios de su Hijo. San Lucas nos refiere que la Madre de Jesús «conservaba en su corazón las palabras de su Hijo y las meditaba» (Lc 2,19). Las palabras de Jesús eran para ella fuente de contemplación. ¿No podríamos decir nosotros otro tanto de los misterios de Jesús? Ciertamente, Cristo, al vivir esos misterios, iluminaba el alma de su Madre sobre cada uno de ellos. Ella los comprendía y se asociaba a ellos. Cuanto Nuestro Señor hablaba o hacía era, para aquella a quien amaba entre todas las mujeres, un manantial de gracias. Jesús devolvía, por decirlo así, a su Madre en vida divina, de la que es fuente perenne, lo que de ella había recibido en vida humana. Por eso Cristo y la Virgen están indisolublemente unidos en todos los misterios; y por eso también María nos tiene a todos unidos en su corazón con su divino Hijo.
Pues bien, la obra por excelencia de Jesús, el santo de los santos de sus misterios, es su sagrada Pasión, por el cruento sacrificio de la cruz, Cristo acaba de dar la vida divina a los hombres, y mediante él les restituye su dignidad de hijos de Dios. Jesús quiso asociar a su Madre a este misterio con un carácter especialísimo, y María se unió tan plenamente a la voluntad de su Hijo Redentor, que comparte con El verdaderamente, si bien guardando su condición de simple criatura, la gloria de habernos dado a luz, en aquel momento, a la vida de la gracia.
Vayamos al Calvario en el instante en que Cristo Jesús va a consumar la obra que su Padre le encomendara en el mundo.- Nuestro Señor ha llegado al final de su misión apostólica en la tierra; va a reconciliar con Dios a todo el género humano. ¿Quién está al pie de la cruz en aquel supremo instante? María, su Madre, con Juan, el discípulo amado, y otras cuantas mujeres (Jn 19,25). Allí está de pie; acaba de renovar la ofrenda de su Hijo que hizo mucho antes al presentarle en el Templo, en este momento ofrece al Padre, para rescate del mundo,•«el fruto bendito de su vientre». Sólo quedan a Jesús cortos instantes de vida; luego, el sacrificio estará consumado, y devuelta a los hombres la gracia divina. Quiere darnos por madre a María y esto constituye una de las formas de esta gran verdad: que Cristo se unió en la Encarnación a todo el género humano; los escogidos forman el cuerpo místico de Cristo, del que no pueden ser separados. Cristo nos dará a su Madre para que sea también la nuestra en el orden espiritual; María no nos separará de Jesús, su Hijo, nuestra cabeza.
Antes, pues, de expirar y «de acabar, como dice San Pablo, la conquista del pueblo de las almas, del cual quiere hacer su reino glorioso» (Ef 5, 25-27), Jesús ve al pie de la cruz a su Madre, sumida en la mayor angustia, y a su discípulo Juan, tan amado suyo, aquel mismo que oyó y nos refiere sus últimas palabras. Jesús dice a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo»; y luego al discípulo: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 25-27).- San Juan, en este caso, nos representa a todos; es a nosotros a quienes lega Jesús su Madre, cuando ya va a expirar. ¿No es El acaso nuestro «hermano mayor»? ¿No estamos nosotros predestinados a asemejarnos a El para que sea el primogénito de una muchedumbre de hermanos»? (Rm 8,29). Luego si Jesucristo se hizo nuestro hermano mayor al tomar de María una naturaleza como la nuestra que le hizo participar de nuestro linaje, ¿qué tiene de extraño que al morir nos diera por madre en el orden de la gracia a la que fue su Madre en el orden de la naturaleza humana?
Y como esas palabras, siendo proferidas por el Verbo, son todopoderosas y de una eficacia divina, engendran en el corazón de Juan sentimientos de hijo digno de María, al igual que en el corazón de María despiertan una ternura especial para todos aquellos que la gracia hace hermanos de Jesucristo.- Y, ¿quién dudará un instante siquiera de que la Virgen respondió, como en Nazaret, con un Fiat callado, sí, esta vez, pero igualmente lleno de amor, de humildad y de obediencia, en el que toda su voluntad se fundía con la de Jesús, para realizar el supremo anhelo de su Hijo? Santa Gertrudis refiere que, oyendo un día cantar en el Oficio divino las palabras del Evangelio referentes a Cristo: «Primogénito de la Virgen María», decíase en sus adentros: «Paréceme que el título de Hijo único convendría harto mejor a Jesús que el de Primogénito»"; mientras se detenía a considerar esto apareciósele la Virgen María y dijo a la excelsa monja: «No, no es "Hijo único" sino "Primogénito", lo que mejor conviene; porque después de Jesús, mi dulcísimo Hijo, o más bien, en El y por El, os han engendrado a todos las entrañas de mi caridad y ahora sois mis hijos, hermanos de Jesús» (Insinuaciones de la divina piedad, l. IV, c. 3).
3. Homenajes que debemos a Maria; ensalzar sus privilegios, como lo hace la Iglesia en su liturgia
Para agradecer bien el puesto único que Jesús quiso ocupar a su Madre en sus misterios, y el amor que María nos tiene, hemos de tributarle el honor, el amor y la confianza a que tiene derecho como Madre de Jesús y Madre nuestra.
¿Cómo no amarla, si amamos a Nuestro Señor? -Si Cristo Jesús quiere, como ya os he dicho, que amemos a todos los miembros de su cuerpo místico, ¿cómo no habríamos de amar en primer lugar a la que le dio esa naturaleza humana, mediante la cual llegó a ser nuestra cabeza, esa humanidad que le sirve de instrumento para comunicarnos la gracia? No podemos poner en tela de juicio que el amor que mostramos a María sea muy grato a Jesús. Si queremos de veras amar a Cristo, si queremos que sea El todo para nosotros, hemos de tener especialísimo amor a su Madre.
Mas, ¿cómo hemos de manifestarle ese nuestro amor? Jesús amó a su Madre, colmándola, como Dios que es, de privilegios sublimes; nosotros mostramos nuestro amor ensalzando esos privilegios. Si queremos ser gratos a Dios Nuestro Señor, admiremos las maravillas con que amorosamente adornó el alma de su Madre; quiere El que nos unamos a Ella para rendir incesantemente gracias a la Santísima Trinidad, que glorifiquemos a la Virgen por haber sido escogida entre todas las mujeres para dar al mundo un Salvador. Así compartiremos los sentimientos que Jesús tuvo para con Aquella a quien debe el ser Hijo del hombre. «Sí, la cantaremos con la Iglesia: tú sola, sin igual, agradaste al Señor». [Sola sine exemplo placuisti Domino. Antíf. del Benedictus del Oficio de la Santísima Virgen in Sabbato]; bendita seas entre todas las criaturas; bendita porque creíste en la palabra divina y porque en ti se han cumplido las promesas eternas.
Para alentarnos en esta devoción, no tenemos más que mirar la conducta que sigue la Iglesia. Ved cómo la Esposa de Cristo ha multiplicado aquí en la tierra sus testimonios de honor a María, y cómo practica ese culto, especial por su trascendencia sobre el de los demás Santos, que se llama hiperdulía [A todos los santos les debemos homenaje de dulía, palabra griega que significa servicio; la Madre del Verbo encarnado merece, a causa de su dignidad eminente, homenajes enteramente particulares, lo que se expresa con la palabra hiperdulía].
La Iglesia ha consagrado numerosas fiestas en honra de la Madre de Dios; durante el ciclo litúrgico celebra su Inmaculada Concepción, su Natividad, su Presentación en el Templo, la Anunciación, la Visitación, la Purificación, la Asunción.
Mirad también como, en cada uno de los principales tiempos del ciclo litúrgico, dedica a la Virgen una «Antífona» especial, cuyo rezo impone a sus ministros al fin de las horas canónicas. Habréis observado que en cada una de esas antífonas la Iglesia se complace en recordar el privilegio de la maternidad divina, fundamento de las de mas grandezas de María.-«Madre augusta del Redentor, cantamos en Adviento y Navidad, engendraste, con asombro de la naturaleza, a tu mismo Creador, Virgen al concebir, permaneces Virgen después del parto; Madre de Dios, intercede por nosotros». -Durante la Cuaresma la saludamos como «la raíz de la que ha salido la flor, que es Cristo, y como la puerta por donde la luz ha entrado en el mundo». En tiempo Pascual brota de nuestros labios un himno de alegría, en el que felicitamos a María por el triunfo de su Hijo, y renovamos otra vez el gozo que inundó a su alma en la aurora de esa gloria: «Alégrate, Reina del cielo, porque ha resucitado Aquel que llevaste en tus entrañas: sí, alégrate, ¡oh Virgen!, y llénate de júbilo, porque Cristo, el Señor, ha salido en verdad triunfante y glorioso del sepulcro». -Luego, de Pentecostés a Adviento, tiempo que simboliza el de nuestra peregrinación en este mundo, la Salve Regina llena de confianza: «Madre de misericordia, vida, esperanza nuestra, a ti suspiramos en este valle de lágrimas... Después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre... Ruega por nosotros, santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo». No hay, pues, día en que la voz de la Iglesia no resuene alabando a María, ensalzando sus gracias y recordándole que, si es Madre de Dios, nosotros somos también sus hijos.
Mas no es esto todo, no. Todos los días la Iglesia canta en Vísperas el Magníficat; únese a la misma Santísima Virgen para alabar a Dios por sus bondades para con la Madre de su Hijo.- Repitamos, pues, a menudo con ella y con la Iglesia: «Mi alma, glorifica al Señor y mi espíritu estalla de gozo en el Dios Salvador mío, porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava... En adelante, todos los pueblos me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha realizado en mí cosas maravillosas». Al cantar esas palabras, ofrecemos a la beatísima Trinidad un cántico de reconocimiento por los privilegios de María, como si esos privilegios fuesen nuestros.
Tenemos además el «Oficio Parvo» de la Santísima Virgen; tenemos el Rosario, tan grato a María, porque la ensalzamos unida siempre a su Divino Hijo, repitiendo sin cesar, con amor y cariño, el saludo del celestial mensajero el día de la Encarnación: Ave, Maria, gratia plena. Es práctica excelente rezar cada día devotamente el rosario, contemplando así a Cristo en sus misterios para unirnos a El, felicitando a la Santísima Virgen por haber sido tan íntimamente asociada a ellos, y dando gracias a la Santísima Trinidad por los privilegios de María. Y si cada día hemos dicho muchas veces a la Virgen: «Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora y en la hora de nuestra muerte», cuando llegue el instante en que el nunc y el hora mortis nostræ sean un solo y el mismo momento, estemos ciertos de que la Virgen no nos abandonará.- Tenemos además las Letanías; tenemos el Angelus, mediante el cual renovamos en el corazón de María el inefable gozo que hubo de experimentar en el momento de la Encarnación; hay, por fin, otras muchas formas de devoción a María.
No es menester cargarse con muchas «prácticas», hay que escoger algunas, y una vez hecha la elección, ser fieles a ellas, ese obsequio diario tributado a su Madre será también, no cabe duda, muy grato a Nuestro Señor.
4. Fecundidad que reporta al alma la devoción a María. María inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de maternidad espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús» en nosotros
La devoción a María, además de ser muy agradable a Jesucristo, es para nosotros fecundísima.- Y eso por tres razones, que ya habréis adivinado.
Primero, porque, en el plan divino, María es inseparable de Jesús, y nuestra santidad estriba en acomodarnos lo más perfectamente que nos sea posible a la economía divina.- En los pensamientos eternos, María entra de hecho esencialmente en los misterios de Cristo, Madre de Jesús, es Madre de Aquel de quien todo nos viene. Según el plan divino, no se da la vida a los hombres sino por Cristo, Dios-Hombre: «Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Jn 14,26), y Cristo no fue dado al mundo sino por María: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos encarnándose de la Virgen María» (Credo de la Misa). Ese es el orden divino. Y ese orden es inmutable. En efecto, notad que no vale sólo para el día en que se realizó la Encarnación; su valor continúa subsistiendo por la aplicación a las almas de los frutos de la Encarnación. ¿Por qué así? Porque la fuente de la gracia es Cristo, Verbo encarnado; pero su cualidad de Cristo, de mediador, permanece inseparable de la naturaleza humana que tomó de la Virgen Santísima. [«Habiendo Dios querido una vez darnos a Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, ese orden ya no puede cambiar, pues los dones de Dios no están sujetos a mudanza. Siempre será cierto que habiendo recibido por su caridad el principio universal de toda gracia, habiendo recibido por su caridad el principio universal de toda gracia, recibamos también por su mediación las diversas aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Como su caridad maternal ha contribuido tanto a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, así contribuirá también eternamente en todas las demás operaciones que no son más que su corolario». Bossuet, Sermon pour la fête de la Conception.- Citemos asimismo las palabras del Papa León XIII: «Del magnífico tesoro de gracias que Cristo nos ganó, nada nos será dispensado si no es por María. Por tanto dirigiéndonos a ella es como hemos de llegarnos a Cristo, así como por Cristo nos acercamos a nuestro Padre Celestial». Encíclica sobre el Rosario, 1891].
La segunda razón, que guarda relación con la anterior, es que nadie tiene ante Dios tan gran crédito para obtenernos la gracia, como la Madre de Dios.- Como consecuencia de la Encarnación, Dios se complace, no para amenguar el poder de mediación de su Hijo, sino para extenderlo y ensalzarlo, en reconocer la solvencia de los que están unidos a Jesús, cabeza del cuerpo místico; esa solvencia es tanto mayor cuanto mayor y más íntima es la unión de los santos con Jesucristo.
Cuanto más se acerca una cosa a su principio, dice Santo Tomás, más experimenta los efectos que ese principio produce. Cuanto más os acercáis a una hoguera, más sentís el calor que irradia.- Pues bien, añade el santo Doctor; Cristo es el principio de la gracia, puesto que, en cuanto Dios, es autor de ella y, en cuanto Hombre, es instrumento; y como la Virgen es la criatura que más cerca ha estado de la humanidad de Cristo, puesto que Cristo tomó en ella la naturaleza humana, síguese que María recibió de Cristo una gracia mayor que la de todas las criaturas.
Cada cual recibe de Dios (habla el mismo Santo Tomás) la gracia proporcionada al destino que su providencia le ha señalado. Como hombre, Cristo fue predestinado y elegido para que, siendo Hijo de Dios, tuviese poder de santificar a todos los hombres; por tanto, debía poseer El solo tal plenitud, que pudiese derramarse sobre todas las almas. La plenitud de gracia que recibió la Santísima Virgen tenía por fin hacerla la criatura más allegada al autor de la gracia; tan allegada, en efecto, que María encerraría en su seno al que está lleno de gracia, y que al darle al mundo por su parto virginal, daría, por decirlo así al mundo la gracia misma, porque le daría la fuente de la gracia [Ut eum, qui est plenus omni gratia, pariendo, quodammodo gratiam ad omnes derivaret. III, q.27, a.5]. Al formar a Jesús en sus purísimas entrañas, la Virgen nos ha dado al autor mismo de la vida. Así lo canta la Iglesia en la oración que sigue a la antífona de la Virgen del tiempo de Navidad, honrando el nacimiento de Cristo: «por ti se nos ha dado recibir al autor de la vida»; y además, invita a «las naciones a cantar y ensalzar la vida que les ha procurado esa maternidad virginal».
Vitam datam per Virginem
Gentes redemptæ plaudite.
Por consiguiente, si queréis beber con abundancia en la fuente de la vida divina, id a María, pedidle que os guíe a esa fuente; ella más y mejor que ninguna otra criatura puede llevarnos hasta Jesús. Por eso, y no sin justo motivo, la llamamos «Madre de la divina gracia»; por eso también la Iglesia le aplica este paso de las Sagradas Escrituras: «El que me encuentre, hallará la vida y beberá la salud que viene del Señor» (Prov 8,35). La salvación, vida de nuestras almas, no viene sino de Jesús. El es el único mediador; pero, ¿quién nos llevará a El con más seguridad que María?; ¿quién goza de tanto poder como su Madre para volvérnosle propicio?
María, por otra parte, recibió de Jesús mismo, respecto a su cuerpo místico, una gracia especial de maternidad. Esta es la última razón de por qué resulta tan fecunda en el orden sobrenatural la devoción a la Santísima Virgen.- Cristo, después de haber recibido de María la naturaleza humana, asoció a su Madre, como va os he dicho, a todos sus misterios, desde su presentación en el Templo hasta su inmolación en el Calvario. Ahora bien, ¿cuál es el fin de todos los misterios de Cristo? No es otro que el de convertirle en dechado y paradigma de nuestra vida sobrenatural en rescate de nuestra santificación y fuente de toda nuestra santidad; y finalmente el de crearle una sociedad eterna y gloriosa de hermanos que en todo se le asemejen. Por eso María está asociada al nuevo Adán como una nueva Eva; es, pues, con mejor derecho que Eva, la «madre de los vivientes» (Gén 3,20), de los que viven por la gracia de su Hijo.
Os decía poco ha que esa asociación no fue únicamente externa. Siendo Cristo Dios, siendo el Verbo omnipotente, creó en el alma de su Madre los sentimientos que debía albergar hacia todos aquellos que El quería elevar a la dignidad de hermanos suyos, haciéndolos nacer de ella y vivir sus misterios. La Virgen, por su parte, iluminada por la gracia que abundaba en ella, respondió a ese llamamiento de Jesús con un Fiat, en el que ponía su alma entera con sumisión, totalmente unida en espíritu con su divino Hijo: «Al dar su consentimiento, cuando le fue anunciada la Encarnación, María aceptó el cooperar, el desempeñar un papel, en el plan de la Redención; aceptó, no sólo ser la Madre de Jesús, sino también asociarse a toda su misión de Redentor. En cada uno de los misterios de Cristo, hubo de renovar el Fiat lleno de amor, hasta el momento en que pudo decir, después de haber ofrecido en el Calvario, para la salvación del mundo, aquel Jesús, aquel Hijo, aquel cuerpo por ella formado, aquella sangre que era su sangre: «Todo se ha consumado». En esa hora bendita, María estaba tan identificada con los sentimientos de Jesús, que puede llamarse Corredentora. En ese instante, como Jesús, María acabó de engendrarnos, por un acto de amor, a la vida de la gracia [Cooperata est caritate ut fideles in Ecclesia nascerentur. San Agustín. De Sancta Virginitate, núm. 6]. Siendo Madre de nuestra Cabeza, según el pensar de San Agustín, por haberle engendrado en sus entrañas, María llegó a ser, por el alma, la voluntad y el corazón, madre de todos los miembros de esa divina Cabeza. «Madre, en cuanto al cuerpo, de nuestra Cabeza; por el espíritu lo es de todos sus miembros» [Corpore mater capitis nostri, spiritu mater membrorum eius. ib.].
Y porque aquí en la tierra María se asoció a todos los misterios de la Redención, Jesús la coronó, no sólo de gloria, sino de poder; colocó a su Madre a su diestra, para que pudiese disponer, a título de Madre de Dios, de los tesoros de la vida eterna. «La Reina se sienta a tu derecha» (Sal 44,10). Es lo que indica la piedad cristiana cuando proclama a la Madre de Dios «omnipotencia suplicante».
Digámosle, pues, con la Iglesia y llenos de confianza: «Muestra que eres Madre: Madre de Jesús por tu ascendiente sobre El; madre nuestra, por tu misericordia para con nosotros; por tu mediación reciba Cristo nuestras preces, ese Cristo que, naciendo de ti para traernos la vida, quiso ser Hijo tuyo»:
Monstra te esse Matrem, / Sumat per te preces / Qui pro nobis natus /Tulit esse tuus (Himno Ave maris Stella).
¿Quién conoce mejor que ella el corazón de su Hijo? En el Evangelio (Jn 2,1 y sigs.) hallamos un magnífico ejemplo de su confianza en Jesús. Ocurrió el hecho en las bodas de Caná. Asiste a ellas con Jesús y no anda tan absorta en la contemplación, que no advierta lo que ocurre a su alrededor. El vino escasea. María advierte la confusión de sus huéspedes y dice a Jesús: «No tienen vino». Bien se refleja aquí su corazón de madre. ¡Cuántas almas «místicas» hubiesen tenido a menos pensar en el vino! Sin embargo, ¿qué son ellas al lado de María? Impelida por su bondad pide a su Hijo que ayude a los que ve en apuros. Nuestro Señor la mira y hace como que no accede a lo que ella pide: «Mujer, a ti y a mí, ¿qué nos va en ello?» Pero ella conocía a su Jesús; tan segura está de El, que al punto dice a los criados: «Haced todo lo que El os diga». Y, en efecto, Cristo habló y las ánforas se llenaron de excelente vino.
¿Qué pediremos nosotros a la Madre de Jesús sino que ante todas las cosas y sobre todo forme a Jesús en nosotros comunicándonos su fe y su amor?
Toda la vida cristiana consiste en hacer que «Cristo nazca en nosotros y que viva en nuestro corazón. Es doctrina de San Pablo (Gál 4,19). Ahora bien, ¿dónde se formó Cristo en primer lugar? En el seno de la Virgen, por obra del Espíritu Santo. Pero María, dicen los Santos Padres, concibió primero a Jesús por la fe y el amor, cuando con su Fiat consintió en ser su Madre [Prius concepit mente quam corpore. San Agustín, De virgin., c. 3; Sermo CCXV, n.4; San León, Sermo I de Nativitate Domini, c.7; San Bernardo, Sermo I de vigilia Nativitatis]. Pidámosla que nos alcance esa fe que engendra a Jesús en nosotros, ese amor que hace que vivamos de la vida de Jesús. Pidámosla que nos haga semejantes a su Hijo; ningún favor más grande la podemos pedir, ninguno que más la guste concedernos, pues sabe y ve que su Hijo no puede estar separado de su cuerpo místico. Está tan unida de alma y de corazón con su divino Hijo, que ahora en la gloria no anhela más que una cosa: que la Iglesia, reino de los escogidos, precio de la sangre de Jesús, aparezca ante El «gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada» (Ef 5,27).
Por eso, cuando nos dirijamos a la Virgen, hagámoslo unidos a Jesús y digámosla: «Oh Madre del Verbo encarnado, vuestro Hijo ha dicho: Todo cuanto hiciereis al menor de mis pequeñuelos a mí me lo hacéis: yo soy uno de esos pequeñuelos entre los miembros de Jesús, vuestro Hijo; en su nombre me presento delante de Vos para implorar vuestro auxilio». Si rehusase peticiones así presentadas, María rehusaría algo a Jesús.
Vayamos, pues, a ella, pero vayamos con confianza. Hay almas que acuden a ella como a una madre, le confían sus intereses, le descubren sus penas, sus dificultades; a ella recurren en las necesidades, en las tentaciones, pues entre la Virgen y el demonio hay eterna enemistad; y con su planta María quebranta la cabeza del dragón infernal» (Gén 3,15); tratan siempre con la Virgen como con una madre; las hay que se arrodillan delante de sus estatuas para exponerle sus deseos y anhelos. Son niñerías, diréis. Acaso; pero, ¿sabéis lo que dice Cristo? «Si no os hiciereis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,13).
Pidamos a María que de la humanidad de su Hijo Jesús, que posee la plenitud de gracia, fluya ésta con abundancia sobre nosotros, para que por el amor nos vayamos conformando más y más con el Hijo amantísimo del Padre que es también su Hijo. Esta es la mejor petición que podemos hacerle. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles en la última Cena: «Mi Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que he venido de El» (Jn 16,27). Lo mismo podría decirnos de María: «Mi Madre os ama porque vosotros me amáis y creéis que he nacido de ella». Nada resulta más grato a María que oír confesar que Jesús es su Hijo y verle amado de todas las criaturas.
El Evangelio, como ya sabéis, no nos ha conservado sino muy contadas palabras de María. Acabo de recordaros algunas: las que dijo a los criados de las bodas de Caná: «Haced cuanto mi Hijo os diga» (ib. 2,5). Estas palabras son como un eco de las del Padre Eterno: «Este es mi querido Hijo, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle» (Mt 17,5; +2Pe 1,17). Podemos también nosotros aplicarnos esas palabras de María: «Haced cuanto os dijere». Ese será el mejor fruto de esta conferencia: será también la mejor manifestación de nuestra devoción para con la Madre de Dios. El mayor anhelo de la Virgen Madre es ver a su Divino Hijo, obedecido, amado, glorificado, ensalzado; como para el Padre Eterno, Jesús es para María el objeto de todas sus complacencias.
13
Coherederos de Cristo
La herencia del cielo, término final de nuestra predestinación adoptiva
Padre, te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste. Glorifícame Tú ahora en Ti mismo, oh Padre, con aquella gloria que tuve yo en Ti antes de que el mundo fuese. ¡Padre! Deseo que los que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy para que contemplen mi gloria; la gloria que Tú me has dado» (Jn 17,5,24).
Estas palabras constituyen el principio y el final de la inefable plegaria que Jesucristo dirigió al Padre en la última Cena, cuando ya iba a coronar su misión salvadora en la tierra, con su sacrificio redentor.
Cristo pide, en primer lugar, que su santa humanidad participe de esa gloria que el Verbo posee desde toda la eternidad.- Luego, como Cristo nunca se separa de su cuerpo místico, pide que sus discípulos y todos aquellos que creen en El sean también asociados a esa gloria. Quiere que estemos «donde El está». ¿En dónde está? «En la gloria de Dios Padre» (Fil 2,11). Allí está el término final de nuestra predestinación, la consumación de nuestra adopción, el complemento supremo de nuestra perfección, la plenitud de nuestra vida.
Oigamos cómo el Apóstol San Pablo nos expone esta verdad.- Después de haber dicho que Dios, que quiere nuestra santificación, nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que su Hijo sea el primogénito de un gran número de hermanos, añade al punto: «Y a los que ha predestinado también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado, a los que ha justificado, también los ha glorificado» (Rm 8,30). Estas palabras indican las fases sucesivas del proceso de nuestra santificación, es, a saber: nuestra predestinación y nuestra santificación en Cristo Jesús; nuestra justificación por la gracia que nos hace hijos de Dios; nuestra glorificación final que nos asegura la vida eterna.
Hemos visto el plan de Dios sobre nosotros: cómo el Bautismo es la señal de nuestra vocación sobrenatural el sacramento de nuestra iniciación cristiana, cómo somos justificados, es decir, cómo nos hacemos justos, mediante la gracia de Cristo. Esa justificación se puede ir perfeccionando sin cesar, según el grado de nuestra unión con Cristo, hasta que halle la culminación en la gloria. La gloria es esa herencia divina que nos corresponde en cuanto hijos de Dios, herencia que Cristo nos ganó con sus méritos, que El mismo posee y quiere compartir con nosotros (ib. 17). Llegamos a participar de la misma herencia de Cristo: la vida, la gloria y la bienaventuranza eternas con la posesión de Dios. La culminación de la vida divina en nosotros no se realiza en este mundo; sino, como lo dice Cristo, junto al Padre».
Conviene, pues, que, al acabar estas conferencias acerca de la vida de Cristo en nosotros, fijemos la mirada en esa herencia eterna que Nuestro Señor pidió al Padre para nosotros; debemos pensar en ella a menudo, pues ella constituye la suprema finalidad de toda la obra de Cristo.
«He venido para darles vida»; pero esa vida no será verdadera si no es eterna; todo nuestro conocimiento y todo nuestro amor hacia el Padre y hacia Cristo su Hijo, están orientados hacia la consecución de esa vida eterna que nos hace hijos de Dios: «En esto consiste la vida eterna: en conocer al solo Dios verdadero y a su enviado Jesucristo» (Jn 17,3). En la tierra siempre podemos perder la vida divina que Jesucristo nos confiere por medio de la gracia; sólo la muerte «en el Señor» fija y asegura en nosotros esa vida de manera inmutable. La Iglesia enseña esta verdad llamando «día de nacimiento» al día en que los santos entran en posesión eterna de esa vida.
La vida de Cristo en nosotros en la tierra no es más que una aurora, no llega a su mediodía -pero mediodía sin ocaso-, sino cuando florece en frutos de vida eterna. El Bautismo es el manantial de donde brota el río divino, pero el término de ese río, que alegra la ciudad de las almas, es el océano de la eternidad. Por lo tanto, no tendríamos más que una idea muy incompleta de la vida de Cristo en nuestras almas, si no considerásemos el término a que por su misma naturaleza debe conducirnos esa vida.
Ya sabéis con qué empeño y fervor rogaba San Pablo por los fieles de Efeso para que conociesen el misterio de Cristo: «Postrábase ante Dios, decía, para que se dignara hacerles comprender la alteza y profundidad de ese misterio» (Ef 3,14,18). Pero el gran Apóstol cuida bien de advertirles que ese misterio no tiene su culminación sino en la eternidad y por eso desea vivamente que el alma de sus queridos cristianos ande siempre embargada por ese pensamiento. «No ceso, les escribe, de acordarme de vosotros en mis oraciones, para que Dios, Padre glorioso de Nuestro Señor Jesucristo, ilumine los ojos de vuestro corazón a fin de que sepáis cuál es la esperanza a que os ha llamado y cuáles las riquezas y la gloria de su herencia reservada a los santos» (ib. 1, 16-18).
Veamos, pues, cuál es «esa esperanza», cuáles «esas riquezas» que San Pablo con tanto empeño quería que se conociesen.- Pero, ¿acaso no dijo él mismo que «no podemos ni sospechar siquiera qué cosas tiene Dios preparadas para los que le aman? Que ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento lo que son esas maravillas?» (1Cor 2,9). Así es; y todo cuanto digamos de «esas riquezas de gloria de nuestra herencia» no llegará con mucho a la realidad.
Oigamos, no obstante esto, lo que la Revelación nos dice. Lo entenderemos si tenemos el espíritu de Cristo, pues, afirma San Pablo en el mismo lugar, que «ese Espíritu penetra todas las cosas; aun las intimidades de Dios... Y nosotros hemos recibido (en el Bautismo) ese Espíritu que viene de Dios, a fin de que conozcamos las cosas maravillosas que Dios nos ha comunicado por su gracia» (1Cor 10-12), que es aurora de su gloria. Escuchemos, pues, lo que la Revelación enseña, pero con fe, no con los sentidos, porque aquí todo es sobrenatural.
1. La bienaventuranza eterna consiste en la visión de Dios cara a cara, en el amor inmutable y en la alegría perfecta
Hablando de las virtudes teologales, que forman el séquito de la gracia santificante y son como las fuentes de la actividad sobrenatural en los hijos de Dios, dice San Pablo que «en esta vida perduran tres virtudes: fe, esperanza y caridad»; mas la caridad, añade, es la más excelente de todas (ib. 18,13). ¿Por qué razón? Porque al llegar al cielo, término de nuestra adopción, la fe en Dios truécase en visión de Dios, la esperanza se desvanece con la posesión de Dios, pero el amor permanece y nos une a Dios para siempre.
Ved ahí en qué consiste la glorificación que nos espera, la bienaventuranza de que gozaremos: veremos a Dios, amaremos a Dios, gozaremos de Dios; esos actos constituyen la Vida eterna, la participación asegurada y completa de la vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza del alma, bienaventuranza de que participará también el cuerpo después de la resurrección.
En el cielo veremos a Dios.- Ver a Dios como El se ve es el primer elemento de esa participación de la naturaleza divina que constituye la vida bienaventurada; es el primer acto vital en la gloria. En la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe, de manera oscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara: «Ahora, dice, no conozco a Dios sino de un modo imperfecto; mas entonces le conoceré como El mismo me conoce a mí» (ib. 13,12). No podemos ahora conocer lo que es en sí misma esa visión; pero el alma será fortalecida con la «luz de la gloria», que no es otra cosa que la gracia misma floreciendo en el cielo. Veremos a Dios con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus perfecciones se reducen a una perfección infinita, que es la Divinidad; contemplaremos la vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, «en sociedad con la santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo» la; contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda verdad, de toda santidad, de toda hermosura, de toda bondad.- Contemplaremos, por siempre jamás, la humanidad del Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el Padre puso sus complacencias; veremos al que quiso ser nuestro «hermano mayor», contemplaremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquel que nos libró de la muerte por medio, de su cruenta Pasión y nos alcanzó el poder vivir esa vida inmortal. A El cantaremos reconocidos el himno del agradecimiento: «Con tu sangre, Señor, nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti sea honra y gloria» (Ap 5,9,10 y 13). Veremos a la Virgen María, a los coros de los ángeles, a toda esa muchedumbre de escogidos, incontable, según dice San Juan, que rodea el trono de Dios.
Esa visión de Dios, sin velos, sin tinieblas, sin celajes, es nuestra futura herencia, es la consumación de la adopción divina. «La adopción de hijos de Dios, dice Santo Tomás (III, q.45, a.4), se efectúa mediante cierta conformidad de semejanza con Aquel que es su Hijo por naturaleza» (Rm 8,29). Eso se realiza de dos modos: en la tierra, por la gracia, que es conformidad imperfecta; en el cielo, por la gloria, que será la perfecta conformidad, según aquello de San Juan: «Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios; mas lo que seremos algún día, no aparece aún; sabemos, sí, que cuando se manifieste claramente Dios, seremos semejantes a El, porque le veremos como es» (1Jn 3,2). Aquí, pues, nuestra semejanza con Dios no está acabada, mas en el cielo se mostrará con toda su perfección. En la tierra tenemos que trabajar, a la luz oscura de la fe, para hacernos semejantes a Dios, y para destruir el «hombre viejo», procurando se desarrolle el «hombre nuevo criado a imagen de Jesucristo» (Col 3,9,10. +Ef 4,22 y 24). Debemos renovarnos, perfeccionarnos constantemente, para acercarnos más al divino modelo. En el cielo se consumará esta transformación que nos hará semejantes a Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios.
Pero esta visión no nos sumirá en una inmovilidad de estatuas que impediría cualquier operación. Nuestra actividad no sufrirá menoscabo con la contemplación de Dios. Sin dejar un instante de contemplar a Dios, nuestra alma conservará el libre ejercicio de sus facultades. Mirad a Nuestro Señor. Aquí en la tierra su alma santa gozaba continuamente de la visión beatífica; y, sin embargo, esa contemplación no impedía su actividad humana, quedaba completamente expedita, manifestándose en sus tareas apostólicas, en su predicación, en sus milagros. La perfección del cielo no seria perfección si hubiera de anular la actividad de los escogidos.
Veremos a Dios. ¿Eso sólo? No. Ver a Dios es el primer elemento de la vida eterna; la primera fuente de bienaventuranza; pero si la inteligencia se sacia allí divinamente con la eterna Verdad, también es preciso que la voluntad se harte con la infinita bondad. Amaremos a Dios [Según Santo Tomás (I-II, q.3, a.4), la bienaventuranza consiste esencialmente en poseer a Dios contemplándole cara a cara. Esa visión beatífica es, ante todas las cosas, un acto de inteligencia; de esa posesión por inteligencia se deriva, como una propiedad, la bienaventuranza de la voluntad, que halla su hartura y su descanso en la posesión del objeto amado, hecho presente por la inteligencia].
«La caridad, dice San Pablo, nunca acabará» (1Cor 13,8). Amaremos a Dios, no con amor lánguido, vacilante, a las veces distraído por la criatura, expuesto a evaporarse, sino con amor fuerte, puro, perfecto y eterno. Si aun en este valle de lágrimas, en donde para conservar la vida de la gracia tenemos que llorar y luchar, el amor es ya tan fuerte en ciertas almas, que les arranca gemidos que nos llegan hasta el fondo del alma: «¿quién me separará del amor de Cristo? Ni la persecución, ni la muerte, ni criatura alguna podrá apartarme de Dios», ¿qué será ese amor cuando se abrace con el Bien infinito, para no separarse jamás ? ¡ Qué ímpetu hacia Dios, ya nunca contenido! ¡Qué abrazo el de ese amor ya para siempre y sin cesar saciado! Y ese amor eterno se expresará en actos de adoración, de complacencia, de acción de gracias. San Juan describe a los santos postrados ante Dios, y cantando en el cielo sus eternas alabanzas. «A vos, Señor, gloria, honor y potestad por los siglos de los siglos» (Ap 7,12). Así expresan su amor.
Finalmente, gozaremos de Dios.- En el Evangelio se lee que el mismo Cristo compara el reino de los cielos con un banquete que Dios ha preparado para honrar a su Hijo: «El mismo se ceñirá el vestido y se pondrá a servirnos, sentados a su mesa» (Lc 12,37). ¿Qué quiere decir esto, sino que Dios mismo ha de ser nuestro gozo? «¡Oh, Señor!, exclama el Salmista, embriagáis a vuestros escogidos con la abundancia de vuestra casa, y les dais a beber del torrente de vuestras delicias, porque en Vos está la fuente misma de la vida» (Sal 35,9). Dios dice al alma que le busca: «Yo mismo seré tu recompensa, y muy cumplida» (Gén 15,1). Como si dijera: «Te amé con amor tan grande, que he querido meterte dentro de mi propia casa, adoptarte por hijo, para que tengas parte en mi bienaventuranza. Quiero que mi vida sea tu vida, que mi felicidad sea tu felicidad. En la tierra te he dado a mi Hijo, siendo mortal en cuanto hombre, se entregó para merecerte la gracia que te transformase y conservase como hijo mío: se dio a ti en la Eucaristía bajo los velos de la fe, y ahora Yo mismo, en la gloria, me doy a ti para hacerte participante de mi vida, para ser tu bienaventuranza sin fin». «Se dará porque ya se dio antes; se dará inmortal a los que ya seremos inmortales, porque antes se dio mortal a los que éramos mortales» (San Agustín, Enarrat. in Ps. XLII, 2).
Aquí la gracia, allí la gloria; pero el mismo Dios es quien nos las da; y la gloria no es más que el desarrollo pleno de la gracia; es la adopción divina, velada e imperfecta en la tierra, sin velos y cumplida en el cielo.
Por eso el Salmista suspiraba tanto por esa posesión de Dios: «Como el ciervo ansía las fuentes de las aguas, así mi alma suspira por Ti, oh Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo» (Sal 41, 1-3). «Pues no me veré saciado sino cuando me sean reveladas las delicias de tu gloria» (Sal 16,15).
Así también, cuando Cristo habla de esa bienaventuranza, nos dice que Dios hace entrar al siervo fiel «en el gozo de su Señor» (Mt 25,21). Ese gozo es el gozo de Dios mismo, el gozo que Dios siente conociendo sus infinitas perfecciones, la felicidad de que disfruta en el inefable consorcio de las tres divinas personas; el sosiego y bienestar infinito en que Dios vive: «Su gozo será nuestro gozo». «Para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (Jn 17,13): su felicidad nuestra felicidad y su descanso nuestro descanso, su vida nuestra vida, vida perfecta, en la que todas nuestras facultades se verán plenamente saciadas.
Allí disfrutaremos de esa «plena participación en el bien inmutable», como acertadamente le llama San Agustín (Epist. ad Honorat., CXL, 31). «Hasta ese extremo nos ha amado Dios». ¡Oh, si supiéramos lo que Dios reserva para los que le aman!...
Y porque esa bienaventuranza y esa vida son las de Dios mismo, serán eternas también para nosotros.- No tendrán término ni fin. «Ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni dolor, sino que Dios enjugará las lágrimas de los ojos de aquellos que entren en su gloria» (Ap 21,4), dice San Juan. No habrá ya pecado, ni muerte, ni miedo de muerte; nadie nos quitará ese gozo; estaremos para siempre con el Señor (1Tes 4,16). Donde El está, estaremos nosotros.
Oíd con qué palabras tan expresivas nos da Cristo esta certidumbre: .(Yo doy a mis ovejas la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos. Pues mi Padre, que me las dio, es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre; mi Padre y yo somos una misma cosa» (Jn 10, 28-30). ¡Qué seguridad la que nos da Cristo Jesús! Estaremos siempre con El, sin que nada pueda jamás separarnos; y en El gozaremos de una alegría infinita que nadie nos podrá quitar, porque es la alegría misma de Dios y de Cristo su Hijo: «Al presente, decía Jesús a sus discípulos, padecéis tristeza, pero yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo, y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn 16,22). Digámosle con la Samaritana: «¡Oh Señor Jesús, divino Maestro, Redentor de nuestras almas (ib. 4,15), dadnos esa agua divina que nos saciará para siempre, que nos dará la vida; haced que aquí en la tierra permanezcamos unidos a Vos por la gracia, para que algún día merezcamos estar «donde Vos estáis», para que podamos ver eternamente, como lo pedisteis para nosotros al Padre (ib. 17, 24-26), la gloria de vuestra humanidad, y gozar de Vos para siempre en vuestro reino!».
2. Los cuerpos de los justos han de participar, después de la resurrección, de esa bienaventuranza; gloria de esa resurrección ya realizada en Cristo, cabeza de su cuerpo místico
Como sabéis, toda alma que al morir sale de este mundo en estado de gracia, si no tiene que cancelar en el purgatorio algún resto de la pena temporal que se debe satisfacer por los pecados, entra inmediatamente en posesión de esta vida bienaventurada. Mas esto no es todo: Dios nos reserva aún un complemento. ¿Cuál? ¿No disfruta ya el alma de gozo cumplido? Cierto que sí, pero Dios quiere dar también al cuerpo su bienaventuranza, cuando tenga lugar la resurrección al fin de los tiempos.
Es dogma de fe la resurrección de los muertos. La prometió Cristo. «Al que come mi carne y bebe mi sangre, le resucitaré en el postrer día» (ib. 6,55, y 11,25).
Más aún: Cristo ya ha resucitado, saliendo vivo y victorioso del sepulcro. Pues bien, al resucitar, Cristo nos resucitó con El. Lo he repetido ya: Al encarnarse el Verbo, unióse místicamente a todo el género humano, y con los escogidos forma un cuerpo del que El es la cabeza. Si nuestra cabeza ha resucitado, no sólo sus miembros resucitaremos con El algún día, sino que al triunfar de la muerte el día de su resurrección, resucitó ya con El, en principio y de derecho, a todos los que creen en El. Oíd con qué claridad expone San Pablo esta doctrina: «Dios, que es rico en misericordia, por el excesivo amor con que nos amó, nos dio vida en Cristo y por Cristo. Nos ha resucitado con El y juntamente con El nos ha concedido asiento en los cielos, ya que no nos separa de El» (Ef 2, 4-6). Gran misericordia: Dios nos ama tanto en su Hijo Jesucristo que no quiere separarnos de El; desea que seamos semejantes a El, que participemos de su gloria, no sólo por lo que respecta al alma, sino también en cuanto al cuerpo.
¡Con cuánta razón dice el gran Apóstol que Dios es rico en misericordia y que nos ama con amor inmenso! No basta a Dios saciar nuestra alma con una felicidad eterna quiere que nuestra carne, al igual que la de su Hijo, participe de esa dicha sin fin; quiere adornarla con esas gloriosas prerrogativas de inmortalidad, agilidad, espiritualidad, con que resplandecía la humanidad de Cristo al salir del sepulcro. Sí; llegará el día en que todos resucitaremos «cada cual con su jerarquía»; Cristo resucitó el primero como cabeza de los escogidos y primicias de unos frutos; luego resucitarán todos aquellos que son de Cristo por la gracia [Los condenados resucitarán también, pero sin las dotes gloriosas de los santos; sus cuerpos serán como sus almas, eternamente atormentados]. «Así como en Adán todos mueren, todos en Cristo serán vivificados». Luego «vendrá el fin cuando Cristo entregará al Padre ese reino conquistado con su sangre... Pues Cristo debe reinar de forma que todos sus enemigos serán reducidos a escabel para sus pies. La muerte será el último enemigo destruido. Y cuando el Padre haya sometido todas las cosas a la soberanía de Cristo, entonces el Hijo, mediante su humanidad, tributará sus homenajes a Aquel que le hizo Señor de todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (Rm 15,28). Cristo Jesús venció a la muerte en el día de su resurrección. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). La vencerá también en sus elegidos el día de la resurrección de los cuerpos.
Entonces quedará terminada y consumada su obra, como cabeza de la Iglesia; Cristo poseerá esa Iglesia a la que tanto amó, por la cual «dio su vida, para que fuese gloriosa, sin arruga y sin mancha, pura e inmaculada» (Ef 5,27); el cuerpo místico habrá entonces «llegado enteramente a la plenitud de la edad de Cristo» (ib. 4,13). Entonces Cristo Jesús presentará a su Padre esa multitud de escogidos de los cuales es Él el primogénito.
¡Oh, qué espectáculo tan glorioso será ver ese reino sujeto a Jesús, contemplar la obra de su sangre y de su gracia, ofrecida al Padre celestial por el mismo Jesucristo rey de la gloria!... ¡Qué indecible dicha la de formar parte de ese reino, junto con María, los ángeles, los santos, las almas de los bienaventurados que en la tierra conocimos, con los que estuvimos unidos por los lazos de la sangre por un afecto santo! Entonces, sí, podrá Jesús volver a decir con toda verdad: «Padre, he terminado la obra que me encomendaste»; entonces tendrán realidad cumplida aquellos votos formulados por su corazón sagrado en la última Cena: «Padre, ruégote yo ahora por estos que me diste. Tengan ellos el gozo cumplido que yo tengo; que estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria... para que el amor con que me amaste esté con ellos también» (Jn 17,4,9,13,24,26). Se cumplirán los deseos de Cristo, la Iglesia triunfante contemplará la gloria de su Príncipe; ella misma gozará de esa «plenitud de felicidad» que de su cabeza redundará en toda ella; la vida divina, eterna, rebosará en cada uno de nosotros, y reinaremos con Cristo para siempre.
San Juan en el Apocalipsis nos ha dicho algo sobre la gloria de ese reino. «Oí también una voz como de gran gentío y como el ruido de muchas aguas, y como el estampido de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya!; porque tomó ya posesión del reino el Señor Dios Nuestro Todopoderoso. Gocémonos y saltemos de júbilo, démosle gloria pues son llegadas las bodas del Cordero (que es Cristo), y su Esposa (la Iglesia ya triunfante) se ha compuesto y alhajado, pues ha sido autorizada para vestir tela de lino finísimo, brillante y puro». «Ese lino fino, añade San Juan, son las virtudes de los santos». Y díjome el Ángel: «Escribe: ¡Dichosos los que son invitados a la cena de las bodas del Cordero!...» (Ap 19, 6-9).
Eso no es más que una sombra de la realidad divina, de la dicha que nos espera. En el Bautismo, recibimos el germen. Pero ese germen tenía que crecer, desarrollarse, ser resguardado de espinas y tropiezos; por la Penitencia hemos ido desviando lo que podía dañar o menoscabar su desarrollo; lo hemos ido nutriendo con el sacramento de vida y con el ejercicio de nuestras virtudes. Ahora, esa vida divina que Cristo nos comunica permanece oculta: «Vuestra vida permanece oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3), pero en el cielo se descorrerá el velo, mostrará su esplendor, y se manifestará su hermosura; y no olvidéis que, una vez llegada a ese desarrollo, no crecerá más, no aumentará su esplendor, su hermosura no se perfeccionará ya. La fe nos dice que el lugar de la tarea y del merecimiento es este mundo; que el cielo es la meta; allí no es posible ya crecer; sólo queda la recompensa tras la pelea. «El que cree, amontona méritos; el que ve, goza de la recompensa» [San Agustín, In Joan, LXVIII, 3].
3. El grado de nuestra bienaventuranza determinado ya aquí en la tierra según la medida de nuestra gracia; cómo San Pablo exhorta a los fieles a progresar en el ejercicio de la vida sobrenatural «hasta el día de Cristo»
Más aún; gozaremos de Dios en la medida y grado a que la gracia haya llegado en nosotros en el instante mismo en que salgamos de este mundo (1Cor 3,8).
Tengamos siempre presente esta verdad: el grado de nuestra eterna bienaventuranza es y quedará fijado para siempre, de acuerdo con el grado de caridad a que hayamos llegado con la gracia de Cristo cuando Dios nos saque de esta vida. Cada momento de ella es infinitamente precioso, pues basta para adelantar un grado en el amor de Dios, para elevarnos más en la dicha de la vida eterna.
No digamos que un grado más o menos de gloria importa poco.- ¿Hay algo que importe poco cuando se trata de Dios, de una dicha y una vida sin fin de las que Dios mismo es la fuente? Si conforme a la parábola que Nuestro Señor mismo se dignó explicar, hemos recibido cinco talentos, no es para enterrarlos, sino para hacerlos fructificar (Mt 25, 14-30). Si Dios al recompensarnos tiene muy en cuenta. nuestros esfuerzos para vivir en su gracia, para aumentar esa gracia en nosotros, ¿estará bien que nos contentemos con ofrecer a Dios una mies menguada y escasa? Cristo mismo nos lo ha dicho: «Mi Padre resultará glorificado si producís abundantes frutos de santidad, que en el cielo serán para vosotros frutos de bienaventuranza» (Jn 15,8). Tan cierto es ello, que Cristo compara a su Padre con un viñador que por medio del sufrimiento nos poda y limpia para que demos mayores frutos El. ¿Tan menguado es nuestro amor a Cristo, que tengamos en poco ser miembros de su cuerpo místico, más o menos resplandecientes en la celestial Jerusalén? Cuanto más santos seamos, más glorificaremos a Dios durante toda la eternidad, mayor parte tomaremos en el cántico de acción de gracias con que los elegidos alaban a Cristo Redentor: «Redimístenos, Señor».
Vivamos despiertos para apartar los estorbos que puedan amenguar nuestra unión con Cristo; dejémonos penetrar íntimamente por la acción divina a fin de que la gracia de Dios obre tan libremente en nosotros, que nos haga «llegar a la plenitud de la edad de Cristo». Oíd con qué viveza exhorta a sus caros Filipenses San Pablo, que había sido arrebatado al tercer cielo: «Dios me es testigo de la ternura con que os amo a todos en las entrañas de Jesucristo, y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más... a fin de que os mantengáis puros y sin tropiezo hasta el día de Cristo, colmados de frutos de justicia por Jesucristo, a gloria y alabanza de Dios» (Fil 1, 8-11).
Mirad sobre todo cómo él mismo se muestra cual dechado ya al fin de su carrera; el cautiverio que padece en Roma ha paralizado el curso de los muchos viajes que había emprendido para anunciar la buena nueva de Cristo; ya llega al término de sus luchas y trabajos, pero el misterio de Cristo, que ha revelado a tantas almas, vive en él con tanto fuego, que puede decir a los mismos Filipenses: «Ya mi vivir es Cristo, y el morir es mi ganancia» (ib. 21).
Sin embargo de ello, prosigue, «si quedándome más tiempo en este cuerpo mortal, yo puedo sacar más fruto de mi trabajo, no sé, en verdad, qué escoger. Pues me hallo solicitado por ambos lados; tengo deseo de verme libre de las ataduras de este cuerpo, y estar con Cristo, lo cual es mejor sin comparación; pero, por otra parte, el quedar en esta vida es necesario para vosotros... para provecho vuestro y gozo de vuestra fe...» Luego recuerda el Apóstol cómo ha menospreciado las ventajas del judaísmo para abrazarse únicamente con Cristo, en el cual lo ha encontrado todo, ya que nada en lo sucesivo podrá separarle de Jesús. Esto no obstante, mirad lo que escribe: «No que ya haya logrado el premio, y la corona que se da al vencedor tras la carrera, ni haya llegado a la perfección... Mi única mira es, olvidando las cosas de atrás y tendiendo y mirando sólo a las futuras, ir corriendo hacia la meta para ganar el premio a que Dios me llama desde lo alto por Jesucristo» (Fil 3, 12-14). Así, San Pablo quería olvidar todos los progresos de su vida pasada para poner la mira con más ahínco en la recompensa eterna que le aguardaba.- Ved también cómo exhorta a los fieles a seguirle: «Vosotros también hermanos, sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo... Nuestra patria está en los cielos, de donde aguardamos a Nuestro Salvador Jesucristo, que transformará este cuerpo miserable, conformándolo con su cuerpo ya glorioso por la virtud del poder con que puede sujetar todas las cosas». Y el Apóstol, rebosando caridad, aunque estaba encarcelado, termina con este urgente y conmovedor saludo: «Por tanto, hermanos míos carísimos y amadísimos, que sois mi gozo y mi corona, perseverad así firmes en el Señor» (ib. 3,17,20 y 21. +1Cor 11,1, y Fil 4,1).
También a vosotros al terminar estas pláticas quiero yo deciros: perseverad firmes en la fe de Nuestro Señor Jesucristo; mantened una esperanza invencible en sus méritos; vivid en su amor; no ceséis, mientras estéis aquí en la tierra, «lejos del Señor», como dice San Pablo (2Cor 5,6), de aumentar, mediante una fe viva, deseos santos y una caridad que os arrastre sin reserva alguna a cumplir fiel y generosamente la voluntad de Dios, vuestra capacidad de contemplación y de amor a Dios, vuestra capacidad para disfrutar de El en la eterna bienaventuranza, para vivir de su propia vida. Día llegará en que la fe dejará lugar a la visión, en que a la esperanza seguirá la dichosa realidad, en que nuestro amor hacia Dios se resolverá en un abrazo eterno con El. Nos parece a veces que esa felicidad está muy lejos; no es cierto; cada día, cada hora, cada minuto, nos acerca más a ella.
«Buscad, os repetiré con San Pablo, buscad las cosas que son de arriba, de allí donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra, como las riquezas, los honores, los placeres; pues «muertos estáis ya a todas esas cosas» que pasan; «vuestra vida, vuestra verdadera vida», la de, la gracia, prenda de la felicidad eterna, «está escondida con Cristo, en Dios». Sin embargo, cuando aparezca Cristo «que es vuestra vida», triunfante en el día postrero, «entonces apareceréis también vosotros con El en su gloria» (Col 3, 1-4), de la que participaréis como miembros que sois suyos. No desmayéis por ningún dolor ni padecimiento; porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos reportan una medida colmada de gloria eterna (2Cor 4,17). No os desaliente ninguna tentación; pues si sois fieles en el tiempo de la prueba, vendrá la hora en que recibiréis la corona que señalará vuestra entrada en la vida prometida por Dios a los que le aman (Sant 1,12). No os seduzcan las vanas alegrías, porque «las cosas que se ven son transitorias, mas las que no se ven son eternas» (2Cor 4,17. +Rm 8,18); «el tiempo es corto y el mundo pasa» (1Cor 7, 29-31). Lo que no pasa es la palabra de Cristo (Lc 21,33); «esas palabras son para nosotros manantial de vida divina» (Jn 6,64).
En el curso de estas conferencias he tratado de mostraros que la vida divina en nosotros no es más que una participación, mediante la gracia, de la plenitud de vida que existe en la humanidad de Jesús, y que rebosa sobre cada una de nuestras almas para hacerlas hijas de Dios: «Todos participamos de su plenitud» (ib. 1,16). La fuente de nuestra santidad está ahí y no en otra parte: esa santidad, ya os lo he dicho a menudo y quiero repetirlo ahora al terminar, es de orden esencialmente sobrenatural; no la hallaremos sino en la unión con Cristo. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5). Todos los tesoros de gracia y de santidad que Dios destina a las almas se encuentran como embalsados en Jesucristo. No vino al mundo sino para darnos parte en ellos con larga mano: Veni ut vitam... abundantius habeant: el Padre Eterno no nos da su Hijo sino «para que sea nuestra redención, nuestra sabiduría, nuestra santificación (1Cor 1,30), nuestra vida.
De modo que, aunque sin El, nada podemos, en El somos ricos y «nada nos falta» (ib. 1,7). Estas riquezas, dice San Pablo, son incomprensibles porque son divinas, pero si nosotros queremos, nuestras son y nos las apropiamos. ¿Qué se requiere para eso? Que apartemos los estorbos, el pecado, el apego al pecado, a las criaturas, a nosotros mismos, que pueden entorpecer la acción de Cristo y de su Espíritu en nosotros; que nos entreguemos a Cristo con todas las fuerzas de nuestro cuerpo y de nuestra alma, para tratar de agradar, como El lo hizo por un amor constante, a nuestro Padre celestial.
Entonces nuestro Padre de los cielos descubrirá en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado; y a causa de Jesucristo pondrá en nosotros sus complacencias y nos colmará de dones, esperando llegue el día, bendito mil veces, «en que nos veamos todos juntos, para siempre, con el Señor, Cristo Jesús, vida nuestra» (Col 3,4).
«¡Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo de María, ven y vive en tus siervos, con tu espíritu de santidad, con la plenitud de tu poder, con la realidad de tus virtudes, con la perfección de tus caminos, con la comunicación de tus misterios, y domina todo poder enemigo por tu Espíritu, para gloria del Padre! Así sea».


Cristo Dios es la Patria adonde nos dirigimos.
Cristo Hombre es el camino por el cual vamos.
(San Agustín. Sermón 123, c.3)

EDIT.: gabrielsppautasso@yahoo.com.ar
DIARIO PAMPERO Cordubensis.
INSTITUTO EREMITA URBANUS.
Córdoba de la Nueva Andalucía, 30 DE MAYO DEL AÑO DEL SEÑOR DE 2009. VIGILIA DE PENTECOSTÉS. Sopla el Pampero. ¡VIVA LA PATRIA! ¡LAUS DEO TRINITARIO! gspp.
EJEMPLAR OBSEQUIO.

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